Hermann Bellinghausen

Servicio secreto

a trompada del mudo dejó groggy a Gregorio Buentriunfo (originalmente Goodwin) esa tarde precisa de otoño. También quién le mandaba irse a meter así como así en esa parte de cuarto mundo, tanto peor que el tercero. Porque, todavía la zona hotelera de El Cairo, bueno. ƑPero en esa incubadora suburbana de Adis Abeba? Echó de menos de menos la vista de las velas inclinadas de las barcas en el Nilo; las tierras abisinias estaban secas, hendidas. Echó luego de menos el frío de Europa. En el horno.

El mudo se presumía rastafari; usaba peinado al menos. Se hacía el sordo, aunque corría la sospecha de que ni siquiera era mudo. No obstante, nadie que se supiera le conocía la voz.

A Buentriunfo le dijeron en Egipto que le tocaba moverse. Se acabó la beca. Que debía reportarse en las oficinas de Adis Abeba, lo que era un decir, si las oficinas del consulado, y parte de la ciudad, estaban desmanteladas, y eso todo el mundo lo sabía. Se fue a encontrar con el mudo atrás del escritorio empolvado del cónsul, oculto como una cobra que le saltó cuando estuvo cerca y le colocó en la trompa un zape irrefutable.

Gregorio trastabilló hacia atrás, entendiendo. Y el mudo fue al punto extendiéndole un papelito donde Gregorio leyó, una vez recuperado el paso del aire en la nariz sangrante y del mareo repentino: "Bar Didi, crucero de Balaka, al pie de la carretera. Preguntar por Kristina".

Ni agarró el papelito. Salió de inmediato. El taxi que lo trajo lo seguía esperando. Aquello estaba tan solitario que sería imposible levantar otro pasajero en las próximas horas. El chofer conocía el Didi. Hizo un comentario malicioso en su lengua. Qué lugar, el Didi. La música, altísima, era una suma rara de cosas, sin nada que ver con lo que oyen en las disco egipcias. Sudor, humo, oscuras luces azules y rojas. Una muchedumbre muy olorosa, penetrante. Ya que la música no ayudaba, pidió una Red Stripe para sentirse en las playas de Montego Bay, donde los rastas creen a Etiopía una tierra prometida. Por su bien, que se queden en Jamaica.

Encontrar a Kristina fue fácil. Todos la conocían. Era la única persona blanca allí, hasta que llegó él. Quién sabe de dónde era la tipa, pero insistió en hablar italiano. Toda tatuada, vestía de negro con una sudadera de Greatful Dead. ƑCabe imaginar alguien más fuera de lugar? La estangulaban lises, grecas y flamas que al alzarse para saludar a Buentriunfo dejaron ver un dragón de cada lado, en la ruta de los hombros. Una promesa inesperada, imaginable su cuerpo escrito y dibujado hasta dónde llegaban los dragones. Nunca antes vio unos tatuajes en cuerpo de mujer tan sugerentes y tupidos. Hacían pensar que habría más adentro de ese cuello.

Perdía su tiempo Gregorio, al pensar en eso. Kristina no mostró ningún interés personal en él. Antes bien, tedio y desdén. Así que tú eres el que manda el mudo, dijo. Como no era pregunta, Gregorio se ahorró responderle.

Cruel es la vida en estos países. La vida en el servicio, solitaria. Lo demás es mito. James Bond no pasa de típica fantasía de agente jubiliado con despepsias e insomnio. El oficio prohíbe tocarse con las colegas, no se puede confiar en nadie. Marca el Cero Cero Trece AK 47, dijo Kristina mirándolo vacíamente. Es el número de tu guía.

Qué obvios andaban en el servicio últimamente. Fraguó su revancha de Chunga: algún día, fuera de horas de servicio, iba a devolverle la trompada al mudo, si la suerte lo respetaba un poco más en el futuro. Y sí, le hubiera gustado platicar con Kristina, ligársela o algo, como en las películas. Pero lo urgente era contactar al guía. Imaginen si no el desorden.