Rolando Cordera Campos
La agenda ambulante
Ido el retiro, dejado atrás el horizonte difuso de una cumbre que despertó expectativas de difícil realización inmediata, los mexicanos tenemos que volver los ojos a nuestra propia agenda. Pero antes, es preciso admitir que no la hemos hecho racionalmente y que es por eso que no podemos pretender desahogarla de inmediato.
Todos hablan de la agenda, pero al final de cada ronda siempre se cae en la cuenta de que en realidad cada quien la entiende y verbaliza a su modo. Así, cabe pensar que no hay, por el momento, un itinerario político para hacer política, sino un incierto deambular que no produce discurso sino ruido. Así ha ocurrido con los periodos legislativos desde 1997, cuando arrancó el pluralismo y se estrenó el "gobierno dividido", y hasta la fecha no parece haber término para esta etapa de estreno de una democracia que no ha sido capaz de construir y producir, pero sí de arremeter contra el poder en turno.
Para hablar de la necesidad de una agenda, no basta con recitar los textos de política pública; es preciso asumirla como un tema crucial para que el país se enfile por la vía de una confrontación que, precisamente, gire en torno de esas cuestiones que son las que urge ordenar y poner en perspectiva. De ello depende que el Estado adquiera, por fin, un perfil democrático y deje atrás rémoras e inclinaciones corporativas.
El gobierno insiste en que la suya es la que debe marcar la pauta de la deliberación política y ciudadana. La reforma energética o la fiscal, como antes fue la indígena, son presentadas como la pauta obligada para la gestión democrática del Estado, pero la argumentación carece de esa inspiración: todo es presentado como de "obvia y urgente" resolución y no como un complejo de decisiones que debe aterrizar en una nueva ronda de revisión e innovación institucional, no sólo por sus resultados en materia financiera, o productiva, o social, como podría ser en el caso indígena, sino por la forma misma del proceso, que lleva a tomar resoluciones y definir políticas. Se trata, al final de cuentas, de un presidencialismo al revés.
Desde el Congreso puede decirse y repetirse que ahí se producen y se reforman leyes a pasto, y el gobierno puede insistir en que se gobierna todos los días dentro del nuevo marco plural creado por la reforma política y, ahora, por la alternancia, pero para el ciudadano común lo que cuenta es el panorama ominoso que un día sí y otro también le pintan el gobierno y sus publicistas, así como sus supuestos opositores, como prólogo para hacer proselitismo para sus propuestas. Por un lado, la normalidad democrática, cantada por partidos y gobierno; por otro, la visión del abismo que cantan igualmente partidos y gobierno. En medio, la sensación de que se camina en círculos. A la espera de los desempates que todos desean, pero siempre en favor de cada quien.
De poco le servirá a la democracia en México seguir por este vicioso camino. La construcción pactada de una democracia que produzca algo más que libertad, es decir, que forje políticas y bienes públicos, es lo que tendría que asumirse como divisa de todos los actores, viejos y nuevos, del drama político democrático. Esperar a que, de nuevo, los votos resuelvan y llenen estas carencias es hacer caso omiso de lo que estos cinco años nos enseñan en la materia: que sin un coloquio interesado y comprometedor entre los partidos, las organizaciones sociales y de interés, y el gobierno, no hay votos suficientes para darle sentido y rumbo a una sociedad que cambia a diario, y sin duda lo hace con celeridad, pero que no encuentra las formas congruentes y amplias para darle cauce a una diversidad que roza ya los linderos del desorden.
La prueba no debería dejarse al azar de las elecciones del 2003; debería ser, más bien, una asignatura obligada para todos aquellos que busquen graduarse como parte adulta de una política que quiere dejar atrás la tradición verticalista, pero que, por lo visto, en el camino extravió los reflejos profundos de vinculación con las necesidades y los intereses del Estado y el desarrollo a largo plazo. Esto es, una política democrática que para serlo optó por dejar a la deriva la propia agenda. Y eso se paga, y a veces muy caro.