Pedro Miguel
Danielle Shefi
Ariel Sharon logró su propósito de matar
a buena cantidad de palestinos. Algunas de las ocupaciones documentadas
de los muertos eran: terroristas, panaderos, inválidos desempleados,
amas de casa, niños, enfermeras y deficientes mentales. También
consiguió evitar que la ONU constate los crímenes de lesa
humanidad cometidos por sus fuerzas armadas en Jenin, Ramallah y otras
localidades.
Yasser Arafat consiguió su objetivo de salir de
su cuartel general destruido y de volver a su vida ajetreada y emocionante
en las reuniones internacionales, a sus funciones de jefe de Estado ?aunque
el Estado en cuestión haya quedado reducido apenas a algo más
que unas ruinas humeantes y una horda de sobrevivientes misérrimos,
dolientes y humillados? y a sus sesiones de fotos tomado de la mano de
cuanto presidente se cruce en su camino.
Dos criminales palestinos, vestidos con uniformes del
ejército israelí, y disfrazados ante sí mismos de
mártires patrióticos, consumaron su designio de asesinar
a la mayor cantidad posible de civiles judíos -hombres, mujeres
y niños- y lograron, además, la recompensa insólita
y excepcional de escapar con vida del lugar del crimen.
Danielle Shefi, en cambio, no pudo cumplir con los objetivos
que suelen ser comunes a todas las niñas de seis años: crecer,
ganar masa corporal, alcanzar la pubertad y la adolescencia, llegar a la
vida adulta y pasar por amores, estudios, hijos y mascotas, tener algo
de dinero, tal vez un piano, seguramente una computadora.
Danielle Shefi era israelí, tenía seis años,
vivía en el asentamiento judío de Adora, cerca de Hebrón,
implantado a sangre y fuego en tierras árabes, y la muerte le llegó
junto con otros tres colonos del enclave, cuando dos criminales palestinos
decidieron hacer, con unos civiles aterrorizados, lo que las tropas de
Sharon han venido haciendo en Ramallah, en Belén, en Tulkarem, en
Nablus, en Jenin: asesinar gente casi siempre inerme y casi siempre inocente.
Así murió Salwa Hassan, hace tres semanas en Rafah, y así
han muerto docenas de niños israelíes y palestinos, en una
guerra particularmente estúpida, que se alimenta a sí misma
y que no va a detenerse por más que Sharon logre sus propósitos
homicidas del momento, Arafat consiga su ansiado pasaporte de vuelta a
los cocteles y dos criminales de filiación política y religiosa
incierta, pero seguramente palestinos, se sientan invadidos por el gozo
enorme y pueril de haber dado muerte a cuatro de sus opresores, uno de
los cuales resultó ser una niña de seis años.
Con esos cuatro homicidios de Adora, los terroristas pueden
estar seguros de haber dado a Sharon razón política suficiente
para destruir más viviendas palestinas con todo y sus habitantes
adentro. Con el arrasamiento de Jenin y las atrocidades cometidas en otros
puntos de Cisjordania, el gobernante israelí puede contar con que
ahora mismo, entre los escombros de las casas destruidas, entre almohadas
destripadas, pedazos de muebles domésticos y manchas de sangre seca,
una nueva generación de terroristas se prepara para realizar nuevos
y abundantes atentados contra civiles israelíes.
Daría casi cualquier cosa por persuadir a mis amigos
israelíes y judíos de que Ariel Sharon no es su Winston Churchill,
sino su Slobodan Milosevic, y que el hombre está causándo
a Israel y a los judíos un daño incalculable. Naomi Klein
acaba de señalar, con lucidez dolorosa, que "...cuando el antisemitismo
crece, al menos en parte como resultado de sus acciones, es el propio Sharon
el que de nuevo recolecta los dividendos políticos".
Por ahora me conformo con escribir dos nombres propios,
uno al lado del otro, con la esperanza absurda de encontrar, en medio de
la injusticia y la barbarie, un mínimo vínculo de hermandad,
aunque sea el de la muerte: Danielle y Salwa. Salwa y Danielle.