Ana
García Bergua
El reino
de las apariencias
El papá de Mary Shelley,
William Godwin, era un filósofo y novelista de ideas anarquistas,
que en su tiempo vivió de 1756 a 1836 fue muy conocido. Sus teorías
inspiraron a los poetas del romanticismo como Byron y Shelley, antes de
que este último se escapara con su hija de dieciséis años
(la misma que escribiría Frankenstein). La verdad yo no sabía
nada de esto y de hecho confieso que compré su novela Las "aventuras"
de Caleb Williams o Las cosas como son (Valdemar) porque me
coqueteó en su estante de la librería con su portada tan
bella, negra, en cuyo centro ostenta un cuadro de Caspar David Friedrich
que representa a un vagabundo de espaldas, subido en lo alto de un peñasco
a mitad de un cielo oprimido por la bruma. A la ignorancia implícita
en el hecho de comprar libros por la portada debo añadir la de no
haber supuesto, en un principio, que el personaje de la portada era un
vagabundo; de hecho, hasta lo encontré elegante, prueba de que una
sólo se guía por las apariencias. Pero bueno, terminado este
pequeño autoescarnio nada más para que no digan que una no
tiene autocrítica, les diré que no pude soltar la novela
hasta que la terminé, y eso que es fatigosa y está llena
de explicaciones que ilustran las teorías de Godwin, concretamente
la de "las cosas como son", que se resume en la aspiración a que
la razón guíe los actos de los individuos, en lugar de las
instituciones. El Caleb Williams de que habla el título es un joven
campesino con aptitudes que recibe la oportunidad de trabajar como sirviente
del señor de su condado, el noble señor Falkland, a quien
todos respetan y admiran, y que considera su honor y su buena reputación
como sus prendas más preciadas, pese a haber cometido en el pasado
un asesinato. Caleb Williams, guiado por la curiosidad, lo descubre, y
por más que le jura y le promete que nunca lo delatará, es
tal la angustia de Falkland de saber que alguien sabe algo que lo compromete,
que persigue a Williams de una manera inhumana y terrible. Así,
Caleb Williams, quien es en realidad inocente, pasa a convertirse, a los
ojos de la sociedad crédula y prejuiciosa, en un criminal desagradecido
que ha robado a su amo, el cual para colmo tiene fama de ser la persona
más honrada, sensible y magnánima del mundo. Una de las cosas
más terribles de la novela es cómo toda la sociedad y su
aparato de justicia se guían por las apariencias y la fama que precede
a los sujetos (no sé si les recuerde algo, o si ya habremos superado
aquella etapa de la humanidad; yo, por lo
menos en lo que respecta a mi comportamiento en las librerías, no).
La otra parte, no menos apasionante, es lo que le va pasando a Williams,
cómo con cada persecución, cárcel y hostigamiento,
va desarrollando fuerzas y poderes excesivos, que le permiten horadar muros
de piedra en pocas horas o disfrazarse con unos cuantos harapos de alguien
absolutamente distinto. En esto la novela linda con lo fantástico.
Una de las cosas que hace Caleb Williams cuando está en el calabozo,
y en esto me recordó mucho a
Una partida de ajedrez de Stephan
Zweig, es refugiarse del horror en su propia mente; así, mientras
a su alrededor suceden escenas de violencia inusitadas y hay frío,
oscuridad y mugre, Caleb Williams repasa sus conocimientos, hace ejercicios
matemáticos e incluso compone poemas de diversa índole, todo
en su cabeza. En la novela de Zweig, el prisionero de los nazis, aislado
en una habitación sin objetos ni libros, y habiendo sólo
escamoteado un manual de ajedrez gracias al cual juega en su cabeza infinitas
partidas, termina volviéndose loco. Estas situaciones que plantea
la novela de Godwin un mundo en el que se oculta la verdadera personalidad
de los sujetos, y el mundo interior y verdadero en el que el personaje
se refugia , corresponden quizá a una época en la que no
existían detectores de mentiras ni estudios de adn, por lo que un
hombre debía hacer lo indecible por mantener el valor de su palabra;
la geografía de su identidad se movía entre estos polos de
la apariencia y la verdad interior, lo que se ocultaba o lo que se debía
revelar. Es curioso pero en estos días, especialmente en estos últimos
días, tiene uno la sensación de que el reino de las apariencias
tiende a devorar todo, de que la credulidad y los prejuicios prevalecen
sobre las verdades de los individuos, y de que la realidad está
como desplazada, como movida por todo lo que ocurre y se dice, de manera
contradictoria y excesiva, en nuestras fuentes de información. Y
nadie mantiene su palabra. Quizá es tiempo de buscar en nuestro
interior, como Caleb Williams, como el ajedrecista de Stephan Zweig. A
ver en qué salimos convertidos.
Naief
Yehya
Una breve
introducción a las armas biológicas
El legado mortal del ganado
No podríamos hablar de civilización
humana de no ser por el desarrollo, diversificación y expansión
de la producción de alimentos, primero al lograr domesticar cultivos,
un proceso que comenzó en el Medio Oriente (Siria, Palestina, Irak,
Turquía) hace unos trece mil años y más tarde al lograr
domesticar ganado, en esa misma región hace unos diez mil quinientos
años. La estabilidad que ofrecía la agricultura y el alto
nivel de proteínas que daba el ganado permitieron que las sociedades
se volvieran más complejas, que las labores se dividieran y que
apareciera una clase burocrática dedicada a administrar bienes y
servicios. No obstante, la vida sedentaria trajo de inmediato nuevos peligros.
Las enfermedades infecciosas del ganado (sarampión, influenza, tuberculosis,
malaria, plaga, cólera y viruela, entre otras) mutaron para atacar
al hombre. Las primeras víctimas de las epidemias de origen animal
fueron los propios ganaderos; muchos murieron pero los supervivientes lograron
volverse inmunes a algunos de estos males, los cuales han sido los peores
azotes de la humanidad en la historia hasta antes de la aparición
de la medicina moderna.
Encuentro bacteriológico
entre dos mundos
La increíble potencia devastadora
de los gérmenes vino a ponerse en evidencia con epidemias como la
muerte negra, en que la peste bubónica aniquiló a una cuarta
parte de la población de Europa entre 1346 y 1352. La peor epidemia
de la historia tuvo lugar al término de 1918, cuando la influenza
(o gripe española) mató a más de veintiún millones
de personas. Las epidemias jugaron un papel fundamental cuando los pueblos
que tenían ganado vacuno (por lo que portaban los gérmenes
propios de esos animales) chocaron contra pueblos que carecían de
éste (y que estaban desprotegidos inmunológicamente) . Así,
la conquista de América tuvo lugar después de que millones
de nativos murieron por los gérmenes (se estima que en uno o dos
siglos las epidemias aniquilaron al 95 por ciento de una población
cercana a los veinte millones) y no por las armas de los invasores. Tribus
enteras en el nuevo mundo, las islas del Pacífico y Oceanía
desaparecieron en pocos años tras su primer contacto con los europeos.
Basta considerar que la población nativa de la isla de La española
(hoy Haití y la República Dominicana) disminuyó de
ocho millones en 1492 a cero en 1535, de acuerdo con Jared Diamond.
Comienzo de la era del bioterror
No pasó demasiado tiempo para que
alguien tuviera la idea de usar gérmenes infecciosos como armas.
De esa manera se ha documentado que los asirios envenenaban pozos con un
hongo del centeno en el siglo vi a.c., que los tártaros lanzaron
cuerpos infestados de la plaga dentro de la ciudad crimea de Kaffa en 1346,
y se sabe que durante la guerra de 1754 a 1767, colonos blancos de Norteamérica
repartieron cobijas que habían sido usadas por pacientes enfermos
de viruela a los "indios beligerantes" que deseaban exterminar. Más
tarde los japoneses experimentaron ampliamente con agentes patógenos
en la región de Manchuria. Desde 1932 hasta el fin de la segunda
guerra mundial, Japón se embarcó en un ambicioso proyecto
bacteriológico al mando de Shiri Ishii, quien dirigía un
centro de investigación en Harbin, China, así como varias
zonas rurales donde hacían pruebas en humanos y tres institutos
científicos especializados. Los japoneses fueron pioneros en el
uso de armas bacteriológicas a gran escala. Su programa contaba
con ciento cincuenta edificios, tres mil científicos y técnicos
quienes contaminaron a miles de prisioneros con shigela, peste, meningitis
y ántrax, entre otras cosas, además de que bombardearon media
docena de pueblos con hasta quince millones de pulgas contaminadas de peste
bubónica. Sin duda los gérmenes son relativamente más
baratos que los explosivos de alto poder y son fáciles de cultivar.
No obstante, aun con la tecnología actual las armas bacteriológicas
son extraordinariamente difíciles de controlar, son inestables y
presentan una variedad de problemas para ser proyectadas, diseminadas y
almacenadas.
Violadores de pactos
Tanto los rusos como los estadunidenses
se comprometieron a eliminar sus programas ofensivos de armas bacteriológicas
al suscribir la convención de 1972 (al cual se adhieren casi todas
las naciones). No obstante, ambos han violado el tratado prácticamente
desde que lo firmaron, argumentando que su trabajo en el campo tiene fines
defensivos. Los soviéticos comenzaron a expandir sus programas de
armas bacteriológicas en 1973 hasta que, en 1979, tuvieron el equivalente
a un Chernobyl biológico, cuando contaminaron la ciudad de Sverdlosk
con ántrax, causando un número indeterminado de muertes (el
cual quizá llegó a varios centenares). Ningún otro
programa superó las ambiciones niponas hasta que la Unión
Soviética desarrolló la red de centros de investigación
Biopreparat, que consistía en dieciocho institutos, seis plantas
de producción de bacterias, complejos de almacenamiento de patógenos
en Siberia y la isla de pruebas Vozrozhdeniye. Los rusos tuvieron éxito
con numerosos agentes "convencionales", como ántrax, tularemia y
fiebre Q, las cuales son efectivas pero no se contagian de una persona
a otra; además hicieron armas con viruela, la cual es extremadamente
contagiosa y altamente mortal.
También exploraron otras enfermedades
más exóticas como el virus de Marburg, ébola y otras
fiebres hemorrágicas. A partir de 1983 comenzaron a manipular genéticamente
diversas bacterias y virus para hacerlos más resistentes, más
mortíferos y para producir quimeras aterradoras como el ébola-viruela.
(Continuará.)
Juan
Domingo Argüelles
La sombra de haber
sido un desdichado
Aunque Jorge Luis Borges llegó
a decir que un poema no es, casi nunca, una construcción intelectual,
porque, a diferencia de la prosa narrativa o reflexiva, se trata de "una
experiencia inmediata", en su obra en verso trató de ser generalmente
impávido; de no mostrarse sentimental, cosa que no logró
siempre porque en el tema de su pasado familiar la nostalgia lo traiciona
y en más de un texto se refiere a los Borges de pluma o espada.
En todo lo demás, en sus asuntos
más íntimos, en los que tienen que ver con su persona, Borges
es más bien reservado. Mas en su obra lírica hay algunos
momentos desconcertantes, algunos poemas inquietantes y unos pocos versos
que fracturan el carácter impasible del texto y del personaje y
nos entregan un elemento de profunda emotividad autobiográfica que
el quehacer eminentemente intelectualista de Borges trató de rehuir
no siempre con buen éxito.
Uno de esos poemas es un soneto ("El remordimiento")
que está incluido en su libro La moneda de hierro (1976)
y cuyos dos últimos versos dicen así: "No me abandona, siempre
está a mi lado/ la sombra de haber sido un desdichado."
Conociendo el estilo de Borges, paradójicamente
esta declaración podría ser también otro más
de sus juegos intelectuales, pero no habría que olvidar que en la
poesía, más que en cualquier otro género, el texto
revela a su creador y en este punto ni siquiera Borges fue la excepción.
Ahí está, por ejemplo, su "Poema de los dones" donde el personaje
del texto puede ser el hombre en general pero es, antes que nada, Borges
en particular.
No faltan los que piensan que una interpretación
así respecto de la poesía es demasiado cruda, nada profunda
y sí, por el contrario, escandalosamente superficial. Quienes así
piensan habrán de encontrar explicaciones racionales al asunto e
incluso propondrán graves interpretaciones filosófico-morales
hasta conseguir, en un punto de abstracción, despojar al creador
casi por completo de su responsabilidad íntima, privilegiando, a
cambio, su elaboración intelectual.
Sí, ciertamente, escribir es uno
de los actos más intelectuales, y un poema conlleva necesariamente
una elaboración del pensamiento, cifrada en la escritura, que se
hace todavía más compleja si se trata, como en este caso,
de un soneto: una forma poética arcaica, con exigencias precisas
y resultados exactos. (Nada mejor que el soneto para probar la grandeza
de un talento poético; nada mejor que el soneto para probar, también,
lo contrario.)
En su obra, Borges rehuyó el tono
confesional que involucrarse sus sentimientos más íntimos.
Lo confesional en él tiene que ver con su pasado familiar que él
(literaria, intelectualmente) torna epopéyico sobre todo por lo
que respecta a lo militar. Pero de Borges el hombre, la persona, sabemos
muy poco a través de su literatura. No dice casi nada del Borges
enamorado (no se permite esa cursilería), del Borges apesadumbrado,
del Borges desdichado (incluso la nostalgia es en él un sentimiento
que intelectualiza el objeto que se echa de menos).
Pero siempre es un poeta extraordinario.
Y en este siempre caben esos instantes fulgurantes de emoción
bárbara, primitiva, que de pronto lo asaltaron y lo obligaron a
escribir (o a dictar) poemas como el soneto mencionado donde, además,
declara: "He cometido el peor de los pecados/ que el hombre puede cometer.
No he sido/ feliz. Que los glaciares del olvido/ me arrastren y me pierdan,
despiadados./ Mis padres me engendraron para el juego/ arriesgado y hermoso
de la vida,/ para la tierra, el agua, el aire, el fuego./ Los defraudé:
no fui feliz. Cumplida/ no fue su joven voluntad. Mi mente/ se aplicó
a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías./
Me legaron valor; no fui valiente."
¿Qué habrá sido lo
que condujo a Borges a un poema tan descarnado, tan "declarativo", tan
sentimental, tan emotivo y tan deliberadamente confesional, además
de tan extraordinario? ¿Por qué él, siendo un poeta
sereno, se atreve a la audacia (audacia en él, desde luego) de sincerarse
en un asunto tan personal?
Lo que admite, lo que revela (teniendo
al lector por confidente) es ni más ni menos su infelicidad, que
además opone a su labor intelectual, ya que su mente "se aplicó
a las simétricas porfías/ del arte, que entreteje naderías".
De lo que reniega es, precisamente, de todo aquello (las "naderías")
por lo cual acabamos todos admirándolo, canonizándolo, deificándolo.
"No me abandona, siempre está a
mi lado/ la sombra de haber sido un desdichado" es uno de los remates más
dramáticos de la poesía y, por supuesto, dos de los endecasílabos
más extraordinarios (perfectos) de la lírica en lengua española.
Que Borges supo que estaba atentando contra
su costumbre lo delata el hecho de que en una entrevista señalara
que este poema es "demasiado inmediato", "autobiográfico" y que
en resumidas cuentas no es otra cosa que como su título lo indica
un "remordimiento". Además, añade, "eso pasó hace
ya tanto tiempo..." que no vale tomarlo en cuenta: "¿qué
puede importarme ser desdichado o ser feliz?" ¿Qué puede
importar?
Del modo que quiera vérsele, es
una tremenda audacia y una infidelidad contra sí mismo: el poeta
eminentemente intelectual (el de "las simétricas porfías
del arte"), inesperadamente en la vejez, se mira en el espejo diario y
se encuentra infeliz, desdichado, pese a toda la admiración del
mundo a causa de su obra y pese a toda la satisfacción de leer y
escribir y hacerlo de modo espléndido y coquetear con la inmortalidad
pese a las ironías contra sí mismo que son también
elaboraciones intelectuales de falsa modestia. (Borges sabía que
era un buen escritor aunque dijese lo contrario. No podía no saberlo.)
La historia tiene su moraleja. No hay que
tomarse demasiado en serio. Borges sufrió para entregarnos sus páginas,
pero ¿qué le puede importar el sufrimiento de Borges a los
millones de desdichados que nunca han leído ni leerán sus
admirables páginas? Ni un millón de Ilíadas
merecen la desdicha de un hombre. |
Javier
Sicilia
El nivel espiritual
y Seamus Heaney
En el mes de diciembre del año
pasado, Trilce Ediciones publicó, en traducción de Pura López
Colomé, el más reciente libro de Seamus Heaney, El nivel.
En México, desde antes de que se le otorgara el Nobel en 1995, la
propia Pura nos había revelado ya su poesía con la traducción
de Isla de las estaciones (Ediciones Toledo, 1991) y, más
tarde, con Viendo visiones (Conaculta, 1998).
Heaney es una de las voces más inquietantes
de finales y principios de siglo. Su obra, que ha florecido como un almendro
en el peor de los inviernos, posee una coherencia espiritual poco frecuente
en la poesía moderna. La suya no se mueve en los territorios de
la soledad del poeta frente a las aterradoras visiones de la ciudad moderna
y su malversación de la realidad. Hija del cristianismo y de su
mejor conciencia, la del mundo redimido, su poesía es la búsqueda
de la revelación del más allá en lo aparentemente
intrascendente; lo sobrenatural en lo concreto de lo cotidiano. Parece
como si en Heaney hubiera habido desde siempre una voluntad de ascesis
de los sentidos; una custodia de la mirada que, al preservarlo del caleidoscopio
virtual de la ciudad moderna, le hubiese permitido contemplar lo real y,
a través de él, develarnos esa inquietante afirmación
de Tomás de Aquino: "La belleza de cualquier cosa creada no es otra
cosa que una similitud de la divina belleza participada en las cosas."
En este sentido, la poesía de Heaney
posee, como ha señalado Pura López Colomé, esa "oscuridad
traslúcida" que es rasgo distintivo de toda gran poesía.
A través de la opacidad de sus poemas, como a través de la
opacidad de las cosas de la naturaleza, resplandece el misterio del ser.
Sus formas poéticas, semejantes a las formas de las que está
poblada la vida, son una puerta de entrada al resplandor ontológico.
Si esta mirada es evidente en Viendo
visiones donde, como su título lo indica, el poeta mira más
allá de la evidencia inmediata, es decir, capta el splendor formae
del que hablaban los escolásticos ("Qué raro escribe Heaney
en un poema del libro mencionado ver que las cosas mar afuera, una vez
sentidas,/ se convierten en cosas conocidas de antemano;/ y cómo
lo hallado es manifiesto// Sólo a la luz de lo recorrido."), en
El
nivel esta mirada se hace más fina e inquietante.
El nivel se refiere al instrumento
que se utiliza para medir el desnivel entre dos puntos. En inglés
la palabra que designa a esa herramienta y que da título al libro
es más exacta para revelar la intención de Heaney: The
Spirit Level (El nivel espiritual). The Spirit Level
es, por lo tanto, una analogía de la mirada del poeta: es su ojo,
su intuición creadora. El poeta contempla la realidad y al hacerlo
descubre su otro nivel, el espiritual: la resonancia de su misterio en
el ser del poeta. Un objeto, un experiencia, un recuerdo, una anécdota,
una leyenda mística accionan "el nivel espiritual" del poeta que
produce la revelación: lo que está ahí, lo real concreto,
tiene un nivel cuya profundidad hunde sus raíces en un resplandor
donde resuena la trascendencia.
En este sentido, el libro de Heaney hace
pensar en los poetas medievales para quienes la mirada tenía la
capacidad de extraer esencias universales de formas fugitivas. Para ellos,
el ojo no era, como para nosotros, un órgano en el que se forman
imágenes de la realidad: las imágenes eran sólo las
pinturas plasmadas en las paredes de los monasterios, sino, como bien lo
ha definido Jean Robert, "un órgano que emana de la pupila como
un miembro eréctil", un psychopodos ("miembro eréctil
de la mente"), que abraza y extrae universales de las formas que irradian
de las cosas, de su resplandor ontológico.
Podemos decir que en la poesía de
Heaney sucede algo parecido: sus poemas son la captación (Heaney
diría la nivelación) de las formas (species) universales
que están en la realidad concreta. Sus poemas son así, como
los vitrales del gótico o sus miniaturas iluminadas, objetos radiantes
o, para usar, la analogía moderna que el propio Heaney utiliza,
niveles de orden espiritual.
Heaney nos devuelve así a una mirada
que se opone a la de nuestro mundo en donde todo ha perdido su nivel y
los planos se confunden generando un caos en la percepción. Lo que
vemos no son ya species, sino diagramas y sistemas que simulan la
realidad; percepciones abstractas en las que no podemos ver ningún
resplandor ontológico, sino la luz virtual que nos impide percibir
los niveles de lo real.
La poesía de Heaney rompe con esa
percepción y busca, al nivelar la mirada, el reconocimiento íntimo
de las cosas: su rostro tan familiar como misterioso. En ella nuestra mirada
vuelve a acariciar los objetos y, como en el mundo medieval, a extraer
de ellos el sentido espiritual que los habita. Va este poema, "El palo
de lluvia", como una muestra de su admirable agudeza: "Voltea el palo de
lluvia y lo que pasa/ Es una música que nunca imaginaste/ En los
oídos. En un tallo de cactus,// Aguacero, embestida a la esclusa,
derrame,/ Resaca. Y como si el agua tocara la gaita/ Te quedas quieto:
lo mueves otro poco// Y un diminuendo corre por todas las escalas/
Como una coladera que dejara de gotear. Y viene/ De nuevo, un salpicar
de gotas desde las hojas frescas;// Luego, perlas sutiles sobre pasto y
margaritas;/ Luego, briznas esplendorosas, casi alientos de aire./ Voltéalo
para el otro lado. Lo que pasa// No sufre merma por haber pasado ya/ Una,
dos, diez, mil veces antes./ ¿Qué más da si toda la
música que rezuma// Es caída de arena o semillas secas por
un cactus?/ Eres el hombre rico que entra al cielo/ Por el oído
de una gota de lluvia. Oye, óyela de nuevo."
Además opino que hay que respetar
los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
Luis
Tovar
Los bosques
y el árbol
A Pachito, presidente de un país
de ésos que alguna vez fueron llamados repúblicas bananeras,
lo ha alcanzado la vejez; sabe que su tiempo es finito y que, por impensable
que le resulte, un día cualquiera ya no estará en condiciones
de disfrutar el poder omnímodo que ahora goza. Por eso, ejerciendo
esa megalomanía tan propia de los dictadores, decide que sus restos
mortales habrán de descansar, glorificados, en un mausoleo de faraónicas
dimensiones.
Uno de los colaboradores-asesores-lamebotas
de Pachito le encarga a un colega suyo, arquitecto, la creación
del edificio con que el avejentado pero todavía mandón y
caprichoso presidente buscará la inmortalidad. Atribulado por el
hartazgo de su esposa, la incomprensión general de sus ideas arquitectónicas
y la contradicción de trabajar para el príncipe aunque
no comulgue con sus ideas ni con su estilo de gobernar, el arquitecto llega
a la presentación de su proyecto con lo que parece ser la maqueta
de un mojón de mierda; eso es lo que deja ver la expresión
azorada de todos, a excepción de Pachito, que sabe que se trata
de un drapi, es decir, el símbolo que alguna cultura muy
antigua asignó al concepto de lo perenne trascendiendo la materialidad
o algo así. Queda para la incertidumbre si el arquitecto sólo
deseaba concebir un proyecto que lo reivindicara como el gran artífice
que él siente ser, o si diseñó el mausoleo en forma
de drapi con la deliberada intención de burlarse de Pachito,
pues no importa lo culto de la referencia conceptual, aquello nunca dejará
de parecer un enorme montón de mierda. Empero, la obra es aprobada
y habrá de construirse.
Con esta suerte de revisitación
de "El traje nuevo del emperador" cierra la trilogía de historias
agrupadas bajo el título Pachito Rex. Me voy, pero no del todo,
película dirigida por Fabián Hoffman con guión de
Flavio González Mello, y realizada con el apoyo del Centro de Capacitación
Cinematográfica y el imcine.
Tráete otro disco duro
Sus hacedores confiesan que Pachito
Rex es "un proyecto de investigación desarrollado por el ccc
que intenta explorar la posible relación entre la dramaturgia, la
interactividad y el soporte tecnológico necesario". El resultado,
en pantalla desde el anterior fin de semana, parece tener sus fortalezas
en el mismo lugar que sus debilidades.
Tanto
la anécdota sucintamente descrita líneas arriba como las
dos restantes se desarrollan por completo en escenarios producidos por
computadora. Si la persistencia de los tonos oscuros que dominan esta escenografía
virtual es deliberada, apunte usted entre las virtudes la construcción
de una atmósfera opresiva y pesimista que le viene bien al tono
como en sotto voce que comparten las tres historias. Lo mismo sucedería
con la creación de ese lugar irreconocible, sin ninguna referencia
arquitectónica o de paisaje, que es el país gobernado por
Pachito en la tercera historia, insistimos, porque en las primera no alcanzó
ni a ganar las elecciones y en la segunda ya no está vivo: así
se cumple el propósito de universalizar los hechos descritos. Sobre
todo, la escenificación de la vida, la obra y la muerte de Francisco
Ruiz, verdadero nombre del político, gana en cuanto a que se produce
la sensación de encontrarse en un mundo sin salida, donde el solipsismo
es la única ley posible.
Con todo, esta lograda atmosferización
aunque de seguro los muy picudos
con la compu van a encontrarle montones de defectos pone de cabeza
aquello de que a veces uno deja de ver el bosque por mirar el árbol.
Entre tanta virtualidad llamando la atención, en más de un
momento las historias pasan del mencionado tono bajo a un estado de franco
desaliño; sobre todo la segunda, en la que un detective más
anticlimático que los escenarios en los que se desplaza investiga
la desaparición del cuerpo de Pachito. Algo similar sucede con la
primera, en la que vemos cómo Pachito es balaceado, en franca referencia
al asesinato de Luis Donaldo Colosio; no se sabe quién fue, pero
alguien sí va a dar a la cárcel. Ese alguien es finalmente
liberado y la historia básica que se cuenta es la de su sensación
de hallarse, como diría Óscar Chávez, fuera del
mundo.
No abundan los antecedentes para realizar
un juego comparativo y mucho menos establecer una posible norma (La
célula, La sonámbula y Más allá
de los sueños son algunos ejercicios, igualmente insuficientes
en sí mismos), pero es permisible exigir a las cintas que se sirven
de la confección digital, además de un alto nivel de ejecución
técnica, que sean irreprochables en todo aquello que no depende
y que felizmente nunca dependerá, no importa cuántas Tomb
Raiders nos endilgue Hollywood del mouse y del tamaño
del disco duro; por ejemplo, la solidez narrativa y el desempeño
actoral. De otro modo, lo primero que cualquiera pensará de ellas
puede ser algo como: "¡Ah, sí!, la película ésa
que hicieron por computadora!" Pachito Rex adolece precisamente
de esto: la edición, la secuenciación de escenas, muchos
de sus encuadres, las actuaciones a cargo de gente tan capaz como Damián
Alcázar, Ana Ofelia Murguía, Jorge Zárate, Fernando
Torre Lapham y Ernesto Gómez Cruz, entre otros e incluso las historias
mismas, por momentos parecieran obedecer al rigor que les impone el marco
digital, cuando debería de ser al revés, y que dicho marco
enriqueciera con sus posibilidades algo que de suyo tenga la suficiente
calidad cinematográfica.
Michelle
Solano
Visitatio
Desentrañar el fenómeno
teatral en el teatro mismo constituye una empresa harto compleja, y más
aún si se tiene en cuenta que el teatro puede ser muchas cosas,
pero nunca, bajo ninguna circunstancia, aburrido.
Llevar a cabo un montaje que revele y
se rebele contra los procesos creativos de la "gente de teatro" es un
arma de múltiples filos: puede derivar en una obra con pretensiones
de "ser profunda", tediosa o, en el mejor de los casos, en una obra sumamente
didáctica, incapaz de tocar a más espectadores que los involucrados
con el quehacer teatral.
No es nuevo que sean los mismos actores
y directores quienes realicen obras que cuestionen la necesidad y la función
del teatro; que emprendan una búsqueda entre la forma y el fondo;
pero, al menos en México, sí es un caso extraño que
se realicen en un tono divertido, conmovedor, lúdico, caótico
y que, además, resulten impecables. Visitatio, de Daniele
Finzi Pasca, es todo eso y más.
Resultado de una coproducción de
las compañías Teatro Sunil (espacio suizo/mexicano, dirigido
por Daniele Finzi) y Carbone 14 (de Canadá), este montaje sorprende
y conmueve: anécdota, imágenes, un texto lúcido e
inteligente, que lleva al espectador de la carcajada a la reflexión,
de la poesía al cuestionamiento, del sueño a la realidad.
Pocos espectáculos reúnen
todas estas características en un conjunto que desemboca en armonía
pura, honesta; pero si existe alguien que conoce a la perfección
sus recursos y la manera de llevarlos a buen término es Finzi. De
ello es muestra esta obra, porque aquí sintetiza, de modo certero
y contundente, su propio discurso.
Una historia sencilla (las visitaciones
de las que, de uno u otro modo, todos hemos sido testigos: ángeles,
recuerdos, fantasmas) sirve como pre-texto para dar pie al núcleo
de la obra: el suceso teatral, la disección del trabajo del actor,
su formación, sus deformaciones y vicios, sus referencias, los mitos,
las eternas preguntas entre el ser y el deber ser de un teatrero, entre
interpretar y encarnar un personaje, entre actor y bailarín, y los
elementos de los que echan mano para desarrollar su arte.
El escenario de un teatro, escribe Finzi
en el programa de mano, es un lugar que propicia ciertas visitas. Así
es, y la más anhelada es siempre la del espectador, porque de este
modo y sólo así, el trabajo de los actores cumple su cometido,
sirve a su fin. Muchas son las historias que se cuentan aquí, pero
ninguna está de más, cada una sostiene un discurso del principio
al final, ninguna estorba o invalida a las otras, sino que, por el contrario,
van conformando una suerte de remolino dramático que lleva al espectador,
y al actor, a la catarsis, a la purga de los prejuicios o sobreentendidos
que le corresponden, según sea el caso.
Si bien es cierto que los trabajos anteriores
de Finzi proponen una visión particular del mundo y la tradición
del clown, de las raíces de lo tragicómico, Visitatio
también lo es del circo, del espíritu del teatro italiano,
de su cercanía con la teatralidad mexicana; todas estas referencias
se ponen de manifiesto, consumadas.
Gestar una escritura escénica en
la que el teatro, la música y la danza se amalgaman en función
del discurso y que éste se sostenga a sí mismo sin necesidad
de recurrir a la cátedra, al exceso de información, constituye
un hallazgo, pero sobre todo una fusión interesantísima y
renovadora, pues al cuestionarse a sí mismos, los intérpretes
de este espectáculo cuestionan también al espectador y a
la "gente de teatro" de todos los niveles. Cuestionar no para encontrar
respuestas aunque en el camino pudiera darse sino para hacer conciencia
de cómo concebimos y ejecutamos el arte, la belleza. Pero sin azotes
(que para eso en México nos pintamos solos), sin el lado moridor.
En Visitatio los tonos y los matices son también una vorágine
seductora, amena, establecida a partir de un extraño pero no por
eso menos eficaz sentimiento agridulce, entre la ternura y lo patético,
lo ridículo y lo sublime.
Las actuaciones están a cargo de
Katia Gagné, Hugo Gargiulo, Dolores Heredia, Yves Simard, Lin Snelling
y Antonio Vergamini, actores surgidos de diversas escuelas y concepciones
del teatro, que encarnan un texto de reflexiones, polémicas y situaciones
que les son conocidas: lo que sucede en un teatro durante los ensayos,
las funciones y al término de éstas, etcétera. Sorprende
que, junto a ellos, Ana Heredia, una muchachita, sea el centro del que
se desprenden, como puntos de fuga, todos y cada uno de los elementos que
conforman Visitatio. Ana no es actriz y está muy lejos de
ser una mujer común y corriente; tiene en sí el don de la
contemplación, algo que en otros tiempos se hubiese llamado ángel
y que dota a la obra de verosimilitud y transparencia.
El espectador es sacudido, es llevado a
varios estados de ánimo a través de lo que sucede en escena;
aquí la tensión dramática es lo suficientemente dúctil
como para tensar y distenderse en los momentos adecuados, brindar respiros,
darle el peso justo a la imagen, a la palabra, a la pausa. El público
no puede sino aplaudir de pie Visitatio, un espectáculo muy
afortunado, un eco de sonoridad y reciedumbre inagotables. Para los teatreros
mexicanos no debe o no debería resultar difícil reconocer
que el trabajo de Finzi constituye una aportación valiosa, en lo
artístico y en lo humano, de modo gemelo.
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