La Jornada Semanal,   domingo 9 de junio del 2002                    núm. 379
Mario Trajtenberg

Verdi, el genio de la nueva Italia

La censura siguió los pasos de Verdi y sólo la fama obligó a los inquisidores a dejar en paz una obra que latía con el mismo ritmo del corazón de Italia. El gran músico nunca olvidó las intromisiones de los monsignorini del Vaticano. Por eso, poco antes de morir declaró: Sta lontan dai pret (“manténte lejos del cura”). El nombre de Verdi se une indisolublemente a la Unidad Italiana. El maestro Trajtenberg nos dice que el apellido del autor de Aida “componía una sigla patriótica: Vittorio Emanuele re d’Italia”. En este ensayo se establecen las relaciones que se dieron entre la música de Verdi y la causa de Guiseppe Mazzini, “el republicano aborrecido por ese mundo de borbones, duques y papas”.

Si se piensa en Novecento de Bertolucci, se tendrá una idea del ambiente campesino que vio nacer a Giuseppe Verdi y de las miserias y revueltas populares que conoció hacia el final de su vida, cuando, además de ser un compositor famoso, se había convertido en un gran propietario. La película fue filmada en una granja cercana a Roncole, donde nació Verdi en 1813 (por más que, con una típica vaguedad campesina para las fechas, su madre le decía que fue en 1814) y los extras eran lugareños de ese pueblo y de Busseto, donde la familia se afincaría. El propio Bertolucci es nativo de Parma, la capital de la provincia, que en ese entonces era un ducado independiente.

Aunque su vida profesional se desarrolló en las grandes ciudades italianas y europeas, Verdi permaneció arraigado en ese terruño hasta casi su último soplo. No bien dispuso de fondos, empezó a comprar granjas vecinas hasta convertirse en uno de los terratenientes considerables de la región. La pasión por la tierra no lo dejó nunca, manifestándose en la vida que llevaba en la propiedad rural de Sant’Agata, su paseos, su gusto por la caza, su compra permanente de árboles y hasta una atención ceñuda y desconfiada a sus inversiones y sus ingresos.

Era, entre ópera y ópera, el administrador de sus propiedades y un campesino más, desde la tosquedad de la ropa que usó al principio de su carrera hasta una cierta incultura para escribir (su voluminosa correspondencia, dice Indro Montanelli, era obra mayormente de su mujer). La cara severa enmarcada desde la juventud por una barba negra puede contrastarse con la estampa de los compositores que lo precedieron: el epicúreo Rossini, el buen mozo Bellini, Donizetti el de los perfumados éxitos femeninos. Era, decía, padrone in casa mia, y con eso no quería referirse a su señorío indiscutible en los grandes teatros sino a su posesión de una casa y un campo casi inaccesibles en época de lluvias, de donde había que fugarse en invierno hacia climas más suaves.

La dureza de Verdi para arrancar concesiones a empresarios y editores rapaces, conquistada ásperamente a lo largo de su carrera, era en el fondo la misma con que sabía pelear sus compras de tierra y sus instalaciones de riego.

CARRERA MUSICAL

Desde que su padre le compró una espineta a los seis años, el muchacho manifestó sus condiciones para la música, que a los trece años lo llevarían a tocar el órgano en la iglesia de Busseto y un año después a iniciar la composición de cientos de marchas y otras piezas para la Società Filarmonica del pueblo, la mayoría de las cuales destruiría más tarde. Sus facultades no fueron reconocidas temprano, pues alrededor de los veinte años fracasaría sucesivamente en el intento de entrar al conservatorio de Milán y de ser nombrado organista de Busseto. A los veintidós años, cuando se casó, fue designado maestro de música de la localidad y mientras le duró la paciencia actuó como profesor de piano y compositor de misas, vísperas y motetes, además de tocar el órgano.

Su primera ópera, Oberto, conte di San Bonifacio, fue estrenada en el teatro La Scala de Milán en 1839. Alcanzó catorce representaciones. Por esa época murieron sus dos hijos pequeños y su mujer, Margherita Barezzi, circunstancia en la cual tuvo que componer por encargo una ópera bufa, Un giorno di regno, que fue un previsible fracaso. Pero en 1842 llegó Nabucco, que en cambio batió todos los récords, con cincuenta y siete representaciones sucesivas, cifra que hasta hoy no se ha igualado en ese teatro. El coro de los hebreos cautivos, "Va’, pensiero", ocupó inmediatamente las calles y se convirtió en el himno nacional de una nación italiana que aún estaba en ciernes.

Es difícil imaginar el ambiente que podía rodear en esa época y en ese lugar a un éxito de ópera. Sin una tradición de música sinfónica, y entusiasmado por las fiorituras y los heroísmos del bel canto romántico, el público italiano desbordaba de entusiasmo por las proezas vocales de sus divos y no era raro que desenganchara los caballos de sus carruajes y los arrastrara luego de un estreno particularmente feliz. Otra película de Bertolucci, La estrategia de la araña, puede dar una idea de esta pasión sobreviviente: la escena en que las plazas y calles de Sabioneta se llenan de público que escucha una ópera, arrobado y de pie.

El triunfo de Nabucco abrió a Verdi las puertas de los mayores teatro líricos italianos, que pronto descubrieron a un compositor capaz de asegurar un éxito tras otro aun a costa de su salud. Así fueron surgiendo óperas basadas en piezas de Schiller
–I Masnadieri, Luisa Miller, más tarde Don Carlos–, de Shakespeare –Macbeth, un Rey Lear que nunca llegó a escribir–, temas históricos al gusto de la época –Attila, I Lombardi nella Prima Crociata, más tarde conocida como Gerusalemme– y dos obras de Victor Hugo, de quien Bernard Shaw diría que su mayor mérito como dramaturgo fue haber proporcionado argumentos a Giuseppe Verdi; con Ernani y, en 1851, El rey se divierte, convertida en Rigoletto. Esta última fue la primera de un trío de obras sobre las que se edifica su fama y que continuaría con Il Trovatore y La Traviata, ambas de 1853.

LA CENSURA

Hasta esa época y durante unos años más, Verdi y sus libretistas tuvieron que luchar a brazo partido con la censura austriaca y papal. Su propia fama lo convertía en un sujeto peligroso para las autoridades, conscientes de que la música permitía expresar indirectamente pasiones como el republicanismo y anticlericalismo de Mazzini (Sta lontan dai pret, advertiría Verdi en su vejez a un sobrino), vedados a la expresión política. Una breve lista de las objeciones que, con o sin resultado, hicieron los censores a diversos libretos propuestos por Verdi puede resultar hoy pintoresca, pero en su momento multiplicaron otros fastidios:

Ernani: Mejor olvidar un título de Victor Hugo que había suscitado tales conmociones en París. ¿Un bandido héroe, que se dirige con semejante falta de respeto a su soberano, un "viejo estúpido" sospechosamente parecido al emperador Habsburgo?

Stiffelio (1850): ¿Cómo es eso de un pastor protestante que perdona a su esposa adúltera desde el púlpito? Y más valdría que el protagonista se transformara de predicador en simple miembro de una secta.

Rigoletto: Escandaloso que el protagonista sea un bufón jorobado y su amo un rey libertino, que viola prácticamente en escena a la hija del bufón. Para aplacar a los censores, el rey Francisco i se convirtió en duque en Mantua y la acción se adelantó algunos decenios. Todavía en 1920, las damas de un palco neoyorquino se pondrían de espaldas como gesto de protesta ante un duque que sale del dormitorio después de haber satisfecho sus más bajos instintos.

La Traviata. Aquí hubo más bien un gesto de autocensura ante la desaprobación con que el público veneciano podría recibir (y recibió) a una protagonista de costumbres livianas, y que es para colmo una mujer contemporánea, aunque al final se muere de tisis. Hasta 1906 los hombres de La Traviata se vistieron "como en la época de Richelieu", con zapatos de taco y hebilla, cuello de encaje blanco y peluca rizada.

Un ballo in maschera (1859): El héroe de la pieza original, Gustavo iii de Suecia, moría en escena víctima de una conspiración. Después de varias traslaciones históricas y geográficas, se convirtió finalmente en "Ricardo, conde de Warwick y gobernador de Boston", capaz de consultar a una adivina en la Nueva Inglaterra que ya se había olvidado de las brujas de Salem.

VIVA V.E.R.D.I.

La biografía de Mary Jane Phillips-Matz no menciona la leyenda de que el nombre de Verdi componía una sigla patriótica: Vittorio Emanuele re d’Italia, proclamando el nombre del soberano que lograría unificar el reino bajo la corona de Cerdeña. Faltan en su obra muchos otros datos del contexto histórico que permitirían visualizar ese mosaico que era a mediados del siglo xix la península italiana, dividida en estados independientes, como el reino de las "dos Sicilias", los estados papales, que llegaban mucho más lejos que Roma, y los territorios del norte, incluida Venecia, que estaban bajo el dominio o la influencia de Austria. "Italia es un concepto puramente geográfico", había dicho despectivamente el canciller Metternich. Cuando Verdi empezó a viajar a Milán, a Venecia y a Roma para sus estrenos, tenía que pedir pasaporte.

Italia como entidad era apenas un idioma y un ideal reflejado en las grandes figuras de su poesía, su pintura y su música. Para una personalidad como la de Verdi, amo indiscutido de un género reconocido en todo el mundo como propio de la península, no era difícil convertirse involuntariamente en un símbolo de nacionalismo, por esos años en que las expresiones como "música italiana" y "arte italiano" estaban cargadas de intención política.

Esa barba oscura de Verdi, tan afirmativa de una personalidad fuerte y dura, se parecía mucho, y no por casualidad, a la que ostentaba Giuseppe Mazzini, el republicano aborrecido por ese mundo de Borbones, duques y papas. Pero Verdi terminaría por transar con un monarca: Víctor Manuel de Saboya. Se dio cuenta, gracias al prestigio del primer ministro Cavour, de que una monarquía capaz de alianzas europeas contra el absolutismo austriaco iba a ser más eficaz que la idea republicana.

Verdi llegó a ser elegido, más por consentimiento que por vocación o ideología alguna, como enviado de su región y posteriormente diputado y senador del parlamento italiano. Se mantuvo escéptico con respecto a sus funciones políticas, descuidadas todo el tiempo que debió dedicarse a los asuntos de su propiedad.

UN HOMBRE MUY PRIVADO

Se mostró en su vejez como un hombre generoso y hasta dadivoso con la fortuna que había ganado. Pero en sus primeras décadas de vida, hasta que su situación material quedó asegurada y el propio reino de Italia aseguró su unidad, Verdi aparece en su correspondencia y en abundantes testimonios como un hombre difícil, suspicaz, capaz de empollar largamente los rencores y de extraer hasta la última lira de sus deudores –así fuera su propio padre–, empresarios y editores. Angelo Mariani, director de varias de sus óperas unido a Verdi por una profunda amistad, murió de cáncer "como un perro" sin que el compositor ni su mujer, distanciados de él por una oscura rivalidad y sospechas que pueden calificarse de paranoicas, pensaran en nada mejor que echarlo del apartamento que ocupaba en su palacio de Génova.

Cuando se conoce el detalle de su vida privada, pueden comprenderse algo mejor estos rasgos. Viudo muy joven, negado por las autoridades musicales hasta su primer triunfo, sufrió constantemente de dolores de garganta y males digestivos que habrían exigido una paciencia cristiana que no tenía. Tampoco lo ayudó haber mantenido sus vínculos con Busseto, un medio pueblerino y celoso que lo acechó hasta en sus días de fama con chismes, habladurías y rencores, y con la idea insistente de construir un teatro dedicado a Verdi, que no le interesaba. El edificio al final se inauguró en 1868 en ausencia del compositor, quien se limitó a donar cien mil liras para el proyecto. (No se sabe a cuánto equivalía esa suma, ni las expresadas en francos o napoleones.)

La propia situación del artista creador en las ciudades italianas hizo que Verdi no estuviera protegido contra los abusos del derecho de autor, salvo por su propia vigilancia. A menos que manifestara una voluntad absoluta de dominio, tampoco estaba protegido del maltrato hacia sus óperas excepto que las dirigiera él mismo o una persona de su confianza (como Mariani, precisamente). Era un artista verdaderamente revolucionario, aunque la figura de Wagner haya podido hacerle sombra porque sus innovaciones eran más radicales. Estuvo constantemente detrás de sus libretistas para que colaboraran en la creación de una forma fluida, detenida en un mínimo de números de lucimiento de los divos. El futuro le daría la razón. Su imperiosa originalidad abarcaba la totalidad de la creación de cada ópera: música, libreto, interpretación y puesta en escena.

Los años de la vejez modulan esta imagen. La Italia independiente había resuelto el principal problema político que la atenaceaba, pero distaba mucho de ser un país próspero. La miseria asediaba a las poblaciones rurales y el medio urbano, alterado por la industrialización; el analfabetismo rondaba el setenta por ciento. En esa situación, Verdi reaccionó con generosidad; por ejemplo prestó una suma muy considerable a su editor Ricordi, aun sabiendo que durante años éste lo había estafado. Hizo muchos otros préstamos, fue nombrado presidente de la Sociedad Obrera local y contribuyó con cuantiosos recursos a socorrer a las víctimas de catástrofes naturales, a fundar y amoblar un hospital cerca de Busseto y a crear una Casa di Riposo para músicos ancianos en Milán.

MUJERES

Luego de su breve matrimonio con Margherita Barezzi, hija de un comerciante de Busseto, que mantuvo con Verdi una relación más paterna que con su propio padre, el compositor pasó unos años soltero pero no solo. En 1843 conoció a Giuseppina Strepponi, una soprano que cantó en Nabucco y que se convertiría en su compañera durante más de cincuenta años. Era una mujer culta y dotada de una bella voz, que había arruinado durante sucesivos embarazos. Antes de unirse a Verdi había abandonado a sus tres hijos ilegítimos, y es muy posible que en 1851 hiciera otro tanto con una hija que tuvo con Verdi, aunque la paternidad de éste no haya quedado documentada.

Verdi la llevó a vivir a Busseto, provocando una tensión insostenible con su familia que condujo a la ruptura con su padre, a quien expulsó de Sant’Agata después de muchos años de haber recibido su ayuda económica. Una carta que dirigió en 1852 a Barezzi es típica de su obsesión por la privacidad: "En mi casa habita una dama libre e independiente, una amante –al igual que yo– de la vida solitaria [...] Ni ella ni yo debemos a nadie ninguna explicación de nuestros actos [...] ¿Quién sabe si es o no mi esposa? Y si lo fuera, ¿qué motivos particulares tenemos para no hacerlo público? En mi casa la gente le debe a ella el mismo respeto que me debe a mí, o incluso más."

Son preguntas que todo el mundo se hacía en Busseto, y que no terminarían con el matrimonio secreto de la pareja, en 1859. Lo característico es que por la misma época en que se producía esta crisis familiar, y Strepponi abandonaba otro infante a la caridad, Verdi estaba enfrascado en la composición de Rigoletto, una obra que pone en música el dolor de la pérdida de una hija. Es difícil no sentir un recuerdo íntimo en ese dolor, o en la escena en que la Traviata renuncia a Alfredo bajo la presión (un poco hipócrita) del padre de éste, y sobre todo en la gitana del Trovatore, que ha arrojado a la hoguera a su propio hijo en un acto de errada venganza: dúos que trascienden las convenciones del canto para alcanzar, si los interpretan verdaderos artistas, una emoción sublime, nacida de un sentimiento personal transmutado en música.

Strepponi sería ama de casa y amanuense de Verdi, además de su cónyuge, y aun cuando se hubo entibiado la pasión y Verdi frecuentó a otra cantante, Teresa Stolz (la primera Aida), se mantuvo un tono de amor y compañerismo entre los tres. Stolz también desarrolló una amistad muy femenina con Strepponi incluso durante el tiempo en que ésta sospechaba con fundamento que Verdi y ella la engañaban.

PASO DEL TIEMPO

Desde la infancia en un pueblito piacentino hasta las obras maestras de la vejez –Otello, Falstaff– transcurre una larga vida acompasada con los trastornos políticos del siglo xix, su evolución musical y las transformaciones de la vida cotidiana por obra de las innovaciones técnicas. En la citada biografía escrita por Phillips-Matz, inmensa obra voluntariamente despreocupada del contexto histórico, las novedades asoman a veces a una vuelta de frase. En 1847, por ejemplo, se inaugura un ferrocarril en el Véneto que transporta a una cantidad completamente nueva de público a los espectáculos de ópera. Cuando Aida se estrena en El Cairo, en 1871, el canal de Suez existe desde hace dos años. Las noticias sobre estrenos en San Petersburgo y Moscú vienen en 1875 por telégrafo. El Milán adonde llega Verdi en 1832, en coche de caballos, resuena todavía con el ruido de los zuecos en la calle y el estrépito de las nuevas industrias metalúrgicas y textiles; el de 1881, cuando se estrena Simon Boccanegra, ya cuenta con la elegante Galleria Vittorio Emanuele y su iluminación de gas, y su estación recibe trenes que han atravesado los Alpes por un túnel abierto con dinamita. En 1884 se estrena la versión revisada de Don Carlos en una Scala dotada de flamante luminotecnia eléctrica.

Esta biografía renuncia voluntariamente a todo análisis musical "porque el libro de Julian Budden en tres volúmenes, titulado The Operas of Verdi, responde prácticamente a todas las cuestiones que uno pueda plantearse a ese respecto". Es una falta grave que deja manca la biografía; el propio Julian Budden, en su Verdi, concilia exitosamente los dos intentos, el biográfico y el musicológico. En español puede citarse el Verdi de George Martin (Salvat, Barcelona, 1985), como también El arte de Verdi, de Massimo Mila (Alianza Editorial, Madrid, 1992). En italiano, una amena crónica de Indro Montanelli, L’Italia del Risorgimento (Milano, Rizzoli, 1972).

El libro de Phillips-Matz, producto de una investigación exhaustiva, disipa mitos fomentados por el propio Verdi, como el de la pobreza de sus orígenes y la miseria cultural de Busseto, una ciudad dotada de dos bibliotecas y de contacto regular con Parma, la "Atenas de Italia". Para quien busque todos los detalles de los repartos, las disputas, los desplazamientos de la pareja y las compras inmobiliarias es una fuente irremplazable. La autora ha escudriñado muchos archivos, ha hablado con descendientes y ha leído los testimonios contemporáneos: el resultado es lo que suele llamarse "definitivo", es decir que no deja nada por contar ni ángulo de esta compleja personalidad sin sacar a luz.

Lo que le falta, por confesión propia, es una comprensión de lo más importante, que es la obra. El ejemplo de la paternidad fallida de Verdi muestra a las claras que lo profundo de sus emociones no debe ser buscado en sus hechos administrativos ni en su correspondencia privada, sino en su obra.