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Adolfo Sánchez Rebolledo
La guerra sin fin
El gobierno talibán volvió al polvo al que pertenece, reventado por los bombardeos estadunidenses que cayeron noche y día sobre el país previamente desolado, pero la crisis abierta por los atentados del 11 de septiembre sigue abierta: Osama Bin Laden no aparece ni vivo ni muerto y es posible que a estas alturas ya se encuentre a buen resguardo, muy lejos del teatro de la operaciones; Omar, Príncipe de los Creyentes, huye en desbandada y la bandera estadunidense ondea en Kabul bajo la mirada entre cínica y escéptica de los guerreros de la Alianza, pero aún no se puede cantar victoria. Eso lo sabe el Pentágono, como lo sabe todo el mundo.
Sin embargo, con el tacto que lo singulariza, el secretario de la Defensa anuncia la continuación de las represalias contra otros países que se presume han sido santuarios de Al Qaeda, como Yemen o Sudán, amparados en el permiso que la ONU concedió a Estados Unidos para actuar en defensa propia sin consultar de nuevo a la comunidad internacional.
No hay el menor gesto reflexivo, mucho menos una pausa autocrítica para hacer el recuento de los daños y sopesar si millares de bombas de incalculable poder destructivo son, más allá de la idea de venganza, el mejor camino para derrotar a un enemigo disperso y, a lo que se observa, inasible y escurridizo.
Al contrario, el gobierno estadunidense persiste en algunas nociones que parecían enterradas por los propios hechos del 11 de septiembre y que con tanta agudeza expuso Moisés Naim, editor de la revista Foreign Affairs, en un artículo publicado dos semanas después de los atentados y traducido al español por El País. Entre las más significativas está la falacia de creer que "la lucha contra el terrorismo es una 'guerra' y que por lo tanto puede 'ganarse' en sus propios términos, como si la seguridad nacional dependiera de la sofisticación de los recursos bélicos". La realidad de la "guerra asimétrica" ha probado que las medidas tecnológicas resultan impotentes ante la decisión suicida de los terroristas.
Sin embargo, ésa no es la visión de la Casa Blanca. Apunta Naim: "Entre las principales ideas ahora sepultadas bajo miles de toneladas de escombros -escribe- está la noción de que la tecnología podía hacer inexpugnable el territorio estadunidense. En teoría, la muerte de esta idea también debería acabar con los planes para construir el escudo antimisiles que protegería a Estados Unidos de los ataques balísticos intercontinentales de países como Irak o Corea del Norte. Pero no será así: hay demasiado dinero de por medio y muchos intereses en juego para que este programa muera en silencio, o rápido. Además, para muchos en la administración Bush, el tema del escudo antimisiles es casi una religión".
El presidente Bush, quien igual que su padre prefiere el zumbido de los cazas supersónicos a la política doméstica, ya ha dado pasos concretos para enterrar los viejos acuerdos suscritos con la ex Unión Soviética, para que avance sin disputa la noción de un nuevo orden mundial regido exclusivamente por Estados Unidos. Otros países, comenzando por Europa, asienten con resignación y nadie se atreve a contrariar al gobierno estadunidense, quien, apoyado por su poderío militar, delinea los grandes trazos de la sociedad global.
Da la impresión de que todos los demás asuntos de la agenda internacional, incluyendo algunos de grave incidencia en el tema terrorista, quedarán suspendidos hasta que Estados Unidos logre liquidar a Bin Laden. Parecería que al gobierno estadunidense, por decir algo, lo dejarán frío las cuestiones críticas de la economía, cuyo relanzamiento por la vía del consumo de guerra parece problemático. ƑTendrá tiempo?
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