JUEVES Ť Ť NOVIEMBRE Ť 2001

Barbara KingsolverŤ

No le encuentro la gloria

A este día no le encuentro la gloria. Cuando levanté el periódico y vi la frase "Estados Unidos contrataca" desplegada con todo alarde y refulgencia en letras, que juro medían 25 centímetros de alto -Ƒno deberían reservar estos tamaños de tipografía para, digamos, la guerra nuclear?-, se me hundió el corazón.

Hemos contestado un acto terrorista con otro, hacemos llover muerte sobre la población más aterrorizada y con más cicatrices de guerra que jamás haya llegado al umbral de su casa para asomarse a la calle.

Las cajitas de plástico con comida que también hemos arrojado son una farsa. Se reporta que ni las tocan, por supuesto. Los afganos se han pasado la vida aprendiendo el terror que entraña cualquier cosa que les avientan del cielo. En tanto, la ayuda alimentaría genuina, de la que dependen muchos para sobrevivir, está detenida por la guerra. Hemos matado a los que por pobres o tullidos no pudieron huir, más cuatro trabajadores de asistencia humanitaria que coordinaban la desactivación de las minas terrestres que sitian el suelo afgano. Esa oficina ahora está en ruinas, al igual que mi corazón.

Tendré que seguir abogando en contra de esta locura. Me regañarán por hacerlo, bien lo sé. Ya me han achacado todos los adjetivos posibles: traidora, pecadora, ingenua, liberal, peacenik, chillona. Me dicen que soy peligrosa porque podría estorbar al santo proyecto de continuar arrojando desde el cielo objetos pesados hasta barrer a la última persona que potencialmente nos odie.

Algunas personas rezan por mi alma inmortal, y otras ofrecen comprarme un boleto sencillo al extranjero, adonde sea. Acepto estos regalos con una gratitud semejante al espíritu de generosidad con que me fueron ofrecidos.

La gente amenaza vagamente: "šno estaría así si su hijo hubiera muerto en la guerra". (Me siento así precisamente porque puedo imaginarme tal horror).

Adversarios más sutiles simplemente dicen que soy ridícula, una soñadora con visiones infantiles del mundo, que imagina que esto puede ser mejor de lo que es. El abordaje más sofisticado, sugieren, es aceptar que vamos todos en un alegre viaje por carretera hacia las fauces de la catástrofe, así que cállate y maneja.

Lucho contra eso, lucho como si me ahogara. Cuando me llega el sentimiento de que soy un ejército de una, sola en la planicie, que ondea su ridícula banderita de esperanza, llamo a uno o dos amigos. En inglés ya no recordamos que la última vez que la mayoría de nosotros buscó elegir a alguien, mediante el recuento directo del voto popular, no favorecimos al tipo que hoy nos dice que ganaremos esta guerra y no seremos "mal despreciados". Y no es que estemos aparte de la multitud. Somos la multitud. Somos millones, eso seguro, que sabemos mirar la vida de frente, no importa qué tan horrible se ponga, e intentamos amarla de nuevo. No es ingenuo proponer alternativas a la guerra. Podríamos ser la nación más bondadosa de la Tierra, dentro y fuera.

Miro entonces el panorama y veo que muchas naciones con menos recursos que nosotros han encontrado soluciones a problemas que nos desconciertan. Me gustaría ponerle fin al subsidio público del empresariado y disponer de ese dinero para erradicar el desamparo de aquellos que no tienen techo, como otras naciones ya lo hicieron. Me gustaría contar con un sistema de salud humanitaria, organizado con los mismos lineamientos que Canadá. Me gustaría que el sistema de transporte público de mi ciudad fuera como el de París, muchas gracias. Quiero que nuestro consumo de energía tenga el nivel modesto de los europeos, y luego mejorarlo. Ansío un gobierno que subsidie las fuentes de energía renovables y no uno que patrulle el mundo por la fuerza para proteger la glotonería por el petróleo. Porque, no se enreden, es esta voracidad por el petróleo lo que nos metió en esta guerra santa, y esta fosa de embrea es profunda. Quisiera que firmáramos el Acuerdo de Kioto hoy, y que reduzcamos las emisiones de combustible fósil mediante una legislación que nos lleve a vidas más seguras, menos voraces, reorganizadas con sensatez. Si fuera ésta la faz que mostramos al mundo, y el modelo que impulsáramos por todas partes, me imagino que nos las arreglaríamos con un presupuesto militar del tamaño del de Islandia.

Cómo puedo no asumir el punto de vista de los niños si estamos frente a una guerra en la cual los hombres actúan como infantes. No apelan a la justicia, lo suyo es pura venganza. Los adultos hacen justicia recurriendo a leyes pactadas de común acuerdo. Los criminales que no se civilizan deben rendir cuentas ante instituciones civiles; abolimos el apedreamiento hace mucho.

La Corte Internacional y todo el mundo musulmán están listos para juzgar a Osama Bin Laden y sus cómplices. Si invirtiéramos unos cuantos miles de millones de dólares en comida, ayuda médica y educación y no en bombas, apuesto a que tendríamos los amigos suficientes para averiguar dónde se esconde. Y quisiera señalar, ya que nadie lo ha hecho, que el talibán es un presunto cómplice, no el perpetrador, un punto legal que se pasa por alto en la prisa por hallar un objetivo soberano al cual bombardear.

La palabra "inteligencia" sigue aflorando, pero siento que estoy en un campo de juegos donde hay niños que se gritan unos a otros "él empezó" y siguen aventándose piedras que vacían otro ojo, que arrancan otro diente. Sigo buscando a la mamá de alguno que llegue y diga: "šniños, niños!, aquí no se trata de quién empezó, se están haciendo daño".

Soy la mamá de alguien, así que ahora repito: el punto es que la gente sufre daño. Requerimos parar un momento para revisar el monstruoso desperdicio que entraña el interminable ciclo de las represalias. No hay triunfo alguno por tener las armas más mortales, señores. Cuando en la Tierra hay gente dispuesta de dar su vida al odio y hacer uso de nuestros propios aviones como bombas, queda claro que no podemos pretender que nuestra tecnología es mejor que la de ellos. No puedes vencer el cáncer matando todas las células del cuerpo, o se puede, pero, entonces, cuál es el caso.

Esta es una guerra de a ver quién odia más. No hay límite a esa escalada. Terminará sólo cuando tengamos las agallas de reconocer que no importa quién comenzó y tratemos de comprender, y después alterar las fuerzas que generan el odio.

Siempre hemos estado en guerra, aunque los ciudadanos estadunidenses hayamos estado casi siempre aislados de lo que se siente, hasta el 11 de septiembre. Entonces, de repente, comenzamos a decir: "El mundo cambió. Esto es algo nuevo". Si en verdad existe algo nuevo bajo el sol en torno a la guerra, alguna alternativa a que la gente muera por los pesados objetos que se le arrojan desde arriba, entonces, por favor, en nombre de los cielos, quisiera verla. Quisiera verla, ya.

Ť Barbara Kingsolver es la autora de The Poisonwood Bible y Prodigal Summer. Este artículo aparecerá en su próxima colección de ensayos.

Traducción: Ramón Vera Herrera.