Lumbrera Chico

Que los niños tengan o no tengan permiso de asistir a las corridas de toros en la Monumental Plaza Muerta es algo que puede dejarse pasar por hoy y revocarse mañana. Así es la política. Una medida como ésta, sobre la que se han vertido tantas opiniones, puede ser benéfica para la fiesta brava en la medida que lesiona gravemente los intereses de la mafia de Rafael Herrerías. Si el "empresario" apostó su dinero a la figura de Julián López El Juli, confiando en que el ex niño prodigio europeo le garantizaría la masiva asistencia de niños y adolescentes capitalinos, sería óptimo que el truculento negocio se le viniera abajo con la animalista prohibición.

En términos rigoristas, el proyecto de ley concebido por el Partido Verde Ecologista Mexicano y apoyado por el PAN, representa una sentencia de muerte contra uno de los mecanismos culturales que, desde los tiempos más remotos, ha permitido la reproducción de la tradición taurina, en México y en todas las otras tierras donde la afición se transmite, en el marco de la familia, de generación en generación. Interrumpir esa cadena supondría, en principio, destruir el DNA de la cultura del toro.

Sin embargo, bastante más perniciosa que esa ley ha sido la conducta de Herrerías y amigos que lo patrocinan, quienes han pervertido la esencia artística y ritual de la tauromaquia en aras de un espectáculo que desprecia la tradición, la cultura, la mitología y los símbolos trágicos del toreo. Nadie ha contribuido como ellos a matar el gusanito de la afición que nace en los niños desde su edad más tierna y que los acompaña a lo largo de toda la vida, estimulándolos a inculcar esa misma locura en sus pequeños descendientes.

Llama la atención que los ecologistas, preocupados siempre por la suerte de animales y plantas, no hayan tomado en cuenta un factor de la fiesta brava que, en el embudo de Insurgentes, perjudica directamente a los seres humanos, hombres, mujeres, ancianos y niños, sobre todo niños que a veces pueblan los tendidos. Por el miserable afán de ahorrarse unos pesos, Herrerías incurre cada vez con mayor frecuencia en la omisión de mojar la arena del ruedo, para impedir que las polvaredas levantadas por las patas de los toros al correr, lastimen los bronquios de los espectadores.

Nadie se ha puesto a considerar los incontables detritos que reposan sobre la dorada arena de la plaza y que todos nos tragamos con el menor chiflón. Lo que inhalamos con ello son partículas de excremento de res y de equino, sangre de toro podrida, cal, aserrín, huevos y larvas de parásitos intestinales, etcétera. Podríamos no tragarnos semejantes porquerías si el señor "empresario" cumpliera con la obligación de regar el ruedo cada vez que hiciera falta. ¿Por qué la Asamblea Legislativa del Distrito Federal no se apiada de nosotros en este sentido? Que un equipo de bacteriólogos y expertos en salud pública recoja muestras de la arena de la plaza y las estudie al microscopio, antes de echar en saco roto esta sensata preocupación. No otras.