Ana
García Bergua
El caso es que no hace tanto recibí
el encargo sumamente honroso de redactar un prólogo a la nueva edición
de los cuentos de Efrén Hernández que pronto publicará
la UNAM. El caso es que, más agradecida que
Pedro Vargas, volé en mi troncomóvil a la Biblioteca Nacional,
pues me embargaba la ilusión de ver la primera edición de
Tachas,
que data de 1928, con el epílogo que entonces escribió Salvador
Novo nomás para calibrar, como dirían los políticos,
la trascendencia del encargo, epílogo que a la fecha no he podido
leer más que citado, no porque la edición tan preciada estuviera
ausente del fichero electrónico, no, ni porque en éste apareciese
como prestada, ojalá. No, simplemente porque no estaba. Y así
lo dicen los empleados de la biblioteca: el libro que usted busca sí
está en el catálogo, sí lo tiene la unam, pero no
está. Quizá fue a comprar unos chocorroles aquí a
la esquina, piensa uno. ¿Y a qué hora vuelve?, dan ganas
de preguntar; quizá va a regresar después de comer. Pero
uno se compadece de los empleados tan sencillos, que sólo fueron
al anaquel, vieron que el licenciado libro no estaba y regresaron. Luego
pensé, ¿por qué no me enojo? Será que soy mexicana,
esa es una buena respuesta. Pero también que ya me ha pasado varias
veces en la Nacional: ir, preguntar por un libro del catálogo, y
que el señor haya salido sin dejar dicho a dónde va. Ah,
pues qué paseador. Yo sabía que muchos investigadores a veces
piden que les manden los libros y luego los regresan, en cuyo caso en el
catálogo electrónico aparecen como prestados, lo cual pasa
en todas las bibliotecas, o bien que están ya muy viejitos y los
están restaurando, dato del que también suelen avisar los
encargados con expresión de compungidos enfermeros. Pero eso de
que nomás no estén es un misterio. ¿O será,
como es ya vox populi, que los están vendiendo a pocas cuadras
de la propia unam, en lindos tapetes de fieltro rojo, sobre la calle misma,
junto al consabido arreglo de aretes, chaquira y juguetes made in Hong
Kong? Qué bonito, pienso, qué ingeniosa privatización
de un bien nacional, la de pulverizarlo casa por casa, mano por mano de
coleccionista o de simple lector privado que tendrá en su biblioteca,
como trofeo, a un animalito de la Biblioteca Nacional. Total, le susurrará
en las noches en su lomito, para que nadie te lea ni te comprenda como
yo en ese zoológico borgeano, mejor quédate conmigo. Y nadie
lo leerá más que su amoroso poseedor. Como el que debe tener
el ejemplar de la edición de 1928 del inmortal cuento de Efrén
Hernández, cuyo fantasma vive en el catálogo. Yo espero que
lo cuide mucho y lo trate bien; que no deje que se empolve, que prevenga
que no le salgan hongos, que tenga una copia en microfilm para manosear
a gusto, en fin, esas cosas que tan bien hacen las bibliotecas cuando resguardan
y aprecian un bien nacional que por lo visto hay para quien no significa
nada, y extrae los libros y los manda a trabajar en la calle a venderse
como chicles. Es como si alguien fuera robando los ladrillitos de una catedral
y los llevara a vender al mercado y con el producto se comprara
¿chocorroles?
Bueno, algo así. Hasta que se cae la catedral, o la pirámide,
o nuestra casa, como dicen los políticos, tan dados a decir cualquier
cosa. ¿Qué si me enoja, qué si me subleva un cinismo
tal, que a lo mejor se me nota en este artículo? No, ¿cómo
creen?, yo soy mexicana y nunca, nunca, me enojo.
NAIEF
YEHYA
MANUFACTURA
DEL HOMBRENUEVO
TERAPIA
DE CHOQUE
Michelle
Solano
CUERPO
Y ALMA
Dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que, gracias a la tecnología, en un futuro aboliremos el sufrimiento del ser humano, La mala: no existe vida después de la muerte, para fortuna de los necrófilos. Cuerpo y alma (Body and soul), del dramaturgo canadiense John Mighton (Ontario, 1957), se estrenó recientemente en la Sala Xavier Villaurrutia, bajo la dirección de Enrique Singer y con las actuaciones de Claudia Lobo (quien además hizo una brillante traducción), Carmen Madrid, Virginia Rambal, Roberto Soto y Jorge Zárate. Tomando como punto de partida la última década del siglo pasado, en la dramaturgia contemporánea existe un instinto (que primero se mostró sutil, luego ya desaforado) que lleva al dramaturgo a mostrar, desentrañar y analizar las relaciones humanas y el modo en que éstas se transforman, por ejemplo, frente a la aparición de la tecnología y de la oportunidad cada vez más real que tenemos los seres humanos de proveernos casi de cualquier cosa sin la necesidad de establecer contacto físico, visual o verbal con una o más personas. Otra línea dentro de esta temática se deriva del cuestionamiento de la tolerancia hacia la diversidad, a la diferencia, la revaloración de los criterios que establecen lo que es normal o anormal; la necesidad de que alguien o algo nos dé la razón, de que los sucesos que acontecen en nuestra vida confirmen las creencias que nos empeñamos en defender y justificar, y en la terrible sensación de soledad que padecemos cuando enfrentamos la diferencia, incluso con aquellos que amamos o nos aman. La ausencia, que no es igual a lejanía, y la proximidad de un cuerpo que no necesariamente significa calor. En Cuerpo y alma, la búsqueda no se da por el camino o el lado moridor; la puesta juega también con el sentido del humor, deshilvana poco a poco el conflicto a través de la risa que provoca el patetismo de reconocerse en una escena, en un personaje, de descubrir e identificar diálogos conocidos, ya sean propios, o de uno o más amigos. La puesta en escena discurre de modo ágil y fluido, sin tropezones; los actores han sido llevados por el director hacia el terreno en que no requieren de la memoria y del texto para darle credibilidad a sus interpretaciones. Claudia Lobo encarna a una mujer necrófila, pero normal; ama dice ella así porque de ese modo no daña a nadie ni resulta dañada. Carmen Madrid interpreta a una mujer que tiene que enfrentar que a veces uno no puede ser feliz con lo que tiene, con lo que es. Virginia Rambal y Jorge Zárate hacen más de un personaje, todos ellos dislocados, proyecciones ad hoc de un mundo creado por el dramaturgo para servir de reflejo cruel y mordaz y que ha sido bien comprendido por Singer. Roberto Soto (que ya no Kurt Cobain) demuestra que es capaz de superarse a sí mismo y en Cuerpo y alma logra momentos de mucha sustancia: emotivos, graciosos, con chispa y ligereza a la vez. La escenografía estuvo a cargo de Martín Acosta, y aprovecho la ocasión para hablar sobre el trabajo que Martín ha desempeñado como escenógrafo a lo largo de su trayectoria. Podríamos decir que Martín es de los pocos directores-escenógrafos del teatro mexicano. Más común es un dramaturgo-director o un actor-director o actor-coreógrafo o actor-vestuarista, etcétera. Pero Martín se ha interesado por la escenografía de sus puestas en escena y no es sorpresa que las realice él u otro resulten propuestas escenográficas interesantes, dignas siempre de mención y, más aún, de reflexión sobre el espacio escénico. Aquí, de manera especial, dota a la puesta de una capacidad de transformación sin hacer uso de los tan manidos recursos de subir, bajar, virar, abrir o cerrar. La escenografía se transforma de modo sutil y funcional debido a la disposición del espacio y de la iluminación de Víctor Zapatero (también iluminador de Como te guste). Cuerpo y alma es una buena reflexión sobre las relaciones humanas, pero sin azotes, con una que otra carcajada que deja un sabor de boca como a paleta de felicidad con centro amargo. TERCERA
LLAMADA
Por
fin llegó a mis manos (después de una búsqueda exhaustiva)
el segundo ejemplar de la revista Paso de Gato. Merece más
de una lectura. El número da a conocer la obra de Alejandro Román,
un joven dramaturgo mexicano que, tras sorprender a los teatreros europeos
y llamar la atención fuera del país, ahora sí "merece"
que aquí se hable de él. Si tiene oportunidad o corre con
la suerte de encontrar la revista, vale la pena. Un punto en contra: la
distribución no es muy buena y cuando usted logre hallarla, muchas
de las obras que ahí se tratan ya habrán salido de cartelera.
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Javier
Sicilia
A inicios del siglo XXI, en 2001, la poesía mexicana celebró el centenario del nacimiento de José Gorostiza con una larga reflexión sobre su misterioso y magnífico poema, "Muerte sin fin". Los más jóvenes de los poetas, es decir, los que nacieron en las décadas de los sesenta y setenta, hicieron también lo suyo con un libro de poemas que, coordinado por Claudia Posadas, prologado por Julio Ortega e ilustrado por Beatriz Zurita, apenas comienza a circular. El libro, que lleva por título dos versos de "Muerte sin fin": En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma (Gobierno del Distrito Federal y Conaculta), sorprende no sólo por la buena factura poética de estas generaciones, sino por el juego de espejos que los poetas logran al confrontar su experiencia poética con la del poema de Gorostiza. No se trata, y eso es lo maravilloso, de lo que la tradición inmediata llama una glosa, un pastiche o una imitación, sino, como bien lo señala Julio Ortega, de lo que la poesía inglesa definiría como After Gorostiza; es decir, un conjunto de poemas que nacieron después de la lectura de "Muerte sin fin", un conjunto de meditaciones poéticas frente a las infinitas capas de sentido que habitan en el poema de Gorostiza y, en consecuencia, un trabajo de creación que a partir de la belleza del poema genera más belleza o, para decirlo mejor, que a partir del misterio de la Belleza que revela "Muerte sin fin" permite nuevas revelaciones de ese transcendental, que es uno de los nombres de Dios. Aunque esta forma de la poesía fue inaugurada en el siglo XX por T. S. Eliot quien construyó su universo poético no sólo después de largas lecturas sobre los poetas que amó, sino también de sus meditaciones sobre las Sagradas Escrituras y sobre algunos de los grandes libros de las tradiciones de larga permanencia histórica, sus orígenes se remontan a esa forma de leer, de meditar y de orar que se llamó lectio divina, que todavía los monjes cristianos practican en los monasterios, que señoreó toda la Edad Media hasta el siglo xiii, y que desde hace unos años me ha obsesionado. La lectio, que fue desplazada por el libro, es decir, por ese conjunto de páginas empastadas y perfectamente ordenadas que permitieron el nacimiento de la lectura silenciosa, de la crítica y de la reflexión nuevas formas de percibir que dieron paso a la Universidad, a la crítica racionalista del siglo xvii y (hasta el nacimiento de la pagina web, que ha empezado a trastornar la forma de percepción que nos trajo el libro) a los racionalismos modernos, consistía en extraer de las voces paginorum que "cantaba" el lector en la capilla o en el scriptorium algo de los profundos e infinitos sentidos de la Escritura. Era, dice Iván Illich, como caminar por "el viñedo de un texto" tomando y saboreando los frutos de las palabras; no era sólo una forma de escuchar, sino también de masticar y degustar. "La progresión dentro del libro era entendida (entonces) como un paseo, una peregrinación y, en una época tardía, como una aventura a través de las páginas, mientras se probaban y se digerían las frutas recogidas. Se le recomendaba al lector rumiar de noche el manjar ingerido en el libro durante el día." Leer era, así, una actividad psicofísica; era pasear y descansar; tomar y masticar; saborear y rumiar; contemplar y meditar. La recomendación de un monje a sus discípulos puede dar cuenta de la dimensión que esta forma de leer significaba: "Cuando sientan náuseas por los mordiscos que han tragado sin entender deben regurgitarlos de nuevo del estómago a la boca para quitarles la corteza." Aunque con toda seguridad los poetas no conocían al escribir los poemas que formarían parte de En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma, esta manera de la oración y de la meditación que desarrolló la tradición cristiana, la aplicaron en su trabajo tan maravillosos, aunque los desconozcamos, son los frutos de la tradición en el corazón de los hombres. ¿Cuántas veces, antes de crear los poemas que acompañarían el libro, leyeron y volvieron a leer "Muerte sin fin"? ¿Cuántas de esas veces lo leyeron en voz alta o lo escucharon leer? ¿Cuántas veces pasearon por ese viñedo, que muchos han comparado con una catedral barroca, tomando algunos de sus frutos, degustándolos, rumiándolos, regurgitándolos hasta descortezarlos y extraer algo de su maravillosa sustancia? Muchas, al grado que lo que nos han dejado sobre "Muerte sin fin" en su homenaje constituye en sí mismo un nuevo viñedo en donde el lector vuelve a pasearse para tomar y degustar nuevos frutos. No quisiera, por falta de espacio, participar al lector de los frutos que he tomado de los cuarenta poemas que forman En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma. Son muchos y cada lector tendrá que elegir los suyos. Lo que me resta por decir es que si en la Edad Media lo que se escribía era sólo la lenta "ruminación" de lo que se había tomado de las obras sagradas, lectio divina: el desciframiento de los dos grandes libros escritos por Dios: la Escritura y la Naturaleza; lo que han hecho los poetas de En el rigor del vaso que la aclara el agua toma forma es una lectio poética: el desciframiento de lo real a partir de un gran poema que si no fue escrito por Dios fue, como sucede con toda gran obra de arte, inspirado por su Espíritu. Con ello, los poetas de las generaciones de los sesenta y de los setenta nos han recordado que la lectura y la creación poéticas no son trabajos de la reflexión, sino de la escucha atenta y de la "ruminación", es decir, del oído y de la boca, y que, en consecuencia, la oración no es distinta a la lectura de la poesía, ese lugar en donde la Belleza, uno de los nombres de Dios, se revela en el esplendor de la forma. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos y evitar que Costco se construya en el Casino de la Selva y el aeropuerto en Atenco. Luis
Tovar
No es erróneo pensar que este fenómeno de taquilla le debe mucho a la ya mencionada campaña promocional. Al mismo tiempo, el esfuerzo publicitario se benefició de mojigaterías como la que hace aparecer y desaparecer las nalgas de Patricia Llaca, de acuerdo con el sitio donde se encuentre el cartel de la película. Al parecer, las buenas conciencias no acaban de comprender que sus ansias adecentadoras suelen acabar en autogoles. Empero, falla el tiro quien piense que La habitación azul está logrando la permanencia sólo gracias al ruido que se le ha hecho. Tampoco es cierto que el público acuda en buen número a verla solamente por la promesa de presenciar un reiterado ayuntamiento de senos, pubis, penes, nalgas... Si a todo lo anterior se agrega la postura ambivalente, por no decir hipócrita, con la que en nuestro país suele abordarse todo aquello que tenga que ver con sexo, es más fácil comprender el éxito de una película menos buena y menos mala de lo que indican las opiniones vertidas hasta la fecha. LOS
CULPABLES
Se cumple así otro dictum policiaco: la femme aparentemente obvia es una pista falsa, por más que el desarrollo de la trama invite a pensar lo contrario. En este caso, basta poner un poco de atención cuando aparece la primera lata de raticida o la primera mirada furibunda de la suegra resentida, para saber que Toño es inocente de la muerte de su esposa. Algo más complicado es determinar la culpabilidad de Andrea, gracias a un trabajo de edición hábil o tramposo, según se vea, pues la secuencia decisiva es convenientemente cortada para crear suspenso y posponer la solución del enigma hasta el final de la cinta, donde Andrea misma confiesa su culpa en una escena que se antoja innecesaria si lo que se buscaba era una vuelta de tuerca. LOS
DESNUDOS ENCUBRIDORES
Algún colega cinéfilo encontró
fallida la presencia de un sabueso perspicaz en un pueblito mexicano,
con todo y el racismo que implica pensar que un personaje así sólo
es posible en la campiña francesa o lugares igual de finos. Si tuviera
razón, menos creíble sería una asesina tan elusiva
como la Dora de esta película, y en esa línea terminaríamos
dando por verosímiles puras historias de rancheros o de inditos.
Marco
Antonio Campos
A
CUATRO MANOS
A diferencia de otros hijos de escritores de fama, que cuando escriben, buscan por todos los medios a su alcance no seguir estilo y temas de su padre, Oliverio Manetti fue un genial imitador del suyo, el excepcional dramaturgo e imaginativo novelista mexicano Esteban Manetti, traducido a treinta y cinco idiomas y leído numerosamente a través del mundo. Sólo tiempo después de la muerte del padre, se supo que artículos, cuentos y comedias de los últimos años, fueron escritos a cuatro manos, y la leyenda inmediata quiere creer que un buen número sólo salió de la pluma hábil del hijo. Antes de colaborar con su padre (era su modo de ganar dinero) Oliverio estudió dos semestres de química en la Universidad Autónoma del País, luego se entregó cuatro años a la fotografía y pasó más tarde a un puesto casi oscuro en un instituto cultural de la provincia. De los veinte a los treinta años fue alcohólico y una o dos veces al mes su compañero de borrachera solía ser su propio padre. Al cumplir treinta años, sin embargo, sobresaltaron a Oliverio las luces de alarma, comprendió que estaba a un paso de caer a un pozo sin fondo, hizo un enorme esfuerzo para no acabar de destruir lo poco que de él quedaba, y con base en un gran sacrificio logró dejar de beber. Pero para entonces ya había hecho trizas dos matrimonios. Tuve la oportunidad de conocer a las dos mujeres y me quedó la impresión desde el comienzo de que pese a que Oliverio era de corazón noble y bien parecido (tenía el tipo mediterráneo los abuelos venían de la Lombardía heredado de la familia paterna), el campo magnético de la atracción empezó por el apellido de su padre; las mujeres creían tener, a través de Oliverio, un poco del reflejo de la gloria espléndida de su eminente suegro sin alcanzar a medir las sombras. Pero para Oliverio el apellido representaba una imagen en claroscuro: por un lado, le abría de modo natural numerosas puertas, por el otro, le cerraba, de una manera brutal, las que él quería abrir, o mejor, las que élhubiera querido abrir por cuenta propia. No de pronto, sino muy pronto, las mujeres se daban cuenta de que el apellido era como una losa sobre los hombros de Oliverio, que día a día iba disminuyéndole su carácter, y que en vez de marido tenían un ser frágil y casi dependiente a quien debía cuidarse como a un niño. Desde muchacho a Oliverio le gustaba como ejercicio imitar los escritos del padre; varias veces se los mostró y Esteban Manetti reía a carcajadas por lo bien hechos que estaban. A los treinta y tres años Oliverio perdió su empleo en una de las infinitas áreas del ministerio de Agricultura. El padre, agobiado de compromisos, tuvo la ocurrencia de que ensayaran escribir juntos para ayudarlo económicamente. Es imposible saber ahora en cuántos escritos colaboraron juntos, o en cuántos sólo escribió Oliverio, pero a mi parecer muchos menos de los que la leyenda dice. Basados en confidencias de familiares, sabemos ahora que los días cuando padre e hijo escribían a cuatro manos, solían retirarse ya tarde a descansar, pero mientras Esteban Manetti dormía con placidez, Oliverio lloraba y sollozaba antes de quedar dormido. Esto pasó por cosa de cuatro años hasta la muerte del padre. Pero los amigos creemos que el camino puede ser corregido, y que con la parte económica asegurada, y gracias a la herencia y a los derechos de autor, Oliverio, a sus treinta y nueve años, podrá empezar una nueva vida que en algo o mínimamente pueda ser la de él mismo. La decisión depende ahora sólo de dos manos. |