Del
cine argentino reciente, a México han llegado El viento se llevó
lo que, Mundo grúa, Pizza, birra, faso, la estremecedora
Garage
Olimpo, la estupenda Nueve reinas y alguna otra. Jorge Carnevale
nos explica la fenomenología de un cine parecido al nuestro en muchos
sentidos.
Hoy,
en Argentina, todo el mundo quiere filmar. No es para menos. Al cine argentino
se le abren las puertas de los festivales de primera línea, la crítica
internacional lo mira con atención y los distribuidores extranjeros
están dispuestos a comprar. Hay bocas de salida en España,
Francia, Italia y Canadá. Si como alguna vez nos dijera Manuel Antín:
"El cine es un ticket de avión", ya hay muchos dispuestos
a subirse en el primer vuelo.
Nadie se explica cómo de un país
con una economía en llamas puede salir un cine que pasa por su mejor
momento. Pero Argentina siempre chapaleó en estas contradicciones.
En medio de piquetes, huelgas, achique del presupuesto oficial, despidos
y desocupación, hasta octubre se habían estrenado treinta
y cuatro películas de producción local y se espera pasar
las cuarenta antes de que termine la actual temporada. ¿Un milagro?
¿Una estampida de jóvenes valores?
Un cine de coyunturas
Pasada su época de oro ?que va desde
el comienzo del cine sonoro hasta los años cincuenta?, el cine argentino
del último medio siglo vive apoyándose en coyunturas favorables
(que no siempre van de acuerdo con la marcha socioeconómica del
país).
A comienzos de la década de los
sesenta, durante el gobierno de Arturo Frondizi, aparece el llamado "nuevo
cine argentino", que contaba como padrino con Leopoldo Torre Nilsson y
lanzaba un puñado de directores que, en su mayoría, no habían
transitado por el consabido escalafón (foquista, jalacables, asistente)
en los viejos estudios. Cineclubistas, cortometrajistas, periodistas y
críticos aproximaban la posibilidad de un lenguaje diferente (a
menudo inspirado en la escritura fílmica de Michelangelo Antonioni
o Alain Resnais). Así, títulos como Tres veces Ana
(David José Kohon), Los jóvenes viejos (Rodolfo Kuhn)
o La cifra impar (Manuel Antín) se cargan de largos travellings
sobre jardines enrejados, mientras los protagonistas pagan el precio de
la incomunicación. En la vereda de enfrente, fiel a un realismo
poético pariente cercano del neorrealismo y de los primeros filmes
de Pasolini, Leonardo Favio, hasta entonces actor, da a conocer un cine
austero, marcado por la tragedia y la marginalidad en Crónica
de un niño solo, Romance del Aniceto y la Francisca y
El
dependiente. Mirada lacerante y desesperanzada que también transita
Lautaro Murúa, detrás de las cámaras en Shunko
y
Alias
Gardelito. Ese cine tuvo el apoyo incondicional de la crítica,
pero no del público. Las películas se asomaban en más
de un festival, pero sucumbían en la taquilla a la semana del estreno.
Una
década más tarde, obedeciendo también a otra coyuntura
afortunada ?el triunfo del peronismo en las elecciones del 73 y la efímera
"primavera camporista"? Favio vuelve a pisar fuerte con Juan Moreira
y Nazareno Cruz y el lobo (mitos populares con puesta en escena
hiperrealista y coqueteos fellinianos), y las luchas sociales y políticas
tendrán su referente obligado en Quebracho, La Patagonia rebelde,
Operación Masacre, los empeños del Grupo Cine Liberación
comandado por Fernando Solanas (La hora de los hornos, Los hijos
de Fierro). En muchos casos, el público responde. A veces (como
en el caso de La Patagonia...) todavía hay que pactar con
la censura. En esos años, una película argentina ?La tregua?
consigue su nominación al Oscar en la categoría de mejor
película extranjera, pero al poco tiempo su protagonista, Héctor
Alterio, deberá buscar la vía del exilio, amenazado por la
agrupación de ultraderecha Tripe A, capitaneada desde las sombras
por José López Rega. No será el único caso.
Prohibiciones y listas negras se multiplican, a partir de marzo de 1976,
cuando los militares deciden, una vez más y de la manera más
cruenta, que se acabó el juego democrático en Argentina.
"Las urnas están bien guardadas", diría uno de ellos, pero
la derrota en Malvinas acabó con siete años de espanto y
los "años de plomo" cederían paso a la más de tibia
esperanza.
Del 82 en adelante, acaban la censura,
las prohibiciones y los cortes para el cine argentino. El país compite
nuevamente por el Oscar con Camila y lo consigue cuatro años
más tarde con La historia oficial. El cine se muere por reflejar
lo que pasó en esos tiempos de mordaza y desaparecidos. En ese sentido,
Adolfo Aristarain aparece como el primer adelantado con Tiempo de revancha
y
Últimos
días de la víctima, claros correlatos de una geografía
enladrillada. De eso no se habla. Los dos títulos fueron producidos
por la empresa Aries entre 1980 y 1982. Toda una temeridad.
Los noventa muestran un redescubrimiento
del realismo en los nuevos directores. Títulos como Pizza, birra,
faso o Mundo grúa parecen homenajear los mejores
momentos del neorrealismo italiano. De a poco, el público vuelve
a las salas, pero el cine independiente todavía despierta resquemores.
Filmes como Picado fino remiten al primer Godard, en tanto Silvia
Prieto propone una estética de la monotonía que deja
a buena parte de la platea afuera de sus códigos. Nuevos productoras
?Pol-ka, Patagonik? abren sus puertas con proyectos donde se mezclan inquietudes
con necesidades industriales (Comodines, Alma mía). Los tanteos
desembocaron en 2000 en el primer gran éxito de crítica y
público: Nueve Reinas, thriller sobre tramposos trampeados,
muy a la manera de Los sospechosos de siempre, que supera cómodamente
el millón de espectadores y coloca a Ricardo Darín en el
primer plano actoral.
Festivales y mercado
"Si
La
ciénaga compitiese en la muestra oficial, no habría la
menor discusión: sería el ganador cantado", nos decía
muy serio Peter von Lierop, crítico holandés y jurado de
Fipresci en el último festival marplatense, mientras barajábamos
posibles candidatos al premio mayor en medio de una selección pálida.
La
ciénaga, de Lucrecia Martel, venía de ganar su premio
en Berlín como ópera prima. La distinción había
tenido resonancias aquí y allá. Los festivales, se sabe,
se mueven por modas y corrientes al uso. El cine norteamericano que domina
cómodamente el mercado mundial casi nunca figura a la hora de los
premios en estos certámenes y, en cambio, se privilegia todo lo
que venga de Japón, China o Irán. Las distinciones dan lustre
y esplendor pero no aseguran una buena taquilla.
Años atrás, durante el gobierno
de Raúl Alfonsín, el cine argentino se privilegió
como "embajador cultural" y las películas ganaron más de
doscientos premios internacionales, hecho que no les abrió ningún
mercado en el exterior.
Ahora la situación parece haber
cambiado: ya no se trata de un mero espejismo engordado por la prensa local
con el apoyo del gobierno en turno. Este "nuevo" cine argentino, en manos
de directores en su mayoría debutantes, interesa afuera. En lo que
va del año, ocho películas se estrenaron en España,
seis en Francia y cuatro más esperan sala en Estados Unidos. Mundo
grúa acaba de ser colocada en Italia, donde La ciénaga
lleva cinco semanas en cartelera.
La presencia argentina en los festivales
marea. Seis filmes se presentan en Venecia. Ninguno compite en la sección
oficial, pero en la paralela Cinema del Presente se anotan Sábado
de Juan Villegas e Hijos de Marco Bechis. Vagón fumador
de Verónica Chen se ve en la Semana de la Crítica, Violeta
de
Nicolás Alvarez y El descanso de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno
y Andrés Tambornino se proyectan en "La noche del cine argentino",
en tanto Los porfiados, de Mariano Torres Manzur, asoma en la sección
Nuevos Territorios. El hijo de la novia, de Juan José Campanella,
compite en Montreal y La fuga, de Eduardo Mignogna, en San Sebastián.
La
libertad y La ciénaga integran el Festival de Nueva York
y se anuncia para noviembre un Panorama del Cine Argentino en el Festival
de Londres.
Filmar es un placer
A los tradicionales centros de estudios
cinematográficos como la fuc y el cerc se suman más de setenta
escuelas de cine en todo el país. Un semillero que no deja de crecer
y una persistencia argentina: la voluntad de narrar en imágenes.
Mientras Raúl Perrone filma una película tras otra (la mayoría
en video digital), Bruno Stagnaro se toma su tiempo luego del éxito
obtenido con Pizza, birra faso, hace televisión (Okupas)
y trata de no repetir fórmulas. Juan José Campanella, con
buena praxis en Estados Unidos, redescubre la comedia sentimental en El
mismo amor, la misma lluvia y potencia el género en El hijo
de la novia.
No hay un cine argentino ni una estética
que lo represente. Por ahora es un cine de tanteos, que va del policial
al testimonio de vida, de la historia semiautobiográfica a la picaresca
del submundo. Se suman temeridades y riesgos. Hay muchas ganas de jugar
en las ligas mayores. Falta saber si de veras se puede.
El
público
El
espectador se maneja con parámetros que poco o nada tienen que ver
con los premios internacionales y las críticas exultantes. Las cifras
cantan otra canción. De los treinta y cuatro estrenos argentinos
conocidos en la temporada que promedia, apenas cinco superaron la barrera
de los cien mil espectadores. La mayoría pertenecen al cine denominado
(¿peyorativamente?) industrial. Así, productos desenfadadamente
comerciales, teñidos de oportunismo, como Rodrigo, la película
o
Chiquitas,
encontraron su público de la mano de propuestas acunadas por productoras
televisivas. Por otro lado, un policial bien armado como La fuga,
de Eduardo Mignogna, con casting de primera, va camino del millón
de espectadores y la sorpresa del año está a cargo de El
hijo de la novia, comedia sentimental de Juan José Campanella,
que en dos semanas convocó algo más de trescientos mil espectadores,
dejando bien lejos a las novedades de Hollywood. El público, sin
embargo, está lejos de apoyar todo lo que se filma en el país
(que es mucho gracias a la generosa política de créditos
del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). Si las cien mil
butacas cubiertas por La ciénaga hicieron pensar que la gente
le abría los brazos al cine independiente, la suerte corrida por
títulos decorosos como Sólo por hoy, Cabeza de
tigre, Rosarigasinos o Los pasos perdidos, la ambiciosa
Arregui, la noticia del día, con protagónicos de Enrique
Pinti y Carmen Maura, y la sobrevalorada La libertad, hablan de
una realidad más bien cruda. Casi todas desaparecieron de la cartelera
a la semana del estreno o sucumbieron en esa "tumba del cine nacional"
que es el Complejo Tita Merello, el vetusto complejo de salas de Suipacha
y Corrientes dedicado a proyectar cine argentino. Temeridades juveniles,
óperas primas confesionales, grotecidades, testimonios del
pasado reciente e intentos vagamente revisionistas se encontraron con plateas
vacías. El célebre "boca-a-boca" les había resultado
fatal. El muy sabio Alfred Hitchcock, hombre pragmático, consideraba
al cine como "un montón de butacas que hay que saber llenar" . Hay
muchos que en Argentina todavía no saben cómo hacerlo.
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