MAR DE HISTORIAS
Cazadores de nubes
CRISTINA PACHECO
En el centro del predio que ocupa Maclovia hay una pirámide
hecha de huacales y cajas. En los distintos niveles descansan los envases,
macetas y latas donde están sembrados malvones, aretillos, geranios
y tréboles. Las plantas que hoy languidecen significaron para su
dueña un refugio cuando llegó a vivir al Tiradero Número
Cuatro. En las tardes calurosas, a las horas en que se acentuaba el olor
dulzón sobre los cerros de basura, mirando las plantas Maclovia
imaginaba que aún vivía en su casa de San Pablito, entre
el aroma a leña y el tamborileo de las trabajadoras del amate.
Desde que Gabriel, su marido, se fue a combatir la sequía
en Chihuahua, Maclovia se aferra a sus plantas mustias. Hoy, como siempre
al terminar la pepena, las contempla y les suplica que resistan y tengan
paciencia: Gabriel volverá, les procurará el agua y ellas
florecerán otra vez. Terminada su inocente oración, se decide
a retirar los pétalos y las hojas arriscadas por el sol. En cuanto
las toca se pulverizan entre sus dedos.
El deterioro incontenible que va desnudando los tallos
acrecienta la angustia de Maclovia. Piensa que cuando las plantas mueran
quedará sola en su cantón hecho con desperdicios. En ese
momento también perderá la esperanza de que Gabriel regrese.
Una oleada de rencor la amarga cuando piensa en que, si
no fuera por Homobono, a estas horas ella y Gabriel seguirían viviendo
en San Pablito, bajo el concierto de piedras que entonan las trabajadoras
del amate. El golpeteo se agranda en el eco de los cerros. Son verdes y
azules, según la hora; de ellos siempre desciende un perfume balsámico,
embriagante.
Maclovia compensa su añoranza de aquella hermosura
hundiendo la cara en el único malvón que conserva un par
de flores rojas. Mirarlas le revive la esperanza de que Gabriel vuelva
y un día, pasado ya tanto tiempo desde la muerte de Homobono, puedan
regresar a San Pablito.
El ladrido de un cachorro asediado por la jauría
la devuelve a la realidad. Maclovia arroja una piedra contra los perros.
La confusión permite que el cachorro huya. Mientras se cerciora
de que esté a salvo, Maclovia mira los cerros de basura que la rodean.
Ni su familia ni sus conocidos saben que vive en el Tiradero Número
Cuatro, donde llegaron a refugiarse contra el odio de los Hernández.
II
-Condenados, nuestro Señor los ha de castigar?.
La maldición de Maclovia se confunde con el ladrido de los perros
que se acercan. Para alejarlos toma otra piedra y la arroja sin destino
preciso. El grito de Lucía, su vecina de predio, la sorprende. -Ay,
Dios santo, ¿le pegué?
-No, pero ya mérito -responde la muchacha, protegida
por un sombrero y envuelta, de la cabeza al talle, en trapos y ropas desiguales.
-¿A poco maldecía a los perros?
-No: a gentes. Me hicieron enojar.
La vaga respuesta de Maclovia acentúa la curiosidad
de Lucía. Sin pedir autorización aparta con un pie la parrilla
que marca el acceso al predio de Maclovia. La muchacha se sienta sobre
unas cajas de cartón despanzurradas y extrae de entre sus ropas
un cigarro.
-Me lo fumo y me voy-. Lanza una bocanada en espera de
que Maclovia diga algo. Como eso no ocurre, añade: ?Creo que la
interrumpí en algo. Mejor me voy.
Maclovia siente el apremio de tener alguien con quien
hablar.
-Quédese. Nomás arreglaba mis plantas.
-Ya están bien tristes. Mejor quítelas y
ponga otras.
A pesar de que sus ojos se llenan de lágrimas,
Maclovia se esfuerza por sonreír:
-¿Cómo cree? Fue lo único que me
traje de allá.
-Allá ¿dónde? -pregunta Lucía
distraídamente, mientras se arranca una irla de tabaco pegada a
sus labios.
-San Pablito.
-Y eso, ¿dónde queda?
-Lejos.
-Está bueno, si no me lo quiere decir...- Lucía
tritura la colilla de su cigarro contra el suelo de tierra endurecida.
-Yo tampoco soy de aquí. Jaime era albañil en Cantaritos.
Ganaba bien poco. Un compadre lo sonsacó a que nos viniéramos
para acá. Al principio no me hallaba. Yo solita decía: "¿Cómo
es posible que vivamos así, entre basura?" Pero ya me acostumbré
y creo que, ni aunque pudiera, volvería a vivir en Cantaritos. ¿Ustedes
piensan regresar a su tierra?
-Sí, pero no se puede, al menos mientras quede
alguno de los Hernández-. Maclovia apenas se da cuenta de que ha
entrado en el terreno de las confidencias. -Ojalá que Dios los ilumine
y los haga darse cuenta de que Gabriel no tuvo la culpa de que Homobono
se haya muerto.
-Yo conocí a un Homobono -dice Lucía, mientras
una amplia sonrisa ilumina su rostro sucio.
-¿A qué se dedicaba? -pregunta inquieta
Maclovia.
-A padrotearme -responde Lucía con naturalidad
y contenta de ver que Maclovia vuelve a serenarse. -¿Y el suyo?
-Tiempero.
Lucía suelta una carcajada y se endereza:
-¿Tiempo qué...?
-Tiempero: un hombre que caza nubes. Las parte con cohetones
para que suelten lluvia donde la necesitan los campesinos.
-¿De veras hay gente que haga eso?
-Claro. Por ejemplo, Gabriel. A eso se dedicaba en el
pueblo.
Sin advertir la emoción de Maclovia, Lucía
sigue expresando su incredulidad en tono inofensivo de burla:
-Ay, chingá-. Se reacomoda sobre los cartones:
-¿Le pagaban por cazar nubes?
-¿Que si le pagaban? Seguido y muy bien.
La euforia de Maclovia acaba por vencer la incredulidad
de Lucía.
-Como quien dice, allá en su pueblo estaban bien-.
Lucía toma unos segundos para ordenar sus pensamientos. -¿Entonces
por qué se vinieron?
-Celos de hombres...- La necesidad de reconstruir su historia
motiva la confesión: -Allá en el pueblo todos nos conocemos.
Homobono y Gabriel crecieron juntos. Cuando Matías Anguiano, el
tiempero, se enfermó, nos asustamos de que fuera a faltarnos quien
hiciera llover. El consejo se reunió. Los ancianos pensaron que
ya no debía haber un solo tiempero, sino dos. Matías protestó:
"Estas cosas debe saberlas un hombre nada más".
-Y eso, ¿por qué?
-Para evitar envidias. Lo dijo en la junta, pero mi padre
lo convenció. Durante varios meses Gabriel y Homobono lo acompañaron
al cerro. Aprendieron a presentir las nubes y a tirar los cohetones. Matías
murió tranquilo porque nos heredaba dos tiemperos. Al principios
se repartían en santa paz el trabajo. Todo se echó a perder
cuando los Hernández se pusieron a decir que Homobono era mejor.
La gente lo creyó y empezaron a llamarlo de muchas partes. Cada
vez que se iba me decía: "Cuando vuelva tenemos que hablar en serio:
has de saber que me gustas".
-¿Y usté qué le contestaba?
-Nada. Un año entero estuvo fuera. Urgido de lluvia
mi padre me pidió que fuera a buscar a Gabriel. Cuando terminó
de hacernos el servicio me dijo: "Traje el agua para que no se le secaran
sus plantas". Así me enamoré de él. Nos casamos. Homobono
nunca nos perdonó. Le dio por emborracharse. En una crecida del
río murió ahogado. Los Hernández dijeron que Gabriel
desató las grandes lluvias y juraron matarlo. Por eso huimos.
-Oiga, pero qué cosas. Nunca me imaginé.
Bueno, me voy porque ya es tarde y va a empezar mi telenovela.