Guillermo
Vega Zaragoza
el cuento del domingo El perro de Brasil |
![]() |
Bajo
la tumescente luz roja del Atzimba Javier conoce a Brasil, a quien le
basta que un par de mililitros de alcohol en la sangre coincida con su
orgasmo para demostrar las prodigiosas posibilidades pubococcígeas
que, a sus cuarenta años, siguen permitiéndole preguntar
a clientes y aspirantes a padrote: ¿Vamos a coger o te dan agruras?
Con habilidad y destilando su mala leche de narrador eficaz, Guillermo
Vega abre y cierra este cuento del domingo bajo el vuelo de las pertenencias
personales, súbitos cambios de vida, conductas que dan la impresión
de no variar nunca y cíclicos estados de ánimo.
A Jorge, mi hermano Apenas
había dado un par de pasos fuera del viejo edificio y Javier se
detuvo a encender el último y arrugado Delicado sin filtro que le
quedaba. Al momento de prender el cerillo y hacer casita con las manos
para proteger a la llama de la herida del aire, escuchó a lo lejos
una voz de advertencia: "¡Aguas!", a la que siguió un estruendo
seco, metálico, y luego el ruido de piezas rodando y estrujándose
bajo las llantas de los automóviles que pisaban el asfalto sin inmutarse.
Desde la tienda de abarrotes salió un instantáneo coro de
víboras incrédulas. Le dio una bocanada profunda al pitillo
y al tiempo que expulsaba de su cuerpo el compuesto cancerígeno,
entraron en sus oídos estas previsibles palabras: "¡Si prefieres
irte con tu puto amigo, de una vez llévate todas tus chingaderas!"
Lo que Javier no previó fue que el estruendo lo provocara la colisión
de su videocasetera contra el pavimento. Entonces sí se encabronó.
Volvió como un resorte sobre sus pasos y subió los cinco
pisos de escaleras a grandes pasos, mientras seguía escuchando el
sonido de objetos rompiéndose sobre la banqueta y los gritos afónicos
de Brasil. No tenía caso preguntarse si estaba loca, era evidente
que lo estaba, así que lo único conducente, como ya había
sucedido antes, demasiadas veces para su gusto en casi seis meses, era
sujetarla de los brazos, darle una buena zarandeada y propinarle un par
de bofetadas para que se calmara. Ya en otras ocasiones había sido
víctima de sus excesos: lo había dejado afuera, al cambiar
la chapa de la entrada; luego, metió toda su ropa en blanqueador
y tuvo que ir a trabajar con camisas y pantalones que hubieran sido la
envidia de cualquier tránsfuga de Avándaro, pero ahora sí
ya le había colmado el plato: a la video siguieron los discos, los
casetes y los libros y era el turno de la ropa cuando trató de tomarla
de los brazos, pero ella logró zafarse y no le quedó más
remedio que jalarla de las largas y teñidas greñas, de las
que se quedó con un racimo entre los dedos, y aventarla en dirección
al cuarto de azotea que habitaban ambos. No quiso ni voltear hacia abajo,
pero ya podía adivinar el rumor de la multitud que se arremolinaba
ante la pequeña hecatombe de sus pertenencias sobre la banqueta.
Entró a la precaria habitación para salir de inmediato, amenazado
por la punta del largo cuchillo cebollero que blandía Brasil. "Ándale,
cabrón, para eso sí estás bueno, para pegarles a las
mujeres, pero conmigo te chingas, porque les voy a cortar los huevos a
ti y a tu puto amigo." Sabía lo inútil y contraproducente
que resultaría decirle que se calmara, por lo que sólo atinó
a articular algo así como: "Sin huevos no te sirvo para nada", o
por lo menos eso pensó que podía haber dicho cuando pudo
por fin tragar la saliva que se le anudaba en el cogote. Brasil se le dejó
ir encima y no supo cómo logró torcerle la muñeca
y hacerle soltar el arma. Ya sin el cuchillo, le dio un empellón
tan vigoroso que ella cayó de purititas nalgas sobre una cubeta
llena de agua. Javier no pudo contener la risa mientras la veía
cubrirse la cara con las manos y sollozar inconsolablemente, como una niña
a la que le han ganado su lugar en los caballitos. "No te rías,
cabrón, no te rías", y él risa y risa, recargado en
las jaulas de la azotea. "Prefieres irte con tu pinche amigote el Jacobo
y me dejas sola; prefieres irte con él y con tus putas", moqueaba
abundantemente, para rematar al fin: "Son unos pirujos, putañeros,
eso es lo que son." Ni forma de hacerle entender que el putañero
era el Jacobo pero que él no, aunque el Jacobo fue el que se la
presentó esa noche, hacía ya como seis meses, bajo la tumescente
luz roja del Atzimba. "Esta es Brasil", le dijo el Jacobo. "Y a mí
me dicen El Ronaldo", argumentó Javier, pero era evidente que ella
no había entendido el chiste. "Ya en serio. ¿Cómo
te llamas?", le preguntó mientras se sentaba en el regazo de Javier.
"¿Eres mi amigo?", contraatacó ella y él asintió.
"Entonces dime Brasil, porque así me dicen mis amigos." Brasil no
era ya ni siquiera una belleza regular a sus cuarenta y dos años,
pero tenía un culo hermoso y, como decía el Jacobo, cuando
la fuerza mengua, para eso está la lengua, aunque ella sólo
la utilizaba como último recurso, pues contaba con un arma letal.
"Brasil tiene perro", era el mito dominante en el Atzimba y todo mundo
parecía dispuesto a comprobarlo en cuanto se enteraba. Historias
espeluznantes de hombres exhaustos y miembros exprimidos como limones,
casi cercenados por la dentada vulva de Brasil. Lo que a nadie se le advertía
era que, debido a una lesión cerebral, las tendencias destructivas
de Brasil se activaban en cuanto un par de mililitros de alcohol entraban
en su torrente sanguíneo y coincidían con el clímax
de sus orgasmos. A veces a la cabrona de Brasil le salía un cabrón
y medio, y a la noche siguiente llegaba con lentes oscuros y un ojo morongo,
o el hocico reventado y un diente flojo, pero nunca se iban limpios los
hijos de la chingada: al chico rato ya andaba realizando una molleja chapada
de orégano o hasta chillones de auto con todo y bocinas. A pesar
de todos estos antecedentes pues era su amigo, su soul brother,
su partner, y tenía que haberle advertido pero no lo hizo,
el Jacobo se la presentó. Javier le cayó tan bien a Brasil
que le dijo que no le iba a cobrar si le disparaba otro trago. Es más,
si le disparaba la botella hasta podía aspirar a padrotearla, porque
a ella no le gustaban los cabrones que les pegan a las mujeres y él
se veía buena onda, como que no era de ese ambiente, por lo que
no sabía qué estaba haciendo con el ojete del Jacobo que
siempre le quedaba a deber o quería coger de a gorrión. "¿Volando?",
dijo él, candidatéandose para un vergazo en el hocico. "No,
pendejo: gratis", rió ella y le reiteró la invitación:
"¿Vamos a coger o te dan agruras?" Como el Jacobo bailaba con otra
mujer en la desgastada pista del antro, no pudo pedirle dinero para el
hotel, porque siempre que se iban de parranda el que pagaba todo era el
Jacobo, que tenía un puesto de ropa en el mercado de la Guerrero
y no le iba nada mal, mientras que a él le iba de la fregada con
el puesto de jugos, así que terminó en el cuarto de azotea
de Brasil. El perro de Brasil pudo hacer muy poco para mantener su reputación
esa noche, pues al parecer estaba exhausto de tanto ladrido, por lo que
a cambio la mujer se dedicó a contarle su vida. Nunca había
conocido a su padre y su mamá la había dejado encargada con
una tía, pero nunca volvió a saber de ella. La tía
y las primas pensaron de inmediato que habían conseguido criada
gratis y durante años les sirvió, hasta que conoció
al Miguel, novio de una de las primas. Brasil, que todavía entonces
no se llamaba Brasil, sucumbió ante la seducción del tal
Miguel. Ella no entendía muy bien por qué le gustaba al Miguel,
si siempre se había considerado fea y la prima era la más
bonita de todas. Se lo preguntó al Miguel y le hizo la revelación:
"Ay, mamacita, qué no te has visto las nalgotas que tienes." Así
que de eso se trataba todo: nalgas matan carita. Todas las tardes, el Miguel
iba a visitar a la prima, se besuqueaban y manoseaban y Brasil les servía
refrescos y galletas. Como a las diez de la noche, el Miguel se despedía
de la familia pero de mentiras, porque se metía de nuevo a la casa
por la puerta de la cocina y subía al cuarto de Brasil para coger
con ella hasta la madrugada. El cabrón Miguelito siguió con
el negocio redondo noviecita santa y cogida monumental por el mismo boleto
hasta que los descubrieron. Sucedió el mismo día que Brasil
supo que tenía perro y dejó tan exhausto al Miguel que se
quedó dormido y en la mañana la prima subió al cuarto
para preguntarle algo. Brasil se encontró entonces en la calle,
sin dinero, sin oficio ni beneficio. Hasta que conoció al Oso, su
primer padrote, en la Terminal de Autobuses del Norte, cuando ella pensaba
regresar al pueblo donde supuestamente había nacido su mamá.
El Oso la indujo al vicio y la perdición y le enseñó
a cobrar. Aunque la protegía y todo, también le daba sus
buenos cabronazos, hasta que un día le pegó tan duro en la
cabeza que se desmayó. Después de eso, cuando se emborrachaba
se ponía muy loca, y se ponía aún más si tomaba
y cogía al mismo tiempo. No le gustaba que el Oso le pegara tan
seguido, así que un día decidió escaparse y por eso
se cambió el nombre por el de Brasil, pues había una amiguita
de las primas que así se llamaba y siempre le había gustado
el nombre. El Oso nunca volvió a aparecer en su vida, a lo mejor
se regeneró o lo mataron, pero nunca supo más de él.
Los demás padrotes ya no importaban, pues muy pocos le soportaban
sus violentos ataques y preferían salir huyendo. |