Carlos Martínez García
La verdad a pesar de Schulenburg
Como está marcado por antecedentes que lo descalifican, todo lo que proceda de él necesariamente es falso. Esta es la premisa que tanto éxito les ha dado a quienes sostienen que el abad emérito Guillermo Schulenburg no tiene argumentos válidos para oponerse a la canonización de Juan Diego. Desde el Episcopado mexicano señalan que padece ataques de senilidad, de ahí sus afirmaciones incoherentes. Otros subrayan que lo mejor sería que guardara prudencia y no se expusiera a que desde distintos frentes le recuerden los grandes dividendos económicos obtenidos durante sus casi 34 años al frente de la Basílica de Guadalupe. Para nada es de mi incumbencia defender a Schulenburg; más bien quiero trascender los conflictos entre clérigos, provocados más por intereses terrenales que por enaltecer a los indios en la figura de Juan Diego, y preguntar si una verdad puede serlo por sí misma o necesita que sus enunciantes tengan un historial sin mácula.
De forma convenenciera los postulantes de la canonización han escogido como su objetivo preferido a Guillermo Schulenburg. En esta operación marginan a los otros tres firmantes de la carta que a principios de diciembre pasado el cuarteto hizo llegar al Vaticano. Sin duda la vulnerabilidad del antiguo abad es mayor y su flanco ha sido atacado desde que en 1996 trascendió la entrevista que le hizo el escritor Javier Sicilia para la revista Ixtus.
Schulenburg dijo en esa charla que la existencia de Juan Diego carecía de bases históricas sólidas. La andanada que en su contra desataron obispos, arzobispos y cardenales lo obligó a dejar la dirección de la Basílica. Le echaron en cara, y con razón, haberse enriquecido mediante las generosas ofrendas del pueblo creyente guadalupano. El cargo salió a relucir de nueva cuenta en estas semanas de febril activismo canonizador.
Quienes señalan la opulencia de Schulenburg y su afición a jugar golf en los mejores campos están muy lejos de haber hecho votos de pobreza. Igual o más confortablemente que él pasan sus días terrenales el cardenal Norberto Rivera Carrera (casi sacerdote oficial en las bodas más ostentosas del país), el arzobispo Juan Sandoval Iñiguez (amigo de conocidos empresarios que financian su proyecto de edificar una grandiosa catedral en memoria de los que llama "mártires cristeros") y ese político metido a obispo que es Onésimo Cepeda (gran aficionado a los toros y especializado en crear estrechos vínculos con la clase política).
El pecado de Schulenburg, para ponernos a tono con su críticos en la alta jerarquía católica mexicana, es haber continuado una línea interpretativa ya existente en el clero de la Nueva España desde el siglo XVI, a la que se conoce como antiaparicionista.
Por su parte, los actuales postulantes de que Juan Diego sea reconocido como santo hunden igualmente sus raíces en la decimosexta centuria y consideran que negar la historicidad de Juan Diego necesariamente conlleva a rechazar la aparición de la Virgen de Guadalupe al indio mexicano.
Como hay evidencias de un culto guadalupano pocas décadas después de haber sido conquistado el imperio azteca -argumentan-, entonces no cabe duda de que hubo mariofanía en estas tierras y que Juan Diego existió realmente. El problema es que de un hecho comprobado históricamente, la devoción a Guadalupe desde hace más de 450 años, mañosamente concluyen que está demostrado científicamente el encuentro de la Virgen y su emisario indígena. No se dan cuenta de que pisan espacios resbalosos, porque si el acto de fe requiere validación científica, entonces están reconociendo como mayor autoridad a esta última y haciendo depender una creencia de una disciplina -la historia-, cuya función no es llevar más feligreses a postrarse ante la imagen venerada en La Villa.
En sus desatados afanes de elevar a Juan Diego a los altares y descalificar a sus oponentes, los postulantes de la canonización y sus partidarios han recurrido a maniobras que les envidiaría Michael Corleone, cuya formación como mafioso puede ser seguida detenidamente en la trilogía de Francis Ford Coppola, ahora disponible en DVD.
Filtraron una misiva que por normatividad eclesial debió quedarse en los archivos del Vaticano; llaman enemigos de la Iglesia católica a sacerdotes que no tienen la obligación de creer en Juan Diego; presionan y exigen espacios en los medios para linchar simbólicamente a sus adversarios, y fabrican pruebas supuestamente irrefutables ("...ese llamado Códice Escalada", que dicen da fe de las apariciones en 1531 y aceptación de éstas por parte de fray Juan de Zumárraga, entonces obispo, "es de entrada un fraude", sostiene el sacerdote Manuel Olimón Nolasco). Esta y otras valientes afirmaciones formula el historiador y clérigo en la entrevista que le hizo el reportero con más conocimientos en el campo de lo religioso en México, José Antonio Román (La Jornada, 4/02).
El culto guadalupano está arraigado en millones de mexicanos y no necesita de ninguna canonización de Juan Diego para mantener su continuidad en el país. Si la gente quiere creer en lo que el maestro Miguel León-Portilla denomina un relato fundacional, más allá de pruebas históricas, es su derecho. Pero que un grupo de vivales recurra a la mercadotecnia para vendernos el argumento de que todo está fehaciente e históricamente demostrado es una gran hipocresía.
Aunque me vea políticamente incorrecto, Schulenburg tiene razón: la aparición a Juan Diego es un mito edificado por la fe y no un hecho histórico.