Israel es un país usurpador, sostiene
el ayatollah Mesjini, jefe de la Asamblea de Expertos
Irán condena los excesos de Sharon y exige que
sea entregado a la justicia por crímenes de guerra
Activa labor en Washington del lobby iraní
para frenar cualquier intento de agresión
JUAN PABLO DUCH ENVIADO
Teheran, 8 de abril. Ante el drástico agravamiento
de la crisis en Medio Oriente, que aquí se sigue con especial atención
y generalizada indignación hacia Israel, Irán refrenda cada
día una enfática condena de los excesos del gobierno de Ariel
Sharon y, al mismo tiempo, en el terreno de las acciones procura no rebasar
el límite que pudiera servir de pretexto para un ataque militar
en su contra.
En este país se tiene plena conciencia de que un
intercambio de ataques con misiles con Israel acabaría en otra guerra,
esta vez contra Estados Unidos.
Los odios ancestrales, producto del rechazo recíproco
entre la corriente chiíta del Islam y el judaísmo, son el
origen del serio enfrentamiento de Irán con Israel, irreconciliable
desde que Teherán asumió una defensa irrestricta de la causa
del pueblo palestino, lo cual le ha valido acusaciones de financiar y armar
a grupos chiítas como Hezbollah (Partido de Dios), que luchan desde
Líbano contra la ocupación israelí.
Este
apoyo nunca reconocido públicamente por las autoridades locales,
junto con la sospecha de que podría desarrollar armas de destrucción
masiva y el contrasentido de que da cobijo a miembros de Al Qaeda, la red
de Osama Bin Laden, fue usado por Estados Unidos como argumento para incluir
a Irán en el llamado "eje del mal".
Irán, que atribuye la arrogancia del gobierno de
George W. Bush a los obvios intereses económicos en juego, no tardó
en nombrar a Estados Unidos Gran Satán. Más allá
del intercambio de epítetos, los ayatollah iraníes tienen
su propia explicación de los atentados suicidas palestinos en Israel,
que desataron la paranoia punitiva de Sharon.
El ayatollah Ali Mesjini, jefe de la Asamblea de Expertos,
cuerpo encargado de elegir al líder supremo o guía espiritual
iraní, empleó esta metáfora: "Israel es como un lobo
que ataca a los corderos; ante eso, no hay más remedio que matar
al lobo".
Y, en un lenguaje más directo, agregó: "Consideramos
a Israel un (país) usurpador y al primer ministro Ariel Sharon un
criminal de guerra que debe ser entregado a la justicia".
Resulta evidente que la jerarquía religiosa conservadora
local utiliza el deterioro de la situación en Medio Oriente y las
amenazas directas de Estados Unidos contra Irán para poner en entredicho
los beneficios de una política de acercamiento con Occidente.
Hasta el día que a Bush, en su mensaje anual a
la nación, se le ocurrió estigmatizar a Irán, el presidente
reformista Mohammad Jatami, uno de cuyos logros ha sido romper el aislamiento
del país a partir de una cuidadosa diplomacia para limar asperezas
y tender puentes hacia los países árabes y la Unión
Europea, defendía la necesidad de mejorar relaciones con Estados
Unidos.
De hecho, desde que ocurrieron los atentados en Nueva
York y Washington el gobierno de Jatami emprendió no pocos pasos
concretos en ese sentido. Fue uno de los primeros en condenar los ataques
y en ofrecer asistencia a pilotos estadunidenses cuyos aviones pudieran
ser derribados por la artillería talibán; cerró la
frontera para el ingreso de talibanes y miembros de Al Qaeda; ejerció
un papel determinante para convencer a la minoría chiíta
afgana de los hazara de la conveniencia de participar en la reunión
de Bonn, que permitió instalar en Kabul a Hamid Karzai, el candidato
de las petroleras de Estados Unidos, y más recientemente incluso
forzó al controvertido líder pashtún, Gulbuddin Hekmatyar,
a abandonar su exilio en Irán y regresar a Afganistán.
Ciertamente, ninguno de estos ejemplos es simple concesión
a Estados Unidos. Los gestos de cooperación durante la operación
Libertad Duradera respondieron al deseo iraní de contribuir
a la caída del régimen talibán, que fue un exitoso
experimento de exportación del modelo wahabita, vertiente radical
de la corriente sunnita, impulsado por Arabia Saudita y Pakistán.
El triunfo de los talibanes en la guerra civil de los
años 90 en Afganistán fue un retroceso para Irán,
que había apostado a la minoría chiíta afgana de los
hazara y que tenía en Herat su carta más fuerte en la persona
del jefe militar Ismaíl Jan, autonombrado ahora, no sobra recordarlo,
gobernador de esa región colindante con territorio iraní.
El régimen talibán no sólo era una
piedra en el zapato, en relación con la añeja disputa entre
los sunnitas y los chiítas por el liderazgo en el mundo islámico,
sino también un serio problema doble para Irán: la pesada
carga de acoger a dos millones de refugiados afganos y la tensión
permanente de proteger su frontera para impedir el tráfico de drogas,
una amenaza para su seguridad.
Por paradójico que parezca, haber aceptado dos
exigencias de Estados Unidos -la inclusión de representantes hazara
en la administración interina de Karzai y la expulsión de
Hekmatyar- permite a Irán, en la medida que difícilmente
podría satisfacerle tener en el vecino país oriental un gobierno
pro estadunidense, no perder la posibilidad de influir en el quehacer político
afgano.
Esto último es de vital importancia en el periodo
precedente a la loya jirgah, gran asamblea afgana que se propone
elegir en junio un gobierno de transición para los próximos
dos años.
En otras palabras, los gestos conciliatorios hacia Estados
Unidos, promovidos por el gobierno de Jatami, no fueron vetados por los
jerarcas religiosos porque finalmente convenían a Irán.
El presidente Bush desbarató con un solo discurso
la delicada y frágil arquitectura diplomática reformista
en Irán. El gobierno de Jatami se siente traicionado; la jerarquía
religiosa, agraviada. Ambos -marcada la línea por el líder
supremo, ayatollah Alí Jamenei- adoptan la hostilidad como única
forma de trato con Estados Unidos y coinciden, por motivos diferentes,
en no dar pretextos para una agresión militar.
Irán, ¿el próximo blanco?
Hay suficientes razones para pensar que no es necesariamente
así. En primer lugar, la política de apertura del presidente
Jatami se tradujo en que muchos países comenzaron a invertir en
Irán sumas considerables. Italia, Francia y otros países
de la Unión Europea tienen fuertes intereses económicos en
Irán y no respaldan una acción militar de Estados Unidos
contra este país.
En cambio, aunque tampoco sería aplaudido por los
aliados de Estados Unidos, un ataque contra Irak provocaría menos
oposición, habida cuenta de que el régimen de Saddam Hussein
se presta, al no ayudar a generar simpatías, a ser considerado como
un objetivo más vulnerable.
Aquí en Teherán se percibe inevitable una
operación militar estadunidense contra el vecino Irak, con el que
tienen su línea divisoria más extensa: mil 458 kilómetros.
Para los iraníes es cuestión sólo de tiempo y, a la
vez, son conscientes de los riesgos que implica para ellos el eventual
derrocamiento del régimen de Saddam Hussein.
Aunque Bush, al incluir a Irán e Irak en el "eje
del mal", obliga a los dos países a buscar un acercamiento, en el
fondo la mayoría de los iraníes con quienes ha podido conversar
La Jornada celebrarían la caída de Hussein.
La animadversión generalizada hacia el vecino gobernante
data, tal vez, de las heridas no restañadas que dejaron los ocho
años de guerra entre ambos países, de 1980 a 1988, que tuvieron
un saldo de un millón de muertos iraníes, cifra extraoficial
que cualquier interlocutor local menciona en privado.
Las autoridades de Irán, independientemente del
talante reformista o conservador que identifique a cada cual, comparten
el rechazo hacia Hussein. Ambos países se acusan de proteger a la
oposición armada del otro y, además, Irán siempre
ha tenido presente que en Irak hay un importante sector de la población
de filiación chiíta.
Pero los jerarcas religiosos iraníes, como también
el gobierno reformista, en acaso menor grado este último, no son
indiferentes a qué régimen se propone instalar Estados Unidos
en lugar de Hussein.
Temen que después de una eventual caída
del régimen de Hussein, Estados Unidos coloque al frente de Irak
a un gobierno sumiso y dependiente, como el de Hamid Karzai, en Afganistán,
llamado "gobierno títere" por los ayatollah más conservadores.
Un gobierno al servicio de las grandes petroleras estadunidenses
en Irak dejaría a Irán en un virtual cerco y aumentaría,
para el gobierno de Bush, la tentación de pretender regresar el
reloj político 23 años, a los tiempos del sha. Los ayatollah
nunca han olvidado que la osadía de querer nacionalizar el petróleo
y de expropiar la Anglo-Iranian Oil Company derivó en un golpe de
Estado orquestado por la Agencia Central de Inteligencia estadunidense
en 1953, que abrió las puertas al sha Reza Pahlevi para gobernar
con un poder absoluto y una vocación de total alineamiento con las
grandes trasnacionales del petróleo.
El entonces primer ministro, Mohammed Mossadeg, pagó
muy cara su tesis de que era mejor "ser independientes y producir al año
una sola tonelada de petróleo que producir 32 millones de toneladas
y vivir como esclavos de Gran Bretaña". Murió en 1967, en
una de las cárceles del sha.
Otro factor que favorece la impresión de que el
gobierno de Bush no tiene en sus planes inmediatos un ataque contra Irán
es la activa labor que realiza el lobby iraní en Estados
Unidos, que insiste ?en representación de más de un millón
de residentes? en que la mejor opción es propiciar un cambio gradual
y apoyar los esfuerzos reformistas dentro de Irán.
En tanto, la reciente multiplicación en Teherán
de murales consagrados a "los mártires" caídos en el conflicto
bélico con Irak y las leyendas que describen sus proezas en el campo
de batalla, son un recordatorio de que la guerra no es un escenario descartable
para Irán, aunque esta vez el enemigo sea otro.