Travesía de cuatro naves a toda vela
Branford Marsalis en el Metropólitan: jazz para
condenados al placer
PABLO ESPINOSA
¿Cómo puede resumirse lo que sucedió
la noche del martes en el teatro Metropólitan? ¿Qué
prodigios desató Branford Marsalis al frente de su Cuarteto? ¿Por
qué la gente en las butacas deliraba? ¿Cómo es distinto
el mundo desde entonces? ¿Qué rara epifanía había
ocurrido que al salir los circunstantes del concierto parecían portar
encima de la testa una flama que flotaba? ¿Por qué esa sonrisa
de placer en todos ellos los acusaba del pecado original que los condena
a tener placer extremo con la música?
Un
resumen sería posible con el siguiente entramado de vectores: delirio,
frenesí, lujuria, sabiduría, destreza, solidez, dominio completo
de afinación, fraseo, matices, velocidad, armazón armónica,
interconexión invisible, un sistema de vasos comunicantes del que
nacen flores, megatones en tambores, artilugios en teclado de marfil, profundidad
de conceptos en el contrabajo y una maestría inusual, única
e irrepetible, en el sax, tener sax, sax tenor, tejer sex.
Eso sucedió en el Teatro Metropólitan la
noche del martes, cuando el maestro Branford Marsalis presentó a
sus músicos ante el respetable, los fab three fantásticos
del Branford Marsalis Quartet: Joey Calderazzo, en el piano; Eric Revis,
en el bajo, y el inconmensurable maestrísimo Jeff Tain Watts,
en la bataca.
Para fortuna de quienes abarrotamos el teatro Metropólitan,
la noche era propicia para el jazz: Branford Marsalis estaba tan de buen
humor que decidió empezar con una pieza de su baterista, que es
un genio, basada en la vida de su perro, que por lo escuchado es un encanto:
Mister J.J., en un introito muy al estilo de ese jazzero de la prosa
llamado Paul Auster, quien dedicó por cierto todo un libro a Mister
Bones.
Los huesos de las baquetas tremaban a cada arremetida,
las perlas del teclado sudaban en cada movimiento copular, los chicotazos
del contrabajo tendían hamacas hirsutas en un paisaje marino sobre
el cual navegaba, con un estilo de cetáceo ejecutando la técnica
conocida como nado de mariposa, el saxofonista Branford Marsalis, quien
de tal manera colocaba el séptimo sello, el lacrado color sangre,
la cereza en el pastel: una manera de frasear parecida a los penachos de
agua que lanzan las ballenas cuando en altamar respiran y cantan al mismo
tiempo. La sutileza de sus tonos y la peculiaridad de su fraseo dotaban
a la atmósfera de una brillantez sin mácula y una intensidad
emocional solamente comparable al encuentro amoroso, del que nunca tendrán
tristeza post coital, entre Zeus y Afrodita en plena cima del Olimpo.
Habían transcurrido, la noche del martes, apenas
siete minutos de concierto y el fraseo ya había levantado el vuelo
entero, de manera zenital, completa e inversamente proporcional a la caída
libre. Algo así como la demostración fidedigna e hipercientífica
de la tercera ley de Newton (esquina con Homero, Simpson) en su versión
de jazz.
Van apenas ocho minutos de la velada y las cuatro naves
marchan a toda vela, hechas madre, haciendo pomada los granos de arena
de todas las clepsidras del planeta puestas a girar y a girar y a girar.
Profusión de notas en teclado, hartísimas corcheas surcando
cual hormigas de un óleo de Dalí el mástil del bajo,
planchas tectónicas sonando en la bataca. Y un soplo divino descendiendo
al Santo Grial: el sax de Branford Marsalis.
El momento del clímax ocurrió así,
sin previo aviso: la serpiente emplumada que en los brazos de Marsalis
ha tomado la forma de sax tenor escupe fuego, semicorcheas sancochadísimas,
fusas calcinadas, semifusas nítidas en respiración de colibrí.
Arrastra Marsalis el plexo solar y su sonido lunar se desparrama por el
piso y el rumbo que ha tomado su sonar toma entonces mayor nitidez aún:
estamos en pleno atonalismo, ritmos quebrados, rasgos expresionistas, ángulos
romos y a cada arrastrarse de su saxo lo siguen, como si el flautista de
Hammelin fuera en realidad saxofonista, los tres fantásticos de
su Cuarteto y el todo va sonando como en un sueño muy profundo.
En medio del llanto de emoción de los más
sensibles entre el público, el maestro Marsalis enfiló las
cuatro naves, soberanas, hacia la corriente madre y como en un embudo gigantesco
las aguas calmas desembocaron, para una placidez postcoito sin premuras,
hacia la gloriosa soberanía de su majestad la síncopa.
Se llama tradición, como había dicho Branford
Marsalis en entrevista (La Jornada, 16 de abril de 2002). Por eso
vive el jazz.
Se llama epifanía.
Branford Marsalis en concierto: cogitum ergo sum.