El Chichonal y la tradición oral tzotzil
WENDELL A. DUFFIELD
Circa Anno Domini 1300
Tla-hoc estaba preocupado. La vida nunca había sido fácil en la selva montañosa de esa parte del mundo (que con el tiempo sería llamada Chiapas, en la región sur del actual México); poco hacía, sin embargo, que hasta la más simple de las tareas diarias venía acompañada de un esfuerzo y un fracaso inusuales.
Durante todo el último ciclo de estaciones, los animales salvajes se habían vuelto más y más asustadizos. Por alguna razón que Tla-hoc no entendía, las criaturas se comportaban como si tuvieran un sentido de más que los ayudaba a evitar encuentros con los cazadores, como si una extraña sensación los mantuviera en constante alerta.
Incluso las plantas dadoras de alimento eran menos generosas de lo normal, especialmente en la alta y circular montaña sagrada, centro de los dominios de la tribu. Por generaciones, las laderas de la montaña habían provisto de abundantes frutas, plantas comestibles, raíces; ahora algunas partes se habían vuelto áridas porque el suelo estaba caliente y un vapor humeante salía de la tierra, imitando el sonido de un gato atrapado o una serpiente espantada.
A veces, Tla-hoc y algunos miembros de la tribu sufrían ataques de tos cuando recorrían las faldas de la montaña en busca de comida. Parecía como si algo invisible en el aire les estuviese dando una advertencia. Para solucionar el problema de la escacez de comida, la tribu había dejado las acostumbradas tierras altas al trasladarse a dos días de camino aguas abajo, siguiendo el gran río que fluía desde la base de su sagrada montaña.
Fue entonces cuando la tierra comenzó a tener breves espasmos de una fuerza que asustaba. Primero los temblores no eran muy frecuentes y la gente solía olvidarse de ellos hasta que ocurría el siguiente; luego sucedían cada vez con más frecuencia y se hacían más intensos. Aunque Tla-hoc jamás lo había sentido, había escuchado hablar de un hormigueo en el cuerpo que parecía provenir de una ligera pero constante vibración de la tierra, sobre todo cuando estaban en o cerca de la montaña sagrada.
Tla-hoc se había percatado de que una parte cada vez mayor del suelo de la montaña se quedaba sin vida y como parecía que las agitaciones de la tierra se volvían más fuertes, la gente permaneció en el asentamiento río abajo, deseando con ansia que su situación pronto mejorara. Pero la vida se hizo aún más difícil. Un día, el silbido del vapor caliente que salía de la montaña sagrada se convirtió en un rugido ensordecedor. Fragmentos de roca y pómez fueron arrojados muy alto en el cielo. La espumosa y blanca arena pómez caía cubriéndolo todo, y el miedo hacía que la gente se apretujara una contra la otra y buscara refugio como pudiese mientras las "caídas" se repetían intermitentemente durante lo que parecían ser varios ciclos completos del sol.
Entonces, tan de repente como había empezado, la lluvia de pómez terminó, el cielo se aclaró y la gente comenzó a salir. Pero no todo era normal: el antes inmenso río casi había desaparecido, ahora sólo era un hilo de agua que unía charcas. Las personas, empero, consideraron esto como una buena señal, pues a pesar de que la reciente y blanca sábana de pómez había matado o dañado las plantas, el nivel del río había descendido tanto que los peces podían ser capturados con la mano.
Tla-hoc y mucha de su gente se encontraban recogiendo peces de las charcas cuando el rugido de bloques de roca deslizándose y el chasquido de árboles que eran arrastrados se escuchó río arriba. Una corriente de agua llegó tan rápido que la mayoría de quienes estaban pescando no tuvo tiempo para ponerse a salvo y evitar ser arrastrados por una corriente de agua casi hirviendo. Los pocos sobrevivientes y quienes desde tierras más altas presenciaron el inexplicable acontecimiento dispusieron de los cuerpos escaldados de sus amigos y narraron la historia. Esta fue trasmitida de generación en generación hasta convertirse en parte de la sabiduría popular e historia de su pueblo.
Estas vistas aéreas oblicuas del volcán Chichonal mirando hacia el oeste, muestran su estado antes y después de la erupción de 1982. En la vista anterior al acontecimiento sobresalen las áreas despejadas para la agricultura. El cráter mide alrededor de un kilómetro de ancho. (Foto "antes": René Canul. Foto "después": W. A. Duffield)
Anno Domini 1965
Gary Gossen, un estudiante de antropología de la Universidad de Harvard, deseaba realizar como proyecto de doctorado un estudio que constituyese un desafío. Y lo encontró en la selva de Chiapas, donde habitan los indios chamula, descendientes de la cultura maya. Muchos de ellos únicamente hablan su lengua tradicional, el tzotzil, y sólo unos pocos hablan español, y puesto que no existía historia escrita, el antropólogo dependía únicamente de las memorias de la población actual.
Gossen pasó 15 meses en Chiapas reuniendo un extenso acervo de tradiciones orales del pueblo chamula. Grabó numerosas entrevistas tanto en inglés como en tzotzil e interpretó en la mayoría de las historias, que se remontaban al menos a algunos cientos de años en el pasado, acontecimientos rutinarios de la vida real, así como anécdotas fantásticas y graciosas que reflejan cierto sentido del humor o una completa distorsión de hechos. No obstante, una historia frecuentemente repetida que narraba la muerte de muchas personas por un flujo de agua hirviente, desconcertaba a Gossen. Una destrucción significativa e incluso la cuasi aniquilación de la cultura era explicable a partir de causas naturales diversas: la idea de un flujo violento como agente de destrucción resultaba bastante razonable en esa tierra de abundantes lluvias, pero la idea de un flujo hirviente parecía desafiar cualquier explicación racional.
Anno Domini 1982, junio
Lo que quedaba de la montaña apareció ante nuestros ojos. Bob Tilling y yo estábamos azorados al mirar, desde el aire, la severa y extensa destrucción que la reciente actividad eruptiva del tan pequeño -apenas 750 metros de altura- y casi del todo desconocido volcán había provocado. Era el primero de varios vuelos de reconocimiento en helicóptero sobre el volcán llamado Chichonal. La erupción había cesado casi ocho semanas antes de nuestro arribo, pero los nuevos depósitos estaban aún calientes y el volcán continuaba vivo, con temblores y fumarolas nocivas.
Por generaciones, los fértiles suelos volcánicos habían producido alimento para la población local. Ahora, sin embargo, no había vegetación alguna. Poco a poco, conforme uno se alejaba de la montaña, la suave sábana de ceniza que ocultaba la vegetación se hacía más delgada y, eventualmente, permitía que algunas plantas asomaran sobre ella.
A partir de la poca información publicada que existía, habíamos podido preparar algo para nuestro viaje exploratorio. No se tenía conocimiento de ninguna erupción del Chichonal que hubiese ocurrido, al menos, durante el tiempo en que ya se contaba con registros históricos escritos. Por si fuera poco, el Chichonal se sitúa en medio de la selva montañosa a unos 200 kilómetros del volcán más cercano: ambas son características poco comunes, ya que la mayoría de los volcanes se ubican en sectores volcánicos o se distribuyen a lo largo de arcos volcánicos cuya longitud es de cientos de kilómetros. La consecuencia de ello fue que, antes de 1982, el Chichonal era desconocido casi por todo el mundo.
Así, sorpresivamente, durante una sola semana, a finales de marzo y principios de abril de 1982, el volcán llegó a ser famoso internacionalmente. Tres potentes erupciones de tipo explosivo originaron el más serio y mortífero de los desastres volcánicos en la historia de México. Con la sabiduría que se deriva de la experiencia, los geólogos y autoridades civiles reconocerían que el Chichonal había dado numerosas señales previas de que pronto explotaría. Varios registros que pudieron alertar a tiempo fueron examinados demasiado tarde. Ellos mostraban que durante los meses anteriores a la explosión, la montaña había incrementado su actividad con agudos temblores y periodos continuos de tremor, mientras gases sulfurosos, calientes y presurizados, salían de las grietas en su superficie. Pero el volcán, sin ningún registro histórico de erupción, estaba muy alejado de cualquier centro de población y su observación cercana y frecuente fue desestimada.
Lo ocurrido también puso de manifiesto la importancia de un reporte técnico escrito un año antes de la erupción en el que geólogos mexicanos que, entre 1980 y 1981 estudiaron el volcán como una posible fuente de energía geotérmica, indicaban haber sentido fuertes sismos durante los días que duró su estudio de campo. Sin embargo, su reporte, fechado en septiembre de 1981 fue almacenado en alguna oficina de la ciudad de México y, junto con el Chichonal en la selva de Chiapas, olvidado hasta los siniestros de marzo de 1982.
Conforme volábamos sobre y alrededor del cráter ahora truncado por la erupción, Bob y yo notamos que los productos arrojados en la nueva erupción eran piroclastos, es decir, fragmentos y esquirlas de roca volcánica creados por el tipo de erupción más violenta de la naturaleza. Registramos cuanto pudimos tanto en videocinta como en nuestras libretas. Colectamos muestras de roca y piezas de vegetación carbonizada para estudios posteriores. Nuestro piloto aterrizó cuidadosamente sobre el borde del nuevo cráter de un kilómetro de ancho originado por la explosión de la antigua cima. Eramos los primeros seres humanos que desde la erupción ponían pie en el lugar; el piloto estaba preocupado pues podíamos hundirnos en la ceniza y dañar así el motor o al personal abordo.
También aterrizamos en lo que quedaba de Francisco León, pueblo edificado sobre una terraza fluvial del Magdalena, el gran río que envolvía parcialmente la base del volcán. Muchas de las construcciones habían sido arrasadas por la nube de piroclastos que desde el volcán había fluido por el río pasando a través del poblado. Los únicos restos reconocibles eran los de la estructura de la iglesia, la parte inferior de sus paredes, hechas de piedra y mortero, habían sobrevivido a la explosión piroclástica.
Como si el lugar no hubiese sido castigado lo suficiente, observamos indicios de que había sido inundado subsecuentemente por las aguas de un lago, originado detrás de una presa natural que se formó cuando un tapón de 30 metros de espesor se había deslizado desde los flancos del volcán y bloqueado el canal del río Magdalena, dos kilómetros río abajo. A una altura de diez metros sobre lo que había sido la plaza del pueblo, las colinas habían sido erosionadas: una vez que la frágil presa de productos piroclásticos hubo excedido su capacidad, pues el suministro de agua proveniente de río arriba nunca se había interrumpido, el agua fue desalojada vertiginosamente y marcas sucesivas de los diferentes niveles de agua se habían formado.
Justo antes del recorrido, colegas mexicanos nos habían contado sobre el efímero lago, así que no nos sorprendimos al ver las diferentes líneas de erosión en los depósitos de ceniza que cubrían las colinas circundantes. Sin embargo, lo que lo hacía más interesante era que sus aguas estaban casi hirviendo, pues se habían acumulado sobre depósitos piroclásticos cuya temperatura era cercana a los 650° centígrados: el lago se había formado en una "sartén" con una temperatura superior a la de ebullición; presumiblemente lo único que evitó que el agua hirviese fue el continuo suministro de agua fría desde río arriba.
Durante las semanas que tomó al lago llenarse por completo, las autoridades mexicanas aconsejaron a los habitantes de río abajo trasladarse a lugares más altos. Desde el momento en que el flujo de agua comenzó a erosionar la presa de piroclastos, sólo llevó una hora de ese 26 de mayo para que ésta se vaciara por completo. Todavía a una distancia de 10 km río abajo la corriente de agua tenía una temperatura de 85° C. A 24 km y aun cuando las autoridades habían recomendado mantenerse lejos del río, una persona murió y otras tres sufrieron severas quemaduras por agua a 50° C. No obstante, lo que pudo haber sido un inmenso desastre desde el punto de vista humano fue evitado casi por completo gracias a la alerta anticipada.
Anno Domini 1982, julio
Cuando regresamos a Estados Unidos había una insaciable sed de información sobre la erupción del Chichonal. Sólo dos años antes, las erupciones dramáticas del Monte Santa Helena cerca de Portland, Oregon, habían incrementado la atención pública sobre riesgos volcánicos. Impartimos muchas conferencias ampliamente ilustradas con fotografías de la destrucción causada por el Chichonal. El contar y recontar la historia del "flujo hirviente" a la larga tuvo un resultado inesperado. Al final de una de las pláticas un miembro de la audiencia se aproximó para decirme que al parecer yo había resuelto un acertijo que por cerca de dos décadas había vagado como un fantasma en los corredores de la antropología. Conforme escuchaba, sentí el estremecimiento que acompaña al descubrimiento inesperado: el personaje me explicó el enigma del estudio de Gary Gossen -aquél sobre una tradición oral que narraba la destrucción de una antigua cultura por un flujo hirviente, justo allí, en las montañas de Chiapas-. Con el ejemplo en mano del reciente flujo hirviente, el rompecabezas se completaba.
Durante los meses y años que siguieron a nuestra breve visita en 1982, los geólogos han realizado muchos estudios cuyos resultados dan una mayor credibilidad a la historia chamula del flujo hirviente, ya que simplemente proporciona una versión antigua de los sucesos de 1982. Se han descubierto restos de cerámica maya en depósitos prehistóricos de ceniza del Chichonal y se sabe que las erupciones piroclásticas son características de este volcán, que se repiten en periodos de algunos cientos años y que han sucedido durante varios miles de años atrás.
Muchos científicos no consideran la información trasmitida por tradición oral como objeto de ciencia pura, ya que no es posible diseñar un experimento que pruebe la validez de una historia específica. Una dificultad adicional es que el método científico requiere de la validación mediante resultados reproducibles más que de una historia contada o del resultado de un simple experimento. Sin embargo, una lección que aprendí en la selva de Chiapas es que, dándole el tiempo suficiente, la propia naturaleza puede llevar acabo el experimento clave sin necesidad de datos introducidos por los científicos.
La naturaleza, a través del Chichonal, me mostró que la tradición oral sobre un antiguo flujo hirviente era posible. El ingrediente clave fue dejar transcurrir el suficiente tiempo y la paciencia humana para que en 1982 el volcán lo produjese. Conociendo el actual registro geológico de las erupciones previas, y que los pasados y actuales flujos hirvientes son muy similares entre sí, pueden considerarse como los resultados reproducibles que nuestra ciencia exige.
Otra lección que obtuve a partir de mi experiencia en el Chichonal es que la comunicación abierta, en contacto con la tradición oral, es fundamental para el progreso científico. Los científicos a menudo no ven mas allá de los muros artificiales que erigen alrededor de sus respectivas especialidades. Yo mismo he tenido tal actitud a lo largo de mi carrera como científico. Si bien es cierto que no fui a México para aprender antropología, creo que ese breve contacto con ella y con la historia oral fue la parte más gratificante y productiva de toda mi experiencia en el Chichonal. Es verdad que si el azar no hubiese llevado a esta persona a mi conferencia, yo jamás me hubiese enterado del nexo entre las diferentes especialidades; pero dicha conexión se efectuó y nos sirve como recordatorio de que, cuando estamos inmersos en los quehaceres de la vida, debemos tratar de mirar más allá de nuestro pequeño nicho de intereses. ¡Romper tal barrera quizá pueda traer consigo un caudal enorme de oportunidades y descubrimientos!
Mientras tanto, la próxima vez que escuche algo que suene como un cuento, yo no escribiría tan rápido que es pura fantasía.
Las vistas aéreas oblicuas muestran el pueblo de Francisco León antes y después de la erupción de 1982. La imagen tomada antes del evento se sitúa al noreste, a un lado del Río Magdalena (al fondo) en dirección al volcán Chichonal. La estructura larga encerrada en un círculo a un costado de la plaza es la iglesia. La imagen tomada después se sitúa al suroeste, a lado del ahora devastado Río Magdalena (en primer plano). Sobresalen parte de las paredes de la iglesia a la izquierda. El alto nivel de agua del lago hirviente está delineado en un surco a través de la base de las colinas en el fondo (Foto "antes" : Ricardo Meléndez Urista. Foto "después": W. A. Duffield)
El autor es científico emérito en
la investigación geológica en Estados Unidos y profesor en
el Departamento de Geología de la Universidad del Norte de Arizona,
en Flagstaff