Avances terapéuticos, tropiezos éticos
Sida
Como ha sucedido con la religión, a nombre de
la ciencia se han justificado también las peores atrocidades humanas.
Gente de color, personas con retraso mental, mujeres embarazadas y poblaciones
del tercer mundo han sido utilizados como conejillos de India en experimentos,
pruebas de vacunas y protocolos clínicos por prestigiadas universidades
y grandes consorcios farmacéuticos. Con la aparición del
sida, los dilemas éticos en la investigación científica
volvieron a plantearse en toda su dimensión: ¿es válido
en nombre de la ciencia vulnerar los derechos humanos de un sector de la
población?, ¿puede el interés científico prevalecer
por encima del interés de las personas? En este artículo,
Arnoldo Kraus reflexiona sobre este grave asunto y propone "humanizar la
ciencia" para rescatarla de los políticos y de los grandes empresarios.
Arnoldo Kraus
La epidemia del síndrome de inmuno deficiencia adquirida (sida) nos alcanzó en mal momento. No sólo por la gravedad de la enfermedad, o por las capacidades que tiene el virus para desafiar la inteligencia humana, o por los grandes costos que representa su tratamiento, sino porque la enciclopedia de la moral humana se encuentra más deshojada que en otros tiempos.
Sabemos cuándo empezaron a caer las páginas pero ignoramos cuando se detendrá la desfoliación. Conocemos el nombre del virus, pero de la mayoría de los infectados sabemos sólo que son casos, números y, algunos, "códigos" (cuando tienen la suerte o la desgracia de ser sujetos de investigación). De poco han servido denuncias de filósofos como Hans-Georg Gadamer, quien advierte acerca del paciente que sirve como caso a la ciencia pero que lo excluye del mundo social y, en cierta forma, le resta humanidad. El balance es nítido: el cúmulo de los daños celulares que produce el virus es idéntico a sus destrozos éticos. El sida llegó en una época en que la biotecnología ha arrasado con muchas fronteras moleculares y en un tiempo en que la bioética emerge como censor y cuestionador de no pocas maniobras médicas y tecnológicas.
Lo mismo puede afirmarse de la inequidad en la distribución
de los recursos médicos. Biotecnología, bioética y
bioglobalización son términos cuyo encuentro es necesario.
En la medicina contemporánea, el difícil balance "entre lo
que se puede y lo que se debe" es más patente y palpable que en
cualquier otro tiempo. Los avances en el conocimiento de la enfermedad
y las mejoras en su terapéutica han caminado en forma paralela con
los tropiezos éticos experimentados a nivel individual o social.
¿Puede ser racista la medicina?
Las políticas públicas hacia la epidemia del sida, sobre todo en algunos países africanos, recuerdan, en ocasiones, las teorías de los darwinistas sociales. Lo mismo puede decirse de algunas experiencias que manchan toda traza ética o como lo denomina Norbert Bilbeny, hechos que enturbian el "mínimo común moral". Cito dos ejemplos. El primero data de 1963, y consistió en estudiar las reacciones inmunológicas a células cancerosas inyectadas a personas con retraso mental; esto sucedió en Nueva York. El segundo es el tristemente estudio Tuskegee, también en Estados Unidos, en el que se siguió en individuos negros el curso natural de la sífilis no tratada. Ambos ejemplos son parteaguas de lo que podría denominarse medicina racista (vide infra).
El estudio de Tuskegee pretendía investigar las
consecuencias a largo plazo de la sífilis. Para tal efecto, el Servicio
de Salud Pública de Estados Unidos (SSP) negó el tratamiento
a 399 hombres negroafricanos pobres que sufrían los efectos terciarios
de la enfermedad. Los médicos e investigadores implicados en Tuskegee
--ciudad de Alabama-- ni informaban a los participantes en el estudio que
estaban infectados por sífilis, ni los educaban en relación
a su tratamiento o prevención. Más bien, los atraían
con engaños y los invitaban a participar en el estudio ofreciéndoles
tratamiento gratuito para la "sangre mala" (bad blood), término
genérico que hacía referencia a una variedad de enfermedades.
Además, el SSP impedía que los participantes fuesen tratados
por otras fuentes. De hecho, cuando la penicilina alteró dramáticamente
el curso de la sífilis en la década de los cuarenta, el SSP
no permitió que estos pacientes fuesen tratados porque, aseveraban,
nunca encontrarían un grupo similar.
La moral etérea
En los últimos años, sobre todo en la última década, un porcentaje considerable de la investigación médica se lleva a cabo en el Tercer Mundo. Las razones principales, aunque por supuesto, no se comentan abiertamente, son: en muchas de esas naciones los códigos éticos son laxos, se consiguen "voluntarios" con mayor facilidad, se les paga menos, se les explica poco e incluso se les engaña --Tuskegee dixit. En suma, esa población, por ser más pobre y vulnerable, sirve bien a los propósitos de la investigación. La lección es evidente: la facilidad y la "urgencia de saber" pesan mucho más que los preceptos éticos.
Así, ni los Códigos de Nuremberg (1947), ni la Declaración de Helsinki (1964), que sostienen que el bienestar del sujeto debe predominar sobre los intereses de la sociedad, de la investigación o de los médicos, no son tomados en cuenta en diversos protocolos aplicados en el Tercer Mundo. Son múltiples los protocolos llevados a cabo en países subdesarrollados --sobre todo en África--, en donde el valor y la utilidad de la ciencia pesan más que el valor del ser humano. La investigación 076 ilustra el problema.
El estudio 076 --número asignado por los Institutos Nacionales de Salud en Estados Unidos (National Institutes of Health)-- se diseñó con el fin de entender cómo prevenir la transmisión del virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) de madres embarazadas VIH positivas a sus vástagos. Se sabía que una tercera parte de las madres contagiaría a sus hijo(a)s, por lo que se propuso administrar AZT --medicamento que frena la replicación del virus-- a las madres embarazadas VIH positivas durante el embarazo y antes del parto, y a los recién nacidos durante seis semanas. El estudio demostró que se reducía en forma significativa la transmisión de la enfermedad; en números, la transmisión disminuía 66 por ciento al utilizar AZT.
Sin embargo, el AZT es una droga tóxica con muchos efectos colaterales. El fármaco se suministró a madres, en la mayoría de los casos sin su consentimiento expreso y a sabiendas de que dos terceras partes --no se sabía cuáles sí transmitirían la enfermedad y cuáles no-- no contagiarían a sus productos. Por razones inexplicables, los Comités de Ética involucrados en la autorización de la investigación consideraron que el proyecto era válido, pues "se ignoraba cuáles bebés se contagiarían y cuáles no".
La función de los Comités de Ética, en síntesis, establece que los beneficios de la investigación deben ser mayores que sus riesgos, y que los investigadores deben ofrecer a los candidatos suficientes datos sobre la investigación --consentimiento informado. Hay evidencias que indican, sobre todo en el Tercer Mundo, que más de la mitad de los participantes en este tipo de estudios no entienden lo que implica firmar un documento, amén de que en algunas partes de África hasta 84 por ciento de los sujetos estudiados han declarado que "se vieron obligados a hacerlo". En estos casos es inexplicable la nula presencia de los Comités de Ética.
Una vez que se supo que el AZT era benéfico, el problema siguiente era de orden económico: el tratamiento por seis meses costaba 800 dólares, lo cual sobrepasa con mucho el gasto en salud anual de muchos países pobres (25 dólares por persona al año). Bajo esta óptica, se decidió entonces realizar otro experimento, con el fin de reducir costos, en el cual a un grupo se le suministraría AZT por un periodo corto durante las últimas semanas del embarazo. El problema surgió con el otro grupo, el grupo control --nombre que designa a las personas que aleatoriamente recibirán placebo--: ¿se le daría el tratamiento completo como a las mujeres estadounidenses o se le suministraría placebo? De acuerdo a la Declaración de Helsinki y otras similares, el grupo control debería recibir AZT durante todo el embarazo ya que su eficacia había sido probada. La mayoría de los médicos --el protocolo se llevaba a cabo en Tailandia y en África-- decidió suministrar placebo.
Al finalizar el estudio se supo que el "tratamiento corto", aunque era menos eficaz que el largo, reducía la transmisión entre 40 y 50 por ciento. Si se repasa la decisión de recetar placebo cuando existe un tratamiento disponible --AZT-- el problema moral salta nuevamente: ¿cuáles eran las obligaciones éticas hacia el grupo control?, ¿por qué no se le suministró a este grupo el tratamiento completo?
Dichas incongruencias merecieron algunas páginas en los medios médicos. Marcia Angell comentó que el estudio violaba la Declaración de Helsinki y demostraba "una omisión grave hacia el bienestar de los entes estudiados", y aseveró que "queda la impresión de que no nos hemos alejado de lo sucedido en Tuskegee. Quienes pertenecemos a la comunidad científica, necesitamos redoblar nuestro compromiso para fortalecer los estándares éticos, sin que importe dónde se lleva a cabo la investigación."
Debe agregarse que en esos años se realizaban 16 proyectos similares en 17 mil mujeres embarazadas en países en vías de desarrollo. Sólo en uno, el grupo control recibía AZT.
Quienes defendían el proyecto 076, entre ellos
Harold Varmus, director de los Institutos Nacionales de Salud de Estados
Unidos, y David Satcher, director del Centro para el Control de Enfermedades
(Center for Disease Control), argumentaban que si se le daba AZT al grupo
control, estos enfermos requerirían exámenes de laboratorio
frecuentes, lo cual sobrepasaba las capacidades económicas de los
países del Tercer Mundo. Argumentaron también que muchos
de estos pacientes estaban desnutridos y padecían anemia, lo que
podía ser nocivo si se les daba AZT en vez de placebo. Finalmente,
sostuvieron que se debería confiar en los Comités de Ética
locales. La realidad es que los argumentos de Varmus y Satcher son penosos,
poco inteligentes e incluso racistas. Y lo que es más lamentable,
aunque paradójicamente comprensible pues muchos de los estudios
involucraban médicos de esas instituciones, es que las ideas provengan
de los directores de esos centros. Varmus y Satcher se convirtieron en
juez y parte. Parecería que entramos en una etapa que podría
denominarse "sabiduría carente de humanidad".
Tercer Mundo y doble moral
De los dos casos citados, y de otros similares en otro estudio, donde se analizaba la importancia de la carga viral, esto es, "el grado de infección que depende del número y de la velocidad de replicación del virus, entre otros factores", se decidió no informar a la pareja aunque fuese VIH negativa para así poder determinar cuál es el grado de infectividad del virus, es evidente que la investigación que se lleva en el Tercer Mundo, en muchos casos auspiciada por compañías y universidades estadunidenses, está plagada de dobles morales. Sobresalen algunas faltas:
1 A pesar de que se conoce que hay drogas eficaces no se administran a los grupos de control pues alterarían los fines de algunos estudios.
2 Diversas evidencias demuestran que la mayoría de quienes participan "voluntariamente" en el Tercer Mundo, no entiende lo que dice el consentimiento informado.
3 Las cuotas que se ofrecen a los sujetos en el Tercer Mundo por participar en los estudios son menores a las que se pagan en los países desarrollados.
4 No hay regla que obligue a las compañías farmacéuticas, una vez finalizado el experimento, a otorgar los medicamentos utilizados por tiempo indefinido a los sujetos estudiados durante el experimento.
5 No se cumplen las mismas reglas de seguridad cuando se recluta o se sigue a pacientes del Tercer Mundo exámenes de laboratorio, estudios previos similares, etcétera.
6 Se viola la Declaración de Helsinki que permite utilizar placebos sólo cuando no existan modalidades terapéuticas conocidas cuya eficacia haya sido comprobada.
7 Buena parte de las universidades depende, para llevar a cabo sus investigaciones, de las aportaciones de compañías farmacéuticas que suelen ejercer múltiples presiones que devienen dobles morales.
8 En octubre de 2000 la Asociación Mundial de Médicos (World Medical Association) declaró que cualquier nuevo tratamiento debe ser probado contra "los mejores métodos terapéuticos, diagnósticos y profilácticos".
Además de las consideraciones anteriores, hay evidencias que indican que los estudios realizados en África no han mejorado las condiciones médicas en los sitios donde se realizaron. Evidentemente, el problema no sólo es la pobreza de los países donde se efectúan las investigaciones, sino la poca voluntad de los científicos que, repito, son parte de prestigiadas universidades estadunidenses, en donde la ciencia parece ser el hilo rector y no la condición humana. Asistimos, como lo demuestran los estudios previos y otros no comentados, a una suerte de festín de la ciencia, en donde las grandes mentes penetran el virus y descuidan el ser humano. Y no sólo eso: es evidente que el affaire Tuskegee se ha reproducido seis década después.
¿Qué nos permite asegurar que no seguirá proliferando una medicina racista sobre todo ahora que el conocimiento es manejado por los políticos y empresarios, en una proporción no desdeñable, y no por los científicos? Existen evidencias que muestran que en últimas fechas se ha intentado modificar la Declaración de Helsinki, de tal forma que afectaría negativamente los principios éticos de los protocolos a favor de los investigadores. Quizás, en el futuro, veamos nuevamente manifestaciones de organizaciones no gubernamentales contra "los dueños de la ciencia", en forma similar a las que actualmente ocurren en todo el mundo contra el orden económico imperante (globalización).
La salud y los derechos humanos, leitmotiv del finado Jonathan Mann, son temas que han aflorado con fuerza por los manejos inadecuados en torno al sida. Las consabidas desventajas y escaso acceso a la salud de los pobres es fenómeno harto conocido. Pobreza e insalubridad son binomio inseparable que obra en múltiples formas en contra de los desprotegidos y que, a la postre, es una forma que perpetúa miseria e impide competitividad el refrán popular que dice: "al perro más flaco es al que se le pegan las pulgas" es, en el terreno del sida, brutalmente cierto.
Sea por desnutrición, porque la medicina preventiva es mala o escasa, por enfermedades neonatales no tratadas a tiempo, por falta de proteínas in utero, por incompetencia para lidiar con enfermedades crónicas, o por incapacidad para acceder a muchos medicamentos o a la medicina de "buena calidad", inter alia, la realidad es que la miseria se "clona" a sí misma vía enfermedad. El dictum "ser pobre es muy caro" encuentra mil caras en el trinomio salud, pobreza y violación a los derechos humanos. Con el sida es frecuente la violación a los mínimos códigos de ética que se daña incluso por negarle a los pobres acceso a tratamientos adecuados y "justos". Al hablar de sida, la falta de acceso a los sistemas de salud se convierte en violación a los derechos humanos.
Norma mínima debería ser obligar a los grandes
consorcios del saber y a los dueños del poder económico,
a orientar sus políticas y darle a quienes participan como sujetos
de investigación , y que a la postre sirven a la ciencia y a la
humanidad, el mismo servicio que existe en el país de origen. Lacerar
los derechos humanos de los grupos vulnerables, es no sólo lastimar
los mínimos códigos de ética sino deformar los avances
de la ciencia. No hay duda que la bioética, amén de que considero
será la filosofía de este siglo, confronta una ardua tarea:
humanizar la ciencia, devolverle a los científicos el poder del
conocimiento y menoscabar los oscuros intereses de los políticos
y grandes empresarios que pretenden adueñarse del saber.
Médico adscrito a la Unidad de Inmunología
del Instituto Nacional de la Nutrición "Salvador Zubirán".
Versión editada del texto publicado en Los Universitarios.
Nueva época, octubre 13 de 2001.