Luis Hernández Navarro
Chiapas, la paz lejana
Ya hace un año que el EZLN guarda silencio. Desde
entonces, en lugar de comunicados se escucha la voz de los municipios autónomos
y el sonido de los conflictos locales. Se vive una situación que
asemeja una olla llena de agua en la que centenares de burbujas explotan
anunciando que el líquido está a punto de hervir. Las decenas
de enfrentamientos que han brotado en Chiapas durante las últimas
semanas advierten la tempestad que se avecina.
En Montes Azules el gobierno federal pretende expulsar
de sus poblaciones a 35 comunidades. En el ejido Morelia los paramilitares
priístas amenazan con destruir el Aguascalientes IV. Alrededor
de Jolnixtié el ejército refuerza posiciones e intensifica
patrullajes. En Roberto Barrios, el presidente municipal de Palenque, seguidor
de Roberto Madrazo, apoya decididamente el hostigamiento del grupo Paz
y Justicia en contra de las comunidades en resistencia. En Taniperla y
Palestina los paramilitares continúan las provocaciones en contra
de las bases de apoyo zapatistas. Mientras que en Javier López,
Patria Nueva y Sibacá se han intensificado los enfrentamientos entre
comunidades en rebeldía e integrantes de la Organización
Regional de Cafeticultores de Ocosingo (Orcao), de filiación perredista.
La naturaleza de estos conflictos es aparentemente distinta
en cada caso, pero en los hechos comparten una misma matriz: de un lado,
aunque en Chiapas haya cambiado el gobierno, el poder sigue en las manos
de quienes siempre lo han detentado; del otro, ese mismo poder no ha podido
derrotar la rebelión y, por el contrario, sigue extendiéndose
y consolidándose. Los enfrentamientos provienen de la disputa dentro
de un mismo territorio entre las fuerzas de la rebelión y los agentes
de la contrainsurgencia.
A pesar de las nuevas administraciones a nivel federal
y estatal, del reparto agrario puesto en marcha desde 1994 y del apoyo
gubernamental a actores sociales emergentes, la red de relaciones de poder
existente hoy en día en varias zonas de Chiapas es muy parecida
a la que había antes del levantamiento armado.
Los hombres fuertes en las regiones fuera de la zona de
influencia zapatista (como los Orantes, en Jaltenango, o Germán
Jiménez, en la Frailesca) conservan su influencia casi intocada.
El ejército mantiene el control territorial de amplias zonas, sólo
formalmente gobernadas por autoridades civiles. Los paramilitares conservan
su impunidad y siguen actuando, y los programas de desarrollo social continúan
respondiendo a una lógica de contrainsurgencia en tanto buscan romper
la resistencia civil de las comunidades bajo el argumento de que el gobierno
no puede renunciar a su responsabilidad de llevar el progreso a todos los
rincones del país.
Aunque el PRI no tiene el control del gobierno del estado,
los viejos grupos de interés que se cobijaban bajo el manto de sus
siglas mantienen muy importantes posiciones de poder y son un factor recurrente
de violencia. El equipo de Patrocinio González Garrido posee una
presencia relevante en la nueva administración estatal, mientras
la influencia del madracismo ha crecido más allá de sus tradicionales
bastiones en el norte de la entidad.
En lugar de convertirse en promotores de relaciones sociales
menos bárbaras, los nuevos agentes económicos, que llegaron
a la entidad con la oferta de modernizarla, ligados a la biotecnología,
la explotación forestal y la "conservación" ambiental, han
emprendido una ofensiva para despojar a las comunidades de su territorio
y sus conocimientos.
Algunas fuerzas campesinas inscritas en la órbita
del perredismo (especialmente la Orcao), favorecidas por el triunfo electoral
de Pablo Salazar, abandonaron sus antiguos compromisos de resistencia y
buscan quedarse y parcelar las tierras ganadas por los zapatistas a los
finqueros después de 1994. Utilizan recursos públicos -uno
de sus dirigentes es el responsable del INI en la región- para tratar
de ganar nuevas clientelas en comunidades de influencia rebelde ofreciendo
gestionar programas asistenciales, así como la entrega de recursos
económicos.
Pareciera ser que una de las pocas variables que desde
el poder en Chiapas se ha modificado en el último año es
que el gobernador en turno no encabeza la ofensiva en contra del EZLN como
hicieron sus antecesores, sino que mantiene una actitud de prudente respeto.
Ello no significa que este comportamiento sea compartido por sus aliados
(que se han lanzado de lleno a la aventura de disputar el control territorial),
ni que, a pesar de sus declaraciones, sus proyectos de desarrollo en la
zona de conflicto o su apoyo al Plan Puebla-Panamá dejen de ser
vistos como un intento de quebrar la resistencia civil de las comunidades
en rebeldía.
Es por ello que los anuncios de reconciliación
en voz del obispo Felipe Arizmendi y de Pablo Salazar tienen muy pocas
probabilidades de prosperar. Mientras no se resuelvan las causas que originaron
el levantamiento armado, los conflictos comunitarios que lo expresan no
tendrán solución de fondo. Por el contrario, lo que sigue
a partir de ahora es su proliferación.