La palabra anulando lo efímero
En el siglo XV, en
un año Diez-Caña (Matlactli-Acatl), es decir en el
año 1463 según nuestro peculiar modo de contar el tiempo
que fluye, un gran señor del México antiguo, quien se sentía
invadido por la melancolía, inventó a un dios, a Dios, más
allá de los dioses de su tierra. O, mejor dicho quizá, se
encontró frente a la idea de Dios a quien imaginó también
como Aquel que se inventa a Sí Mismo: Moyocoyatzin, "El Inventor
de Sí Mismo". Así es como Nezahualcóyotl, el soberano
tlatoani
filósofo que reinaba sobre la ciudad de Texcoco, en el mero corazón
de las antiquísimas tierras del centro de México, para apaciguar
el dolor y para ir más allá de aquella angustia primordial
que destilaba el secreto dibujo de las entrañas del mundo, forjó
al Dios de la suprema proximidad. Un Dios de lo que está muy cera,
pero también un Dios del Universo que rodea el Anillo del Agua:
Tloque
Nahuaque: "Dueño de la proximidad, Dueño del Cerca, y
de lo que está en el Anillo." La poesía, y tan sólo
la poesía, había llevado de la mano al Señor de Texcoco
hasta las luces, hasta los destellos de este encuentro, y le había
procurado la herramienta que abría de par en par las puertas de
la casa de papel, de la "casa de plumas", en donde la poesía era
custodiada por las divinidades mismas, como si fuera el reflejo de un universo
carnal embrujador que había dejado ya de ser un sueño. La
poesía, que por medio de aquella reflexión que aplaca y sosiega
al encarar el poder de las palabras y la densidad del discurso regocijado,
revelaba y descubría los orígenes del mundo y el principio
mismo de poder decirlo. Sólo esto, el Cuicapeuhcayotl, "el
origen y la raíz del canto", conllevaba gracias a su proceder radiante
las mínimas certezas. Estos acercamientos primarios que permitían
una reconciliación iniciadora con aquel mundo de sombras que había
parecido primero ser el destino de los hombres. Carta de René Char a Georges Baudot 17 de enero de 1984
Querido Señor,
Mucho le agradezco su intención, la de darme a conocer estos admirables poemas. Paso largo tiempo con ellos y, aunque mi salud me haya enojado mucho en este principio de año, he podido, al rayar el día, entablar una amistad total con este rey que uno siente, poéticamente, como si fuera uno de los suyos, absolutamente. Gracias varias veces: a) por su traducción que se desliza áspera y profunda como debe serlo un texto excepcional sobre el cual se ha de volver para enriquecerse cada vez más: b) por su arte de llevar hasta nosotros una pulsación y un saber a la vez, por fin, quizá una probidad (la suya) que permite no disfrazar un canto en enigma raro o en noble arrastrar de la palabra. ¡Qué bueno es sentirse de pronto feliz, cambiado por su deuda nueva! ¡Y aquel fuego que sube cuando baja el rocío! El rocío verde del verbo lejano sobre una hierba sin rutina. A usted, querido señor, de todo corazón, René Char
Dándole aún las gracias.
Le ruego trasmita mi fidelidad a Jean Andreu, amigo sin par. Agradecemos
a la revista del Instituto Mexiquense de Cultura, Castálida,
la autorización que nos dio para publicar estos textos.
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