MIERCOLES Ť 21 Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Teresa del Conde

No se vale

Las personas con las que me he topado después de la renuncia (aceptada por el INBA y el CNCA) de Osvaldo Sánchez a la dirección del Museo Tamayo son todas disímbolas: desde el investigador Peter Krieger, en el Instituto de Investigaciones Estéticas, hasta Fernanda Matos, funcionaria de artes plásticas en Guadalajara. Pintores de reconocidísima trayectoria que no han sido proclives a la práctica del arte llamado conceptual o del arte efímero, hasta gente muy joven de la Facultad de Filosofía y Letras, grafiteros, mujeres aspirantes al doctorado especializadas en video, promotores culturales, artistas y curadores de relieve, como Abraham Cruzvillegas y Magali Arreola que comentaron el asunto en la mesa redonda sostenida con otros colegas suyos en la Casa de Jalisco (municipio de Zapopan), etcétera, se duelen de lo ocurrido.

Las personas referidas y otras que no menciono, porque han manifestado su pensar a través de breves entrevistas publicadas, se muestran en radical desacuerdo con lo sucedido. Y no es para menos. La titular del CNCA -se dice- ha afirmado que se le caería la cara de vergüenza al no poder responderle a un artista (o sea a Arturo Rivera). Los artistas (unos más que otros) están hechos ''de la misma madera torcida'' (según la feliz expresión kantiana) de la que estamos hechos los demás seres humanos que no somos artistas, incluidos los funcionarios o los críticos de arte. ƑPor qué entonces esa falta de respeto? La palabra respeto viene de respiscere: ''Saber ver al otro''. A Osvaldo no lo supieron ver y, probablemente, a Arturo Rivera tampoco.

Concretando: si se nombra a un director de museo con amplia y reconocida trayectoria, cual es el caso de Osvaldo Sánchez, las autoridades se encuentran en el deber de respetarle su autonomía en cuestiones culturales. De no existir un solo espacio alternativo más donde presentar el libro-catálogo editado por Landucci, con motivo de la exposición en el Palacio de Bellas Artes el año pasado, las cosas tal vez podrían verse de otro modo.

Pero como todo el mundo sabe, aquí lo que se dio fue una lucha de poder en la que las altas autoridades tuvieron la última palabra, no otra cosa. Con propaganda adecuada, invitaciones, etcétera, el acontecimiento pudo haberse desarrollado adecuadamente en otro museo (el MAM incluido en muy primer término) o en dependencias ad hoc, como el aula magna del Centro Nacional de las Artes, el propio Palacio de Bellas Artes donde en principio iba a celebrarse la presentación, etcétera.

Osvaldo Sánchez tenía un proyecto a desarrollar como director del Museo Tamayo. El proyecto (éste u otro) puede satisfacer a muchos y no gustar a otros, porque nadie puede aspirar a conciliar intereses diversificadísimos. Lo importante es que existía el proyecto y la posibilidad de llevarlo adelante, cosa en la que el susodicho trabajaba a conciencia, asistido por un buen equipo y respaldado por anteriores acciones en este mismo campo. ƑA quién se daña con lo que sucedió? al propio Museo Tamayo y a la comunidad artística pensante, incluyendo al propio Arturo Rivera: su aparente ''triunfo'' quedó herido, quedó puesto en cuestión y a través de sus propias declaraciones es posible vislumbrar algo de lo que digo. Las entretelas del asunto, bosquejadas en un reciente artículo de María Minera, seguramente propiciaron ese desenlace. Pero lo que la gente interesada en estas cuestiones percibe es que hay tibieza, hay falta de resolución, hay carencia de comprensión y de reflexión por parte de las cúpulas y esto genera no sólo descontento, sino severo desconcierto.

De otra parte: Osvaldo Sánchez no ha manifestado rechazo hacia exposiciones pictóricas, baste la retrospectiva de Francisco Castro Leñero que llevó a cabo en el Carrillo Gil (con curaduría de Paloma Porraz) para comprobarlo. Aquí no estamos hablando, ya se sabe, de una exposición, sino de la presentación de un libro que responde a una muestra de pintura presentada hace más de un año, que comprendió varias piezas antes exhibidas en otras exposiciones, más otras de reciente factura. Aun tratándose de un acontecimiento cuya vigencia es de una noche, si Osvaldo hubiera cedido a la insistencia, su postura irremediablemente hubiera quedado puesta en cuestión. Su renuncia voluntaria no lo convierte, así hay que verlo, en un ''héroe cultural'', pero habla de una demarcación de límites y de una congruencia con su propio ideario (nos guste o no) que resulta ejemplar.

La misma Cristina Gálvez, directora que fue por muchos años del Tamayo, es acorde con lo que aquí he intentado esgrimir y lo manifiesta así porque sabe, como yo, que vendrán secuelas, ventoleras, renuncias, etcétera, que a nadie favorecen y en cambio sí dañan no sólo al propio Museo Tamayo, sino al campo artístico en general.