Venezuela más allá de los golpes
Rolando Cordera Campos
No le fue bien al gobierno estadunidense en el caso venezolano. Tanto en The Washington Post como en The New York Times, analistas del prestigio de Paul Krugman o Arturo Valenzuela hablan incluso de "traición" a los principios democráticos por parte del presidente Bush y sus operadores, y las explicaciones que algunos de ellos han hecho de su papel y posición ante el golpe de Caracas no hace sino ahondar su desprestigio.
En esta perspectiva, el desempeño de los gobernantes latinoamericanos resalta por congruente, no sólo con sus repetidos dichos de fe democrática, sino con la carta del mismo nombre firmada por casi todos ellos hace unos meses. A regañadientes, si se quiere, como lo sugieren los periódicos estadunidenses, o aprovechando la rendija para explorar nuevas vías de relación con un Bush demasiado casado con su guerra contra el "eje del mal", los jefes de Estado de la región formaron filas por el respeto a las Constituciones y por la exigencia abierta de que los abusos y deficiencias de las democracias sólo puedan ser superados a través de la democracia misma. Sin concesiones.
Lo malo, sin eje a la vista, es que lo que está en el fondo de la crisis llanera no es tanto, ni sólo, las intemperancias de Chávez o la ineptitud manifiesta de los golpistas. Tampoco se va muy lejos si se redescubre que, por ejemplo, Otto Reich, subsecretario de Estado para América Latina, simplemente no traga al ex golpista por sus veleidades fidelistas, o que Condoleezza ve lo ocurrido como una señal que el coronel-presidente debería entender, y pronto. Todo eso, con lo grave que pudo ser, va rumbo al anecdotario lamentable de esta temporada de estreno de un curioso imperio que vive su fin, a la vez que su principio. Pero es esto último, que puede sonar a paradoja cruel, lo que subyace al drama de Venezuela, que por eso es también latinoamericano... y mexicano.
En Argentina, el gobierno del presidente Bush dio por terminada una estrategia global de rescate financiero. Atrás quedó México con su salvamento portentoso operado a pecho abierto por Clinton, y atrás quedaron también los intentos, más bien frustrados o desastrosos, del FMI y el Tesoro estadunidense para lidiar con la hecatombe asiática. Pero no para bien y, para los argentinos en lo inmediato, para muy mal.
La alineación exigida por Bush después del 11/09/01 no tiene por lo pronto una contrapartida real en un multilateralismo de fondo, que busque combinar la alianza para la guerra con el esfuerzo internacional por el desarrollo como la base para una paz efectiva. Eso fue, en todo caso, cosa de otro imperio, pero no de éste que es, sin más, el del bien.
Para América Latina esta postura cierra y no abre las oportunidades para mejores tratos en materia financiera y comercial foráneas. Y, en esa medida, conspira contra unas democracias ineficaces, social y políticamente poco sólidas, acosadas por las zonas "marrones" de no democracia y menos estado de derecho, de las que habla hace tiempo el estudioso argentino Guillermo O'Donell. Es por esto que la defensa regional de la constitución democrática se queda corta, y sólo es un paréntesis en una coyuntura difícil que puede ser, para estas democracias en busca de personajes, demasiado larga.
Parte insustituible del imperio del bien, como lo fue para el más mundano que quiso animar el gobierno demócrata de Bill Clinton, es su sed de energía que, mientras no ocurra otra cosa, quiere decir sólo una cosa: petróleo.
Y es aquí donde los problemas de la política regional se focalizan en nosotros y, desde luego, en Venezuela y Colombia. Lo que se busca es seguridad y no veleidades, pero no de esas que tanto divierten a Chávez en La Habana, sino de las que no siempre reclaman la atención, pero vaya que importan, y que se tejen del otro lado del mundo, en los conciliábulos de los jeques de la OPEP.
Tal vez, para no caer en un pesimismo mayor, ésta sea la lección o la señal a la que se refiere Condoleezza. Más que la democracia y los abusos que de ella ha hecho el ex golpista, más allá también de la estupidez de los neogolpistas y de sus amigos en Washington, lo que estaba y está en juego es la seguridad petrolera para una metrópoli que se olvidó hace mucho de la transición energética, y que ahora, dueña del globo, y en guerra, no puede admitir jugarretas.
Defender la democracia y buscar, de pasada, la oportunidad para un efectivo "nuevo trato". No está mal, si no olvidamos que, por lo menos en nuestro caso, sin petróleo no hay democracia, y por lo pronto, tampoco economía.