Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Martes 2 de abril de 2002
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Mundo
Robert Fisk

La verdadera resistencia palestina

La noche del domingo se ordenó a los periodistas salir de Ramallah. Es un viejo truco: siempre que el ejército israelí quiere que dejemos de ver lo que se trae ente manos, pone en práctica el más ridículo ejercicio de la ley marcial: la "zona militar cerrada".

Por consiguiente, ayer lunes fue un buen día para hacer lo contrario: ver en qué anda el ejército israelí. Y bien que puedo ver por qué no quiere periodistas cerca.

Un trabajoso descenso por una ladera cubierta de grava, no lejos de un retén israelí; una ascensión sobre rocas y lodo y un aventón al campo de refugiados palestinos de Al-Amari me han contado su propia historia: una historia de civiles aterrorizados, de tanques rugientes y niños que arrojan piedras a jeeps israelíes, como lo hacían antes de Oslo y de todas las demás esperanzas falsas que los israelíes y Yasser Arafat llevaron a la región.

Más que emprender una "guerra contra el terror", los soldados israelíes parecían haber entrado en el terreno de la ocupación, como hicieron en Líbano en 1982, cuando las "zonas militares cerradas" eran tan comunes -e inútiles- como el confeti. Los palestinos se ocultaban en sus hogares, con las cortinas cerradas, y detrás de ellas miraban al exterior, aventurándose de cuando en cuando a salir a un balcón para hacer señas si avistaban a algún occidental. A veces se veía a un chico correr de una casa a otra. ¿A qué edad, me pregunto, la guerra se transforma de juego en tragedia?

Era un día gris, frío y húmedo para una "guerra contra el terror", y la primera parte del viaje siguió la pauta acostumbrada de farsa y miedo. Había buen número de palestinos caminando por el sendero de grava hacia la vieja cantera, al sur de Ramallah. Los israelíes conocen bien este atajo, por supuesto, pero por lo general no se molestan en controlarlo. A decir verdad, fue un oficial israelí del retén cercano de Kalandia quien el domingo de Pascua me aconsejó con una sonrisa entrar a Ramallah por esta vereda. Y más allá de un montón de piedras, polvo y bloques de concreto -formado hace mucho tiempo por los israelíes- encontré al chofer de un minibús, quien se ofreció a llevarme al hotel Ramallah.

Por supuesto, era demasiado bueno para ser verdad. No bien habíamos llegado al campo de refugiados de Al-Amari -que alberga desde 1948 a los palestinos que huyeron de sus casas en lo que hoy es Israel, y a sus descendientes-, el valor de los conductores se desvaneció. Una mujer llamada Nadia y su hijo me ofrecieron una visita guiada por el campamento. Había en las calles jóvenes de aspecto rudo, vestidos con parkas y jeans, que observaban a todos lados del camino y el callejón. Había niños que aullaban de emoción y temor cada vez que un jeep de la policía fronteriza israelí se acercaba hacia donde estaban. Todo el mundo aguardaba el inicio de la incursión israelí.

Fue un médico quien se ofreció a llevarme al centro de Ramallah, trayecto que realizamos con considerable ansiedad, avanzando con lentitud por calles secundarias, y deteniéndonos de prisa cuando divisábamos el cañón de un tanque que sobresalía detrás de unos edificios de departamentos, apuntando todo el tiempo hacia el cielo, hacia los helicópteros Apache que cual avispas revolotean en parejas sobre la ciudad. Nuestro vehículo brincoteó sobre las huellas que la oruga del tanque dejó en el chapopote. Mientras más nos acercábamos al centro, menos gente veíamos. El centro de Ramallah es una ciudad fantasma.

En esto, pues, ha venido a desembocar el acuerdo de Oslo. Hubo las acostumbradas acusaciones de vandalismo en las casas y otras más perturbadoras de robos cometidos por las fuerzas de ocupación -"provocaciones sin fundamento difundidas por la Autoridad Nacional Palestina" es la respuesta de Tel Aviv, que causaría mejor impresión si no fuera porque los soldados israelíes robaron automóviles y cometieron actos de vandalismo en casas durante la invasión del sur de Líbano en 1982. Luego llegó, para los pocos periodistas que nos encontrábamos en el hotel Ramallah -y para un puñado de "activistas", franceses e italianos en su mayoría, entre los que había profusión de aretes y bufandas palestinas, y uno llevaba un anillo en la nariz-, el momento que aunó intenso drama y comedia extrema.

Un tanque Merkava, rugiendo como león, se acercó lentamente al frente del hotel y allí, poco a poco, dirigió su cañón hacia la puerta principal. Los pacifistas se retiraron hacia la recepción, gritando a los reporteros que salieran al camino levantando sus pasaportes por arriba de la cabeza.

cai03-084423-pihSupongo que en eso consiste la ocupación de Ramallah. Todo el día las calles vibraron con el ruido del armamento pesado. Entre conjuntos habitacionales y villas veíamos los Merkavas avanzar estruendosamente entre los árboles o salir del camino para entrar en los campos. En una colina, arriba de la ciudad, otro tanque estaba estacionado sobre el lodo, apuntando con el cañón hacia el incendiado cuartel donde Arafat se encuentra prisionero. De cuando en cuando el chasquido de un rifle era seguido por el bramido de una granada o el tableteo de una ametralladora. Y luego un mundo vacío volvía al canto de los pájaros y al débil zumbido de los Apaches en las alturas.

Como quedaba poco tiempo para el anochecer, salir de Ramallah resultaba más tragicómico que entrar. Con un pequeño grupo de periodistas franceses e italianos caminamos trabajosamente por más de una hora antes de que nos diéramos cuenta de que estábamos perdidos. Conforme a su naturaleza, la guerra puede ser una criatura surrealista: allí estábamos, casi de noche, avanzando todos sonrisas hacia dos tanques israelíes cuyos atemorizados tripulantes se apretujaban entre sus vehículos y abrían sus raciones de comida lista para consumir. Menos surrealista -mucho más real, de hecho- era el tanque Merkava que llegó una hora después por una vereda. Muchos pasaportes euro-peos salieron a relucir y muchas señas tímidas se hicieron antes de que la escotilla volviera a bajar y la bestia se alejara a 30 kilómetros por hora, envuelta en una niebla azul de piedras que salían disparadas.

Y pese a todo ello, durante nuestro viaje de diez kilómetros hacia las afueras de la ciudad, familias palestinas salían a hurtadillas de sus casas para hacernos señas y ofrecernos café. Un niño corrió por un baldío, persiguiendo un caballo, y un grupo de familias caminaba con cautela entre las casas, atento al menor indicio de los israelíes. Un anciano, con amplia sonrisa, conducía una mula por un camino secundario. Y me di cuenta de que ellos, esas personas comunes y corrientes, las familias, el anciano y el niño del caballo, son la verdadera resistencia palestina a los israelíes: los que se niegan a ser intimidados y siguen con su vida cotidiana.

Así que si esto es una "guerra contra el terror", resulta difícil saber quiénes eran ayer en Ramallah los más aterrorizados: los palestinos, o los soldados israelíes que han ido a la guerra por órdenes de Sharon.

Traducción: Jorge Anaya

© The Independent

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