Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Miércoles 22 de mayo de 2002
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Cultura

Javier Aranda Luna

Yo, el francés o la visión de los vencidos

No es frecuente que un novelista ensaye nuevas formas para contar sus historias. Menos aún que lo intente siquiera un historiador. Yo, el francés, de Jean Meyer, formalmente no es un libro de historia, aunque todos los datos que allí aparecen puedan consultarse en las fuentes que cita. Tampoco es una novela. Yo, el francés recupera, con datos históricos, el gusto de contar.

Como La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, el de Meyer es un libro armado con un coro de voces en el que varias historias individuales conducen al lector. Yo, el francés es similar a un rompecabezas armado con cartas, partes de guerra, documentos oficiales, declaraciones, diarios y notas de un grupo de soldados que envió el imperio francés para invadir a México.

En este libro los grandes nombres son telón de fondo; la historia una urdimbre de individualidades. Pareciera que la historia no existe y que sólo existen, como ha dicho Luis González y González -citado por Meyer- ''historias de..." Aquí todo es historia: el chismorreo, el recado mordaz, la queja, la confidencia, el testimonio, el inventario de bajas, los sueños por volver a casa de algunos soldados: los márgenes olvidados de la historia. En este libro la batalla de Puebla es la visión de los vencidos que tardaron siete meses en ir de Veracruz a Puebla y que sabían que el general Scott hizo unas cuantas semanas de Veracruz a la ciudad de México.

Por las voces de varios oficiales rescatadas del archivo histórico de Vincennes, del ejército francés, conocemos esa otra parte de la historia donde los soldados invasores sabían lo que significaba la locura de Maximiliano de no querer abdicar; de las bajas en el frente por el vómito prieto o la guerra (la retirada fue a pie porque los soldados se tuvieron que comer a sus caballos), y que en medio del intercambio de disparos los invasores gustaron del baile y las mujeres y conocieron el desprecio de los liberales franceses que vivían en México donde, por cierto, ni los conservadores los querían.

Así la historia grande atraviesa por la cocina, las biografías de hombres cuyos nombres sólo sobrevivieron en los archivos militares y que fueron soldados de carrera, aventureros, hijos de familia, esposos, padres, mercenarios, y que desde el sentido común y su estancia en el frente de guerra entendieron mejor que el gran Maximiliano de Habsburgo lo que significaba el hecho de que Napoleón III decidiera abandonarlo.

Yo, el francés también es un libro en el que se reflexiona sobre el quehacer histórico. Su autor quiso contarnos una historia ''en su pureza absoluta". Sin comentarios ni adornos; sin mayor explicación. Meyer nos advierte que en los expedientes que consultó ''todo es mentira y todo es verdad" y que la historia no es una ciencia. La historia no explica nada, según él, explicita; no es objetiva o su objetividad es similar a la de una fotografía artística que depende de la mirada de quien la tomó. Con Yo, el francés su autor intentó acercarse a la vida menuda de la intervención francesa, ser un mediador entre la vida de esos días y el probable lector.

Yo, el francés: montaje de documentos manuscritos, impresos, gráficos, cifras estadísticas, cuadros en los que cabe un texto en lengua indígena, la queja por una cocinera, el baile, el hartazgo, el insólito calor, el valor, el miedo. Historia hecha de historias, de historias para contar el cuento de esos días.

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