Pedro Miguel
Ghauri
La madrugada del último domingo, el Bush junior sudaba una pesadilla en la que los fantasmales responsables de la destrucción masiva se burlaban de él. El aliento cercano pero inatrapable de Osama Bin Laden le paseaba por el cuerpo y el mandatario se revolvía inquieto entre sus sábanas con estampados de Winnie the Pooh. A esa misma hora, en el otro lado del mundo, en un lugar ignoto de Pakistán, se elevó del suelo un cilindro de 135 centímetros de diámetro por 16 metros de alto y un peso de 15 toneladas. A pesar de sus dimensiones majestuosas, el aparato, rojo y puntiagudo, recuerda vagamente un pene de perro. Tiene la denominación técnica Haft-V, pero fue rebautizado en homenaje al rey afgano Shahbuddin Ghauri, quien, en el siglo XII de esta era, conquistó las porciones occidentales de lo que actualmente es territorio de la India.
El Ghauri metálico actual es, potencialmente, mucho más sanguinario que su predecesor de carne y hueso. El pájaro tiene un alcance de mil 500 kilómetros, suficiente para llevar su cabeza atómica de varias decenas de kilotones y hacerla reventar sobre Nueva Delhi o Bombay, las dos ciudades indias más importantes y populosas. Según el CDISS (Centre for Defence & International Security Studies (http://www.cdiss.org/hometemp.htm), la tecnología del misil fue un gracioso obsequio de los gobernantes chinos a sus amigos paquistaníes. No hay datos, en cambio, sobre la procedencia de la pintura roja de la punta, una pequeña obscenidad adicional a la que significa construir un artefacto para administrar la muerte a 9 millones de personas en Nueva Delhi (o 12 millones y medio, si el cilindro decide visitar Bombay) y destruir, de paso, el célebre Museo de Muñecas, el Jama Masjid, uno de los más hermosos recintos musulmanes de la ciudad, el Templo del Loto, consagrado en cambio al culto Bahai, o el Raj Ghat, donde fue incinerado Gandhi.
La India cuenta, por supuesto, con instrumentos de muerte de bajeza análoga, dispuestos a emprender un vuelo rápido y definitivo a Islamabad. También Israel dispone de tubos semejantes; por razones de costo/beneficio es poco probable que los aviente contra Tulkarem, Belén o Ramallah: a Sharon y sus aliados les resulta mucho más barato producir cadáveres de palestinos con armas convencionales, pero si un día de estos la tirantez entre Israel y los países árabes ya constituidos volviera a puntos de crisis, y si el genocida que gobierna en Tel Aviv lograra afianzar entre sus conciudadanos la idea de que los vecinos de Israel han vuelto a amenazar la existencia del Estado hebreo, habría que agregar Damasco, Bagdad y sabe Dios qué otras poblaciones, con sus parques, sus museos, sus iglesias y sus tiendas de helados, a la nómina de ciudades amenazadas por el holocausto atómico.
Mientras estas y otras cosas ocurren en sitios lejanos del planeta, separados de Washington por decenas de miles de kilómetros y por ocho o más horas de diferencia horaria, el Bush junior se revuelve en sus sábanas de Winnie the Pooh, acosado por las barbas con olor a cabra de Bin Laden, espantado por los bigotes de Saddam Hussein y atormentado por las arrugas de momia precoz de Muamar Kadafi. El humo de carne chamuscada que brotó durante días de los escombros de las Torres Gemelas sigue impregnando la mentalidad simple del mandatario. Quién sabe si los hipermalvados de Al Qaeda y los otros espantajos del eje del mal tuvieron alguna o mucha capacidad de destrucción y si aún conservan algo de ese poder satánico nunca demostrado. Pero mientras el Bush junior se orina de susto en su cama presidencial, sus aliados de Islamabad han puesto a punto el mecanismo para perpetrar el bombazo terrorista más cruento desde agosto de 1945, cuando Harry Truman acabó de un plumazo con cientos de miles de civiles inocentes en Hiroshima y Nagasaki.
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