Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Domingo 28 de abril de 2002
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Capital

Angeles González Gamio

Recintos con rica historia

La calle Donceles, en el Centro Histórico, es una de las pocas que conservan su nombre desde el siglo XVI, aunque en ciertos periodos lo perdió, pero finalmente se impuso la tradición, como sucede en muchos aspectos de la vida de la ciudad. Se dice que se debe a que en esa vía vivían varias familias opulentas a cuyos hijos se les llamaba donceles; ahora serían llamados juniors o pirrurris.

La vía conserva algunas construcciones espléndidas y otras que, aunque con timidez, aún delatan su antigua grandeza, como el que fuera Real Hospital del Divino Salvador, que albergó una de las instituciones hospitalarias más importantes del virreinato: el hospital para mujeres dementes. Desde el siglo XVI funcionaba el hospital de San Hipólito, que daba atención a los que habían perdido la razón, pero pronto rebasó su capacidad, por lo que el caritativo carpintero José Sáyago y su mujer se dedicaron a recoger a las pobres dementes que deambulaban por las calles y las llevaban a su casa para cuidarlas.

Al enterarse el virrey arzobispo Francisco Aguilar y Seixas, les ayudó para comprar una casa más amplia y establecer un pequeño hospital, frente al colegio de San Gregorio. Al morir el noble benefactor, el nosocomio pasó a la Congregación del Divino Salvador y se adquirió el predio en donde se ubica el actual edificio. Tras la Independencia el hospital fue administrado por las hermanas de La Caridad, quienes lo abandonaron debido a la aplicación de las Leyes de Reforma; las enfermas fueron trasladadas al recién inaugurado manicomio de La Castañeda. El otrora bello inmueble fue severamente intervenido en 1930; de la portada sólo se conservaron las basas y la hornacina y en el interior apenas se vislumbra su pasada grandeza.

Una de las mejores construcciones de Donceles es el palacio de los condes de Heras y Soto, cuya fachada principal da a la calle de Chile. De avinado tezontle, en la portada y en la esquina conserva de las mejores tallas en cantera de América. Por su importancia merece una crónica especial, pero es indispensable detenernos a admirar en la esquina la soberbia escultura de un niño parado en la cabeza de un león, sosteniendo en su cabecita un platón de frutas, exquisitamente labradas en la piedra plateada.

Una cuadra adelante se encuentra la sede de la Asamblea de Representantes. El edificio original fue construido en el siglo XIX para funcionar como Teatro Iturbide y se adaptó como recinto legislativo. En 1909 fue prácticamente destruido por un incendio y debido a la lentitud de los trabajos del que habría de ser el magno palacio legislativo (el domo es el actual Monumento a la Revolución) se convocó a un concurso para reconstruirlo, con el compromiso de concluir la obra en un año, para que se pudiera inaugurar dentro de las fiestas del Centenario; el pago consistía en 30 mil pesos oro, con la condición de que si no se concluia en ese lapso, no se pagaba el trabajo.

El concurso -y el oro- lo ganó el joven arquitecto Mauricio M. Campos, quien levantó una estructura de fierro y acero de Monterrey y la cubrió de cantera dorada. El único elemento extranjero fue el remate escultórico del frontispicio, que se realizó en Europa. Esto marcó gran diferencia con el resto de las grandes obras arquitectónicas del porfiriato, que las llevaron a cabo arquitectos extranjeros y con materiales de otros países, como el mármol de Carrara, Italia, con el que se cubrió el palacio de Bellas Artes.

Desde esa fecha hasta 1982 ahí funcionó la Cámara de Diputados, que a partir de entonces se cambió al inmenso recinto de San Lázaro. Al crearse la actual Asamblea Legislativa de la ciudad de México, que opera como congreso local, ocupó el elegante edificio, cuya fachada principal está dispuesta en diagonal. Las seis columnas jónicas que la adornan, pareadas las de los extremos y el frontón triangular que descansa sobre un friso, adornado con figuras con túnicas, evocan la arquitectura clásica.

En el interior un amplio vestíbulo permite el acceso al sobrio salón de sesiones, cuyo lujo son las curules, labradas en fina madera, con el águila del escudo nacional, el enorme lábaro patrio que preside el salón y los nombres de nuestros héroes y heroínas en letras de oro. Hoy, aquí, para bien y para mal se escribe gran parte de la historia de nuestra ciudad.

Y como ya es hora de comer, caminemos unos pasos al restaurante de Bolívar 12 para degustar sabrosa comida de mar en su fresco patio, muy apetecible en estos días de canícula. Por cierto ahí preparan las nieves de frutas, justo el postre que se nos antoja.

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