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Sergio Ramírez
Consejos no solicitados
El acoso reciente al diario El Nacional de Caracas por algunos centenares de manifestantes exaltados que pusieron cerco a sus instalaciones, me ha hecho recordar algunos de los peores episodios de la revolución sandinista en la década de los ochenta, episodios que a su vez estuvieron provocados por las concepciones más erróneas sobre lo que nosotros considerábamos el poder total, ese poder que porque responde a los intereses populares, y debe defenderlos en cada momento, debe estar en todas partes, enfrentando a una multiplicidad de enemigos internos y externos.
Cuando un gobierno que se proclama revolucionario se considera en guerra con los demás sectores de la sociedad para defender así los intereses populares, está partiendo de la peligrosa premisa de que el consenso es prescindible, y de que se puede gobernar anulando, golpeando, escarmentando, o amenazando a quienes se oponen al proyecto de cambio concebido desde arriba. Todos aquellos que son considerados hostiles a ese proyecto que no admite correcciones porque proviene de la iluminación ideológica, terminan excluidos, y esa exclusión probará a la postre ser fatal, porque no se puede vivir en paz sin consenso, y no hay proyecto de cambio capaz de prosperar si no es en paz.
Cuando alguien hacía algo que no nos gustaba o expresaba una opinión adversa que nos sacaba de quicio, un expediente muy a la mano era recurrir "a la justa ira de las masas", para que el pueblo mismo le diera una lección a "los enemigos del proceso", y esto iba con los periódicos, con las empresas, con los sindicatos, con los partidos, con las organizaciones de derechos humanos. Llegó un momento en que las masas en la calle no fueron suficientes y entonces se pasó al expediente más directo de la censura o al cierre temporal del periódico enemigo, la confiscación de la empresa, la prohibición del partido, organización o sindicato.
"Ellas", como llegábamos a decir al hablar de las masas, tal si tuvieran una identidad de individuo y merecieran un pronombre, nunca se movían espontáneamente, sino cuando el interés de la revolución lo demandaba. Lo que hacían en la calle era dirigido, o consentido, por el propio poder revolucionario. El Estado, concebido bajo un criterio total, incluía al partido, a las fuerzas armadas, al gobierno y a las masas. Y las masas no eran una abstracción. Estaban organizadas en comités de barrios, en gremios, en sindicatos, en milicias, y también en fuerzas de choque. Servían para llenar las plazas, para alfabetizar y vacunar, para defender militarmente las cooperativas rurales, para ejercer la vigilancia nocturna en los barrios, y también para asustar y escarmentar a los adversarios.
Se habían creado concepciones antagónicas en la sociedad; y muy tarde nos dimos cuenta que podíamos conciliar esas concepciones, tan tarde, que ya habían pasado diez años de guerra, ambos bandos teníamos encima de nuestras conciencias más de 50 mil muertos y el país estaba en escombros, como todavía sigue, en muchos sentidos. Y tarde entendimos también que el país no estaba dividido entre pobres sandinistas y ricos reaccionarios, como proclamábamos, sino que se había rasgado de arriba abajo, por la mitad, dividiendo a todas las clases sociales.
Pero al fin y al cabo nosotros teníamos el poder, éramos nosotros lo que quisimos darle sustancia a una ideología de cambio que no era viable ni tenía el consenso, y creaba más bien anticuerpos. Por tanto, nosotros fuimos los primeros culpables del fracaso. Hablo en plural, y diré siempre nosotros, porque lo peor es ponerse a dar consejos, que encima no han sido solicitados, hablando de errores y desaciertos como si uno nunca hubiera estado allí.
Un gobierno nunca gana prestigio hostigando a los medios de prensa ni impidiendo su trabajo normal ni censurándolos, mucho menos cerrándolos, aunque sea temporalmente, ni prohibiendo partidos y sindicatos. Los medios de comunicación vuelven siempre a resucitar y se convierten en símbolos. Esa fue la lección en Perú, bajo el gobierno del general Velasco Alvarado, y en Nicaragua, durante la década de la revolución, para citar sólo dos ejemplos.
Mi consejo no solicitado es que un gobernante, sobre todo si ha sido electo de manera legítima y tiene un mandato que cumplir en un plazo determinado, no puede olvidar jamás el consenso, ni ignorar lo que es viable en la sociedad, a riesgo de perder de antemano la partida. Es fatal dividir arbitrariamente desde el poder a una sociedad entre revolucionarios y reaccionarios. El consenso implica la tolerancia frente a las opiniones adversas, sobre todo y aunque se trate de opiniones con influencia. Cuando se decide estorbar a un medio de comunicación porque dice lo que no queremos oír, a lo mejor estamos trazando un camino sin retorno hacia la intolerancia absoluta, que es la marca mayor de la derrota de un proyecto político.
Ningún gobierno, por muy revolucionario que se proclame, ningún partido, representa nunca al pueblo en su totalidad, y será siempre abusivo hablar en nombre de todo el pueblo desde el poder. Al final, la gran lección para nosotros fue que ese mismo pueblo, al que creíamos representar sin fisuras, nos sacó del poder votando contra nosotros. Y al Frente Sandinista, el partido de la revolución, al cual ya no pertenezco, le ha dado ya la espalda tres veces en tres elecciones sucesivas, a lo mejor porque presenta siempre al mismo candidato.
Un proceso de cambio verdadero sólo puede ser posible en una sociedad abierta, donde el consenso impere como la regla maestra. Las exclusiones, el escarmiento a los disidentes, el castigo a los réprobos, sólo terminan por dividir y por enfrentar a la sociedad, por desconcertar la economía, y por volver imposibles los proyectos concebidos para transformar esa sociedad, por muy bien intencionados que sean.
Esta fue mi propia experiencia, de la que me he acordado al leer las noticias sobre el acoso a El Nacional, y no quise quedarme sin dar esos consejos que nadie me ha pedido.
* Escritor nicaragüense
www.sergioramirez.org.ni