Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 9 de abril de 2002
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Mundo
Israel es un país usurpador, sostiene el ayatollah Mesjini, jefe de la Asamblea de Expertos

Irán condena los excesos de Sharon y exige que sea entregado a la justicia por crímenes de guerra

Activa labor en Washington del lobby iraní para frenar cualquier intento de agresión

JUAN PABLO DUCH ENVIADO

Teheran, 8 de abril. Ante el drástico agravamiento de la crisis en Medio Oriente, que aquí se sigue con especial atención y generalizada indignación hacia Israel, Irán refrenda cada día una enfática condena de los excesos del gobierno de Ariel Sharon y, al mismo tiempo, en el terreno de las acciones procura no rebasar el límite que pudiera servir de pretexto para un ataque militar en su contra.

En este país se tiene plena conciencia de que un intercambio de ataques con misiles con Israel acabaría en otra guerra, esta vez contra Estados Unidos.

Los odios ancestrales, producto del rechazo recíproco entre la corriente chiíta del Islam y el judaísmo, son el origen del serio enfrentamiento de Irán con Israel, irreconciliable desde que Teherán asumió una defensa irrestricta de la causa del pueblo palestino, lo cual le ha valido acusaciones de financiar y armar a grupos chiítas como Hezbollah (Partido de Dios), que luchan desde Líbano contra la ocupación israelí.

Este apoyo nunca reconocido públicamente por las autoridades locales, junto con la sospecha de que podría desarrollar armas de destrucción masiva y el contrasentido de que da cobijo a miembros de Al Qaeda, la red de Osama Bin Laden, fue usado por Estados Unidos como argumento para incluir a Irán en el llamado "eje del mal".

Irán, que atribuye la arrogancia del gobierno de George W. Bush a los obvios intereses económicos en juego, no tardó en nombrar a Estados Unidos Gran Satán. Más allá del intercambio de epítetos, los ayatollah iraníes tienen su propia explicación de los atentados suicidas palestinos en Israel, que desataron la paranoia punitiva de Sharon.

El ayatollah Ali Mesjini, jefe de la Asamblea de Expertos, cuerpo encargado de elegir al líder supremo o guía espiritual iraní, empleó esta metáfora: "Israel es como un lobo que ataca a los corderos; ante eso, no hay más remedio que matar al lobo".

Y, en un lenguaje más directo, agregó: "Consideramos a Israel un (país) usurpador y al primer ministro Ariel Sharon un criminal de guerra que debe ser entregado a la justicia".

Resulta evidente que la jerarquía religiosa conservadora local utiliza el deterioro de la situación en Medio Oriente y las amenazas directas de Estados Unidos contra Irán para poner en entredicho los beneficios de una política de acercamiento con Occidente.

Hasta el día que a Bush, en su mensaje anual a la nación, se le ocurrió estigmatizar a Irán, el presidente reformista Mohammad Jatami, uno de cuyos logros ha sido romper el aislamiento del país a partir de una cuidadosa diplomacia para limar asperezas y tender puentes hacia los países árabes y la Unión Europea, defendía la necesidad de mejorar relaciones con Estados Unidos.

De hecho, desde que ocurrieron los atentados en Nueva York y Washington el gobierno de Jatami emprendió no pocos pasos concretos en ese sentido. Fue uno de los primeros en condenar los ataques y en ofrecer asistencia a pilotos estadunidenses cuyos aviones pudieran ser derribados por la artillería talibán; cerró la frontera para el ingreso de talibanes y miembros de Al Qaeda; ejerció un papel determinante para convencer a la minoría chiíta afgana de los hazara de la conveniencia de participar en la reunión de Bonn, que permitió instalar en Kabul a Hamid Karzai, el candidato de las petroleras de Estados Unidos, y más recientemente incluso forzó al controvertido líder pashtún, Gulbuddin Hekmatyar, a abandonar su exilio en Irán y regresar a Afganistán.

Ciertamente, ninguno de estos ejemplos es simple concesión a Estados Unidos. Los gestos de cooperación durante la operación Libertad Duradera respondieron al deseo iraní de contribuir a la caída del régimen talibán, que fue un exitoso experimento de exportación del modelo wahabita, vertiente radical de la corriente sunnita, impulsado por Arabia Saudita y Pakistán.

El triunfo de los talibanes en la guerra civil de los años 90 en Afganistán fue un retroceso para Irán, que había apostado a la minoría chiíta afgana de los hazara y que tenía en Herat su carta más fuerte en la persona del jefe militar Ismaíl Jan, autonombrado ahora, no sobra recordarlo, gobernador de esa región colindante con territorio iraní.

El régimen talibán no sólo era una piedra en el zapato, en relación con la añeja disputa entre los sunnitas y los chiítas por el liderazgo en el mundo islámico, sino también un serio problema doble para Irán: la pesada carga de acoger a dos millones de refugiados afganos y la tensión permanente de proteger su frontera para impedir el tráfico de drogas, una amenaza para su seguridad.

Por paradójico que parezca, haber aceptado dos exigencias de Estados Unidos -la inclusión de representantes hazara en la administración interina de Karzai y la expulsión de Hekmatyar- permite a Irán, en la medida que difícilmente podría satisfacerle tener en el vecino país oriental un gobierno pro estadunidense, no perder la posibilidad de influir en el quehacer político afgano.

Esto último es de vital importancia en el periodo precedente a la loya jirgah, gran asamblea afgana que se propone elegir en junio un gobierno de transición para los próximos dos años.

En otras palabras, los gestos conciliatorios hacia Estados Unidos, promovidos por el gobierno de Jatami, no fueron vetados por los jerarcas religiosos porque finalmente convenían a Irán.

El presidente Bush desbarató con un solo discurso la delicada y frágil arquitectura diplomática reformista en Irán. El gobierno de Jatami se siente traicionado; la jerarquía religiosa, agraviada. Ambos -marcada la línea por el líder supremo, ayatollah Alí Jamenei- adoptan la hostilidad como única forma de trato con Estados Unidos y coinciden, por motivos diferentes, en no dar pretextos para una agresión militar.

Irán, ¿el próximo blanco?

Hay suficientes razones para pensar que no es necesariamente así. En primer lugar, la política de apertura del presidente Jatami se tradujo en que muchos países comenzaron a invertir en Irán sumas considerables. Italia, Francia y otros países de la Unión Europea tienen fuertes intereses económicos en Irán y no respaldan una acción militar de Estados Unidos contra este país.

En cambio, aunque tampoco sería aplaudido por los aliados de Estados Unidos, un ataque contra Irak provocaría menos oposición, habida cuenta de que el régimen de Saddam Hussein se presta, al no ayudar a generar simpatías, a ser considerado como un objetivo más vulnerable.

Aquí en Teherán se percibe inevitable una operación militar estadunidense contra el vecino Irak, con el que tienen su línea divisoria más extensa: mil 458 kilómetros. Para los iraníes es cuestión sólo de tiempo y, a la vez, son conscientes de los riesgos que implica para ellos el eventual derrocamiento del régimen de Saddam Hussein.

Aunque Bush, al incluir a Irán e Irak en el "eje del mal", obliga a los dos países a buscar un acercamiento, en el fondo la mayoría de los iraníes con quienes ha podido conversar La Jornada celebrarían la caída de Hussein.

La animadversión generalizada hacia el vecino gobernante data, tal vez, de las heridas no restañadas que dejaron los ocho años de guerra entre ambos países, de 1980 a 1988, que tuvieron un saldo de un millón de muertos iraníes, cifra extraoficial que cualquier interlocutor local menciona en privado.

Las autoridades de Irán, independientemente del talante reformista o conservador que identifique a cada cual, comparten el rechazo hacia Hussein. Ambos países se acusan de proteger a la oposición armada del otro y, además, Irán siempre ha tenido presente que en Irak hay un importante sector de la población de filiación chiíta.

Pero los jerarcas religiosos iraníes, como también el gobierno reformista, en acaso menor grado este último, no son indiferentes a qué régimen se propone instalar Estados Unidos en lugar de Hussein.

Temen que después de una eventual caída del régimen de Hussein, Estados Unidos coloque al frente de Irak a un gobierno sumiso y dependiente, como el de Hamid Karzai, en Afganistán, llamado "gobierno títere" por los ayatollah más conservadores.

Un gobierno al servicio de las grandes petroleras estadunidenses en Irak dejaría a Irán en un virtual cerco y aumentaría, para el gobierno de Bush, la tentación de pretender regresar el reloj político 23 años, a los tiempos del sha. Los ayatollah nunca han olvidado que la osadía de querer nacionalizar el petróleo y de expropiar la Anglo-Iranian Oil Company derivó en un golpe de Estado orquestado por la Agencia Central de Inteligencia estadunidense en 1953, que abrió las puertas al sha Reza Pahlevi para gobernar con un poder absoluto y una vocación de total alineamiento con las grandes trasnacionales del petróleo.

El entonces primer ministro, Mohammed Mossadeg, pagó muy cara su tesis de que era mejor "ser independientes y producir al año una sola tonelada de petróleo que producir 32 millones de toneladas y vivir como esclavos de Gran Bretaña". Murió en 1967, en una de las cárceles del sha.

Otro factor que favorece la impresión de que el gobierno de Bush no tiene en sus planes inmediatos un ataque contra Irán es la activa labor que realiza el lobby iraní en Estados Unidos, que insiste ?en representación de más de un millón de residentes? en que la mejor opción es propiciar un cambio gradual y apoyar los esfuerzos reformistas dentro de Irán.

En tanto, la reciente multiplicación en Teherán de murales consagrados a "los mártires" caídos en el conflicto bélico con Irak y las leyendas que describen sus proezas en el campo de batalla, son un recordatorio de que la guerra no es un escenario descartable para Irán, aunque esta vez el enemigo sea otro.

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