La gran Redada
Carlos Monsiváis
A las tres de la mañana del domingo 18 de noviembre de 1901, en la céntrica calle de la Paz (hoy calle Ezequiel Montes) la policía interrumpe una reunión de homosexuales, algunos de ellos vestidos de mujer. (En esta crónica, me atengo a la excelente investigación hemerográfica de Antonio S. Cabrera). La escena, inventada con brío en cada recuento periodístico, es sucesiva o simultáneamente patética o apocalíptica, al gusto de una época que, a través del escándalo se acerca deleitosamente a sus prohibiciones. De ellos, 22 visten masculinamente y 19 se travisten. Este es el repertorio imaginado o extraído de las noticias policiales (no publicadas): faldas, perfumes caros, pelucas con rizos, en una recámara una cama adornada donde hay un niño de mercería, la rifa de un joven agraciado (Bigotitos Rizados), caderas y pechos postizos, aretes, choclos bordados, maquillajes de blanco o de colores estridentes, zapatos bajos con medias bordadas, abanicos, trajes de seda cortos, ajustados al cuerpo con corsé.
Las crónicas de los primeros días insisten: son 42 los detenidos. Luego, quedan 41, así nomás, y eso aviva el rumor que será leyenda que será "verdad histórica": el prófugo, que paga a precio de oro su libertad y al que se le permite huir por las azoteas, es don Ignacio de la Torre, casado con la hija de Porfirio Díaz. Más que ningún otro hecho, la presencia del Primer Yerno de la Nación señala la Redada y le confiere el ingreso firme a la memoria histórica, pese a la imprecisión de las noticias, la ausencia de foto y el que del grupo sólo tres proporcionan su nombre verdadero: Jesús Solórzano, Jacinto Luna y Carlos Zozaya.
A la presencia mitológica de Nacho de la Torre se unen los pertenecientes "a familias conocidas y de buena posición". El Popular ataca: "además de eso, va resultando que todos son pollos gordos, algunos riquillos que la portan; criados en paños azules".
Los ataques a la moral no debieron ser tantos, porque en la siguiente etapa, el número de los enviados a Yucatán, de leva en el Ejército, ya se ha reducido considerablemente. Son apenas 19. Sin temor de calumniar la honradez proverbial del aparato de justicia en el México de 1901, es seguro que 22 o 23 víctimas de la Redada compran su libertad, El Popular (24 de noviembre de 1901) explica la merma sin demasiada convicción:
Ya escrito lo anterior (los acontecimientos) y con datos adquiridos de buena fuente, sabemos, y esto lo declaramos porque es honrado hacerlo, que entre muchos de los aprehendidos por la policía en el baile de la Cuarta calle de la Paz, había algunos individuos que fueron víctimas de un verdadero chasco pues que en las primeras horas de la noche del domingo se repartieron en varias cantinas unas tarjetas firmadas por una señora Vinchi en las que se invitaba a un baile en la casa citada esa misma noche.
Como era natural, hubo algunos que supusieron se trataba de unos tantos bailes que se dan en ciertas casas y acudieron para llevarse el gran chasco que ahora deben lamentar hondamente.
¡Oh ingenuidades de la prensa vendida! El redactor de El Popular sabía seguramente que ningún lector le creería, pero la estrategia del ocultamiento sólo tiene un propósito: que el costo entero de la Redada lo paguen los travestis. Y esto se consigue con alguna variante. La prensa se escandaliza ante el reclutamiento forzado. Así, Daniel Cabrera se indigna y escribe en El Hijo del Ahuizote el artículo "La aristocracia de Sodoma al servicio nacional":
...pero si podemos decir que hasta hoy las autoridades políticas han considerado al servicio de las armas como un castigo, han confundido los cuarteles con las casas de corrección y con las cárceles y a los abigeos, a los vagos, a los incorregibles, les penan haciéndoles cargar el fusil, como en tiempos atrás se hacía empuñar la pata a los huéspedes de las Acordadas.
El ejército no puede recibir en sus filas a individuos que han abdicado de su sexo, la Nación no debe honrar con el ahogo ni a quienes se han degradado con los usos del colorete y los vestidos de las prostitutas, ni a los que les sirvieron de parejas.
Afortunadamente, la mordaza que ponen en nuestro labio el respeto al pudor y las buenas costumbres, no puede impedirnos protestar por honra del Ejército, guardián de la paz y parte de la sociedad en que vivimos, contra la consignación de los pederastas al servicio de las armas nacionales. (24 de noviembre de 1901)
¿Qué distancia hay entre esto y la fórmula planteada por el gobierno de Bill Clinton al fracasar el reconocimiento de los gays en el ejército norteamericano: "Don't ask, don't tell"? Como sea, la protesta funciona y el 25 de noviembre El Popular publica una aclaración: "Los vagos, rateros y afeminados que han sido enviados a Yucatán, no han sido consignados a los batallones del Ejército que operan en la campaña contra los indios mayas, sino a las obras públicas en las poblaciones conquistadas al enemigo común de la civilización".
La lista de los 41 nunca se divulga y a ningúno de los personajes conocidos se le delata por escrito. Se aplasta la perversión, pero si los pervertidos son ricos sus nombres se confían a los patíbulos del chisme. A los gays de la élite los invisibilizan sus vínculos con el poder, y sólo padecen las asechanzas del rumor, aureola de la degradación y fiesta de los necesitados de superioridad moral instantánea. Y nadie desmiente nunca (sería disminuir el hecho nefando) la presencia en la fiesta de Nacho de la Torre, del que en los años siguientes se divulgan sus excentricidades, su fortuna, sus desplantes. En La Feria de la Vida (1937), José Juan Tablada evoca a De la Torre, relata sus relaciones con Porfirio Díaz, "visiblemente ceremoniosas y tirantes", y lo defiende tibiamente de su prestigio negativo: "En cuanto a otros rumores que la envidia desató en torno de aquel personaje, él mismo los invalidaba por los actos bien enérgicos de un cabal sportman, entre ellos su decidida admiración por el bello sexo, con todas sus consecuencias".
Tablada también cuenta cómo, en su hacienda de San Nicolás Peralta, De la Torre les enseña a sus huéspedes "todos los zapatos que puedan calzar el pie de un hombre moderno y elegante." Un burgués allí presente exclama:
--¡Pero, válgame, mi señor don Ignacio, ¡qué cantidad de zapatos!
El prócer sonrió ligeramente y luego, volviéndose a nosotros, exclamó como resignado:
--Dicen que ésta es... mi biblioteca!
De la Torre, jinete consumado, es hacendado en Morelos y con él trabaja por un tiempo Emiliano Zapata, que según la leyenda viene por vez primera a la ciudad de México como caballerango de don Nacho.
Queda una pregunta: ¿por qué el poder absoluto
del dictador no elimina los rumores sobre su yerno? De seguro porque ciudad
todavía chica infierno divulgado. ¿Y a qué otras personas
se les endilga el milagrito de los 41? Además de Antonio Adalid
la información es vaguísima. El periodista y cronista Alfonso
Taracena cita con encono al periodista Chucho Rábago, y el chismerío
antiguo de Sinaloa incluye a un hacendado, el solterón Alejandro
Redo, que manda construir un aviario de grandes dimensiones en donde pasa
las tardes. Los demás "aristócratas pervertidos" muy posiblemente
se asilan en sus matrimonios o emigran.
La gran redada
"¿Por qué me hiciste así, Dios mío, y no como a mi hermana?"
Antes de la Redada, las atmósferas son tan opresivas que no admiten la verbalización. La vergüenza aisla, para acudir a la cita tan repetida de Sartre. Entonces, la solidaridad posible, la mayor, casi la única, es el trato de un avergonzado con los demás y la conversión del avergonzado en desvergonzado (la salud mental a mano por vía del cinismo). La disciplina de trato ("Veo a los que son como yo, para no sentirme tan distinto por unas horas") esboza una comunidad y, por eso, un baile en 1901 es casi literalmente la Marcha del Orgullo Gay de 2001. Lo posible se aproxima a su manera a lo deseable. También es casi seguro que por los viajes de una minoría, ya un buen número de los 41 se considera parte de una cofradía internacional.
¿Qué piensan de sí mismos los detenidos en el baile de Los 41? A estas alturas es imposible entrevistarlos y a través de las circunstancias de la época es imposible no entrevistarlos. Se consideran seres alojados en la anormalidad que es simultáneamente el presidio de los pecadores y el edén de los gozadores; se piensan mujeres atrapadas en cuerpo de hombres; se sienten víctimas de un perverso designio de Dios; se juzgan desviaciones que arrasan por instantes con los controles de la formación católica. Nacieron así y se han construido no como homosexuales (el término no circula), sino como la especie doble o triplemente degradada: los maricones, sean clandestinos o no tengan ya nada que perder. Si, de acuerdo a Didier Eribon, todo homosexual aprende a hablar dos veces, en su segundo aprendizaje los invertidos del porfiriato, anhelan el equilibrio entre la hipocresía (que es sobrevivencia) y el apetito sexual que cuando se desata hace añicos las imposiciones de la Decencia.
El término maricones es la sentencia implacable y es la salvación a través de la parodia y el ánimo orgiástico. Si no existe el espacio para el mínimo orgullo, si lo hay para un sentido del humor desesperado y capaz por sí solo de proporcionar a contracorriente la salud mental al alcance. Este sería el mensaje: "Si no me río de mí mismo no reafirmo mi humanidad". Y de acuerdo a las evidencias en la generaciones siguientes el punto de partida es la conversión del determinismo en relajo, de la culpa en desfile de modas, de la condena en ridiculización de las convenciones idiomáticas. Se habla en femenino no tanto por la sin razón genuina ("Las locas están locas") como para asomarse con palabras al acto sexual. Si, por así decirlo, los maricones no chotean al Destino (que así los hizo), y no se ríen de paso de algunos de los dogmas que tan cruelmente los expulsan, jamás adquieren la identidad que es a un tiempo el abandono de las esperanzas y el regocijo ante el espectáculo de la sobrevivencia. Las autoridades refrendan su moralidad con arrestos, humillaciones y golpizas; mediante la persistencia de su conducta los maricones intuyen borrosamente sus derechos.
El aplastamiento religioso, social, cultural, penal, prohíbe el examen de la condición maricona, pero admite el vértigo, la libertad de movimientos en las horas del ghetto, el vestuario, los chistes autolacerantes, las acciones coreográficas. La reflexión podría ir así: "Soy un condenado desde el nacimiento, pero la cruz de mi parroquia admite los indultos sucesivos de la diversión, el relajo, el coito, el disfraz que es la adquisición por unas horas de la segunda piel". Y las compensaciones psíquicas se hallan en los bailes, los ligues, las reuniones, el travestismo verbal. El relajo es la demolición provisional de las cárceles del hostigamiento y los gays ven el espejo de su identidad en lo que sólo si los reprime reconoce su existencia. A fin de cuentas, también la identidad negativa es una sucesión de imágenes.
Aunque no lo parezca, la Redada, por así decirlo,
inventa la homosexualidad en México. Para empezar, ya los que comparten
las inclinaciones están al tanto de su suerte: pudieron formar parte
de los 41, y se salvaron al menos esa vez. Al precisar el límite
social y penal de los homosexuales, la Redada hace vislumbrar las fragilidades
del determinismo. Si el estigma cubre a todos, los castigos físicos
sólo a unos cuantos les llegan, y no todos ni muchos menos tendrán
que barrer las calles en algún momento. Por más desconfiado
que sea, por más en secreto que viva, cada homosexual luego de la
Redada ya no se siente solo: en el espíritu de la orgía interrumpida,
le acompañan los otros 41, y los secundan también los gendarmes.
Diversión y represión. Si los homosexuales ya existían
y el Baile delata una mínima pero ya y sólida organización
social la Redada, al darle el nombre ridiculizador a la especie (Los 41),
modifica el sentido de esa colectividad en las tinieblas: de anomalías
aisladas ascienden a la superficie del choteo, y esta primera visibilidad
es un paso definitivo.
"De la que te salvaste"
Lo más significativo del episodio de Los 41 es, desde luego, la Redada con su negación absoluta de los derechos humanos y civiles. A partir de ese momento, se sienta jurisprudencia y lo que viene es legal porque ya lo fue: redadas continuas, chantajes policiacos, torturas, golpizas, envíos a las cárceles y al penal de las Islas Marías. Sólo se necesita una frase en el expediente: "Ofensas a la moral y las buenas costumbres". No hace falta más, no hay abogados defensores (en el caso de los jotos ni siquiera de oficio), no hay juicios, sólo caprichos judiciales dictados por el prejuicio y "el asco". Y la sociedad, o la gente que se entera, encuentra normales o admirables esos procedimientos.
La Gran Redada le inventa a los gays de México un pasado que es, en síntesis, la negociación con el presente. Vienen del momento de felicidad destruido por la gendarmería, y la comunidad surge a pesar suyo al agrupar a todos los susceptibles de razzias. De la madrugada del 18 de noviembre de 1901 a 1978, en la marcha conmemorativa del 2 de octubre, cuando desfila un contingente gay, los gays viven presos del pánico de la Redada, y que esto no es psicologismo lo prueba la continuidad de los atropellos policiacos y de la Redada moral: los insultos, el desprecio, la ira y la congoja de los padres. Y sólo cuando el término gay se populariza la Redada se ve interrumpida, no porque se elimine el ánimo persecutorio, sino porque la mínima protección de las leyes obliga a pasar de las razzias a la segregación que se va armando de voz pública.
Misterios de la semántica: con la palabra gay se introduce casi al mismo tiempo la defensa de los derechos humanos de los por ella representados.