martes 28 de mayo de
2002 |
Marcos a la
medida Utopía, te odio y te quiero (II) n Marcos Winocur |
Y tuvo un efecto
arrollador sobre los ciudadanos de los países tras de la
"cortina de hierro", según expresión que
acuñó Winston Churchill. ¿Por qué ese efecto
arrollador? Porque la gente ya había tomado su
decisión: prefería competir entre sí a cooperar entre
sí. Es cierto que los "aportes" estalinistas
contribuyeron a esa decisión, pero tampoco convenció el
modelo antiestalinista de Gorby en los años ochenta. Fue
un repudio tanto a la línea dura como a la línea
blanda. La tranquilidad bajó para los ciudadanos del
este cuando el sucesor Yeltsin abrió oficialmente las
compuertas al capitalismo en los años noventa...
tranquilidad que poco duró; los ex soviéticos pudieron
advertir hasta qué punto el modelo capitalista había
sido maquillado por la propaganda occidental. Y bien, tan fuerte es la necesidad de autoengaño frente a la adversidad, que la gente está dispuesta a creer en las utopías aun cuando sepa que nada las garantiza. En ese sentido, tanto puede serlo una religión como una propuesta política. Tanto el cristianismo como el comunismo. La sociedad de las almas virtuosas alcanzadas por la salvación es tan igualitaria como la sociedad donde todo mundo es proletario, una en el cielo y la otra en la Tierra, ambas nadando en la felicidad. En diferentes épocas y ciclos de la historia, las utopías cristiana y comunista tuvieron la virtud de arrastrar tras de sí a las masas. ıstas marcharon a la reconquista del santo sepulcro y se llamaron Cruzadas, o bien, más modestamente, van hoy a rendir tributo a la virgen de Guadalupe todos los 12 de diciembre en México. Así, la utopía religiosa en Occidente. Otros contingentes, también de miles y miles, fueron a librar la lucha de clases con el objetivo de dejar la bandera en manos del trabajador para que él, haciéndose de las riendas del Estado, operara la transición al comunismo. Los cristianos tuvieron sus catacumbas y sus mártires, acabando por ser poder en la misma Roma que tanto los combatiera. Desde entonces, y por algo menos de 2 mil años, la influencia del Vaticano ha tenido sus oscilaciones, tendiendo hoy a una declinación. Pero su ciclo milenario aún no se ha cerrado. En cambio, para el comunismo se cuenta un escaso siglo y medio a partir, digamos, del Manifiesto de Marx y Engels a mediados del siglo XIX a la caída de la URSS a fines del XX. Los mártires del comunismo fueron incontables, hombres y mujeres que no vacilaron en dar lo mejor de sus vidas y luego sus vidas mismas en el mundo entero, en guerras, revoluciones y protesta social. Y que también conquistaron el poder. Frente a Roma, sin embargo, Moscú fue apenas un suspiro, si de duración se trata. De todos modos, la fe de un marxista no le ha ido en zaga a la de un cristiano, pagando cada una su precio. Esa creencia absoluta, en unos casos fe, en otros fanatismo, a veces sin poder distinguir una de otro, ha ido acompañada por razonamiento. ıste, bien que a la zaga de la fe, no por eso inútil. El marxismo recoge la idea de que los grandes ciclos históricos van marcando un desarrollo progresivo. Se pasa de las llamadas sociedades del tributo y del esclavismo a la organización feudal, y de ésta a la sociedad capitalista. El progreso se marca naturalmente en el desarrollo de las tecnologías y en cómo la situación del explotado va mejorando. Esto último interesa especialmente al marxismo. Los explotados no desaparecen del cuadro social, pero cada vez la distribución de los bienes, en general, resulta más equitativa y también de los derechos que la sociedad les reconoce. Y esto ocurre porque, de época en época, hay un mayor fondo de bienes producidos aun cuando nunca lo suficientemente grande para beneficiar a todos. Y bien, dice Marx, con la revolución industrial del capitalismo ese paso se ha dado; en adelante nadie debe sufrir hambre, nadie debe continuar explotado, hay suficiente para todos por primera vez en la historia. Bajo el comunismo, concluye Marx, "a cada uno según su necesidad, de cada uno según su capacidad". El cristianismo también recurre al razonamiento, plantea el paraíso como la justa recompensa a las acciones y pensamientos del hombre, cada uno juzgado individualmente. El hombre está dotado del libre albedrío, el cual lo hace responsable; sus actos e intenciones se definen por el bien o el mal, y según ellos responde. El juez supremo de los creyentes es dios; para los comunistas es la historia. Ya influido por un pensamiento de izquierda, es lo que proclama Fidel Castro ante el tribunal que lo juzga por el asalto al cuartel Moncada en Cuba: "La historia me absolverá". De modo que el hombre está inmerso en la realidad, la hace objeto de conocimiento y la transforma a su medida, que varía con el paso del tiempo. Pero la mente del hombre tiene su propio juego y no se conforma con prever el mañana con la aproximación posible, pretende ir más allá, como quien dice al "pasado mañana". Cuanto más se distancie la mente del hoy, más se verá en los dominios de la ficción. Así reina la utopía. A Marx, torturado por acabar con la injusticia social de sus tiempos, no le simpatizaba la utopía y llegó a escribir que "la humanidad en rigor sólo aspira a aquellas metas que puede alcanzar". Y en realidad, lo hace con ésas y con las otras, las utópicas, ambas son sus amores y, si fallan, sus odios. Para mantenerse firme en la larga, larguísima batalla por las metas que cree poder alcanzar y en cuyo camino es derrotado una y otra vez, el hombre sueña y sólo acaba de deslindar las metas posibles de las utópicas cuando las primeras son realizadas y las segundas no. Es decir, en los hechos, en la vida misma, mucho más sabia que sus pensamientos. Las religiones, utopías con creyentes. El comunismo, utopía casi sin creyentes. En cambio: revolución industrial, el sistema solar nos abre sus puertas, el hombre fabricante de hombres u otros seres vivos, las fuentes de energía renovables, tal la nuclear, todo eso era visto como sueños y se ha probado que no lo son. No hay mejor argumento a su favor que el "sí" dado por la vida. El comunismo, a su hora planteado como algo real-racional en términos hegelianos, en fin, como algo necesario para evitar la "putrefacción" de la historia, el comunismo o, si se quiere, el socialismo de raíz marxista, hoy es considerado en el mejor de los casos una utopía y, como tal, no fue. Utopía, te odio y te quiero. Te odio porque no fuiste, te quiero porque permaneces. |