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Eduardo Galeano
Los invisibles
Esto empezó con una explosión de violencia.
Pocos días antes de la Navidad, muchos hambrientos se lanzaron al
asalto de los supermercados. Entre los desesperados, como suele ocurrir,
se colaron unos cuantos delincuentes. Y en esas horas del caos, mientras
corría la sangre, el presidente argentino habló por televisión.
Palabra más, palabra menos, dijo: la realidad no existe, la gente
no existe.
Y entonces nació la música. Empezó
de a poquito, sonando en las cocinas de algunas casas, cucharones que golpeaban
cacerolas, y salió a las ventanas y a los balcones. Y se fue multiplicando,
de casa en casa, y ganó las calles de Buenos Aires. Cada sonido
se juntó con otros sonidos, la gente se juntó con la gente,
y en la noche estalló el concierto de la bronca colectiva. Al son
de los tachos de cocina, y sin más armas que ésas, se alzó
el clamor de la indignación. Convocada por nadie, la multitud invadió
los barrios, la ciudad, el país. La policía respondió
a balazos. Pero la gente, inesperadamente poderosa, derribó al gobierno.
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Los
invisibles habían ocupado, cosa rara, el centro de la escena.
No sólo en Argentina, no sólo en América
Latina el sistema está ciego. ¿Qué son las personas
de carne y hueso? Para los economistas más notorios, números.
Para los banqueros más poderosos, deudores. Para los tecnócratas
más eficientes, molestias. Y para los políticos más
exitosos, votos.
La pueblada que volteó al presidente De la Rúa
fue una prueba de energía democrática. La democracia somos
nosotros, dijo la gente, y nosotros estamos hartos. ¿O acaso la
democracia consiste solamente en el derecho de votar cada cuatro años?
¿Derecho de elección o derecho de traición? En Argentina,
como en tantos otros países, la gente vota, pero no elige. Vota
por uno, gobierna otro: gobierna el clon.
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El clon, desde el gobierno, todo lo contrario de lo que
el candidato había prometido durante la campaña electoral.
Según la célebre definición de Oscar Wilde, cínico
es el que conoce el precio de todo y el valor de nada. El cinismo se disfraza
de realismo; y así se desprestigia la democracia.
Las encuestas indican que América Latina es, hoy
por hoy, la región del mundo que menos cree en el sistema democrático
de gobierno. Una de esas encuestas, publicada por la revista The Economist,
reveló la caída vertical de la fe de la opinión pública
en la democracia, en casi todos los países latinoamericanos: según
los datos recogidos hace medio año, sólo creían en
ella seis de cada 10 argentinos, bolivianos, venezolanos, peruanos y hondureños,
menos de la mitad de los mexicanos, los nicaragüenses y los chilenos,
no más que un tercio de los colombianos, los guatemaltecos, los
panameños y los paraguayos, menos de un tercio de los brasileños
y apenas uno de cada cuatro salvadoreños.
Triste panorama, caldo gordo para los demagogos y los
mesías de uniforme: mucha gente, y sobre todo mucha gente joven,
siente que el verdadero domicilio de los políticos está en
la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
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Un recuerdo de infancia del escritor argentino Héctor
Tizón: en la avenida de Mayo, en Buenos Aires, su papá le
señaló a un señor que en la vereda, ante una mesita,
vendía pomadas y cepillos para lustrar zapatos:
?Ese señor se llama Elpidio González. Míralo
bien. El fue vicepresidente de la República.
Eran otros tiempos. Sesenta años después,
en las elecciones legislativas de 2001, hubo un aluvión de votos
en blanco o anulados, algo jamás visto, un récord mundial.
Entre los votos anulados, el candidato triunfante era el Pato Clemente,
un famoso personaje de historieta: como no tenía manos, no podía
robar.
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Quizá nunca América Latina había
sufrido un saqueo político comparable al de la década pasada.
Con la complicidad y el amparo del Fondo Monetario Internacional y del
Banco Mundial, siempre exigentes de austeridad y transparencia, varios
gobernantes robaron hasta las herraduras de los caballos al galope. En
los años de las privatizaciones rifaron todo, hasta las baldosas
de las veredas y los leones de los zoológicos, y todo lo evaporaron.
Los países fueron entregados para pagar la deuda externa, según
mandaban los que de veras mandan, pero la deuda, misteriosamente, se multiplicó,
en las manos ágiles de Carlos Menem y muchos de sus colegas. Y los
ciudadanos, los invisibles, se han quedado sin países, con una inmensa
deuda que pagar, platos rotos de esa fiesta ajena, y con gobiernos que
no gobiernan, porque están gobernados desde afuera.
Los gobiernos piden permiso, hacen sus deberes y rinden
examen: no ante los ciudadanos que los votan, sino ante los banqueros que
los vetan.
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Ahora que estamos todos en plena guerra contra el terrorismo
internacional, esta duda no está de más: ¿qué
hacemos con el terrorismo del mercado, que está castigando a la
inmensa mayoría de la humanidad? ¿O no son terroristas los
métodos de los altos organismos internacionales, que en escala planetaria
dirigen las finanzas, el comercio y todo lo demás? ¿Acaso
no practican la extorsión y el crimen, aunque maten por asfixia
y hambre y no por bomba? ¿No están haciendo saltar en pedazos
los derechos de los trabajadores? ¿No están asesinando la
soberanía nacional, la industria nacional, la cultura nacional?
Argentina era la alumna más cumplida del Fondo
Monetario, del Banco Mundial y de la Organización Mundial de Comercio.
Así le fue.
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Damas y caballeros: primero son los banqueros. Y donde
manda capitán no manda marinero. Palabras más, palabras menos,
éste ha sido el primer mensaje que el presidente George W. Bush
ha enviado a Argentina. Desde la ciudad de Washington, capital de Estados
Unidos y del mundo, Bush declaró que el nuevo gobierno argentino
debe "proteger" a sus acreedores y al Fondo Monetario Internacional y llevar
adelante una política de "más austeridad".
Mientras tanto, el nuevo presidente provisional argentino,
que sustituye a De la Rúa hasta las próximas elecciones,
metió la pata en su primera respuesta a la prensa. Un periodista
le preguntó qué iba a priorizar, la deuda o la gente, y él
contestó: "la deuda". Don Sigmund Freud sonrió desde su tumba,
pero Adolfo Rodríguez Saá corrigió de inmediato su
respuesta. Y poco después, anunció que suspenderá
los pagos de la deuda y destinará ese dinero a crear fuentes de
trabajo para las legiones de desocupados.
La deuda o la gente, esa es la cuestión. Y ahora
la gente, la invisible, exige y vigila.
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Hace cosa de un siglo, don José Batlle y Ordóñez,
presidente del Uruguay, estaba presenciando un partido de futbol. Y comentó:
-¡Qué lindo sería si hubiera 22 espectadores
y diez mil jugadores!
Quizá se refería a la educación física,
que él promovió. O estaba hablando, más bien, de la
democracia que quería.
Un siglo después, en Argentina, el país
vecino, muchos de los manifestantes llevaban la camiseta de su selección
nacional de futbol, su entrañable señal de identidad, su
alegre certeza de patria: con la camiseta puesta invadieron las calles.
La gente, harta de ser espectadora de su propia humillación, invadió
la cancha. No va a ser fácil desalojarla.
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