Sergio
Fernández
el cuento del domingo La llamada |
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"Padre ausente,
madre avasallante, hijo único... ¿no se trata de una trilogía
de la frustración?" Quien así habla es un joven convencido
de que el corazón puede empujarnos a cometer lo inesperado, incluso
si se trata de un acto perverso. Ante esa especie de personal destino manifiesto,
este atento y reflexivo personaje hace un veloz recuento de su historia,
breve y sin embargo cargada de sensaciones, decepciones y decisiones vitales.
Está intentando comprender, más que la causa directa de una
acción concreta, el origen primero de lo que nos hace movernos,
aun a riesgo de perderlo todo, pero siempre con la posibilidad de ganarnos
a nosotros mismos.
A los diecisiete años se puede justificar cualquier acto perverso al que nos empuje el corazón sobre todo si, como en mi caso, cierta pasividad de movimientos lo inducen hasta límites que los tímidos no se atreven a conquistar ¿Se debió a una manera de acidia o por anhelos en verdad soterrados por lo que me vi impulsado a prestarme a la cita, cumplida en la puerta de mi propia casa, allá por aquel rumbo de clase media trasnochada, hacia la Calzada de Tlalpan custodiada por dos hileras de eucaliptos que no existen ya? ¿Qué pasó conmigo aquella noche en que, a eso de las diez, recibí la llamada? ¿Por qué acepté que pasara a recogerme el dueño de la voz si no podía ignorar, desde el inicio, que era peligroso? ¿Debido a mi soledad interior, doble por ser tan joven, esperaba inconscientemente el telefonema? Porque los adolescentes se aburren y por eso tal vez bruscamente rechazan lo que más íntimamente aman. Por lo demás si rompo los sellos que me llevan, por decir algo, a ese sótano interno que tanto nos lastima, de él saco trapos sucios que me justifican con un deseo ambiguo: el del erotismo o ¿por qué no? la muerte. Casi virgen, en un segundo año de preparatoria, cachondón, no de mal ver, poco dado a encuentros casuales en la calle, me sentía marginado, con la compañía de los libros de Zola (mis primeras incursiones en la literatura) y deseando, sobre todo, largarme de casa como cualquiera que tuviera mi edad. ¿Era un telefonema, justamente como éste, lo que necesitaba? Por estar seguro que no gustaba a los demás me encontraba, las más veces, marginado, reconociendo, naturalmente, que, por remediarlo, nunca hice nada que me sacudiera mis santurronerías tocadas de erotismo. Fue hasta después, muchos años después, cuando hice cuenta de aquellos momentos idílicos que eché a perder a causa, justamente, de mis indecisiones, de mi extrema debilidad de carácter. Se fueron por la borda porque según yo mi caso era único, lo que resultaba difícil soportar, además de una tristeza que nació conmigo, y a la que siempre he sentido de color azul espeso, de ese azul que, mucho más tarde, reconocí en el Mar de Mármara, especialmente en ese espacio líquido que es El cuerno de oro. Único, digo, en su sentido más reprobable pues si nadie más compartía mi tipo de sexualidad por llamarlo así me aislaba pudriéndome en vida. Por eso cuando había una "oportunidad" como entonces se dio no era el caso desaprovecharla. Me refiero, claro, a alguna compañía que me deparaba una sorpresa o, en el peor de los casos, el subrayado de mi soledad. Pero sea como sea mi timidez no me abandonaba: al contrario, salir con un desconocido en quince minutos más (eran las diez en punto de la noche) apuntalaba mi necesidad de romper con el lazo que mi madre me puso desde que nací, ahogándome, pues yo era incapaz, por falta de dinero, de tomar una medida práctica poniendo una barrera entre los dos. O huir, dejándola abatida, lloriqueante, pues desde que se separó de mi padre toda su frustración, enmascarada de amor maternal, cayó sobre mis espaldas, ay, ya desde entonces frágiles para cargar el acero de las suyas, las que me impuso por las buenas. Pero en sueños la veía con una gran boca y unos brazos muy largos, como si en todas partes estuviera esperándome para sujetarme y tragarme. Lo anterior había sido el subrayado de un nada novedoso despropósito: padre ausente, madre avasallante, hijo único... ¿no se trata de una trilogía de la frustración? Pues a partir de mí mismo tallado en mármol junto a los otros dos, me encontré paralizado, inexpugnable: un Niño Jesús carente de su San José con la ridícula varita de azucenas en la mano, estéril falo causado por alguna enfermedad que no supe qué fuera. Y por supuesto María apoderada de su vástago, dándole de mamar las más veces, de espaldas al marido quien en muy breve tiempo la dejó metiéndose con otra, con la que no tuvo hijos pero adoptó tres, que me sustituyeron dejando al asunto cocinarse por sí mismo, aunque corriera sangre al río. Y esperó como alguien diferente, rumiando sus pasos futuros sin saber con aquella expulsión nada, absolutamente nada más de sí. Por otra parte las cosas se habían sucedido encadenadas: muertos mis abuelos maternos en menos de un año; Francisco Carpio (que me disoció de mí mismo cuando a medias, muy a medias, nos acostamos, un sí que no prófugos de aquello que nos obsedía); él muerto en una riña que ignoré cuál era ni cómo fue, sin siquiera haber estado en su casa, qué va, sino en una pobretona cama de la Cruz Roja, con un balazo al hígado. Luego León en un vuelo de prácticas militares, caído en un viaje por Hidalgo, también meses atrás. Todo como calavera, de las que venden en los portales de Toluca el día de Todos los Santos. De azúcar, eso es, así de insignificantes con el tiempo se nos vuelven los muertos. Y además, como si fuera poco, mi enfermo catolicismo de raíz (del que por fortuna deserté), alimentado tanto por mi madre como por la familia de mi padre, mochos de tres al cuarto, en una Guadalajara a la que le agradezco haberme permitido solazar ya con una puta, ya con un soldado, ya con un amigo de la infancia al que dejé de ver por mucho tiempo. ¿Qué mezcla era ésa, con el resultado de una calavera de azúcar? Pero repito que en aquella tarde, acompañada de ventiscas, lo único que visiblemente me entregó la vida fue hambre, mucha hambre para llenar mis oquedades, amén de la concreta sensación de estar en la sala de mi casa, esperando a que el desconocido pasara por mí, ya dormida mi madre a esas horas. Pero ahora debo aclarar que estas líneas apuntan a apretujar aquel recuerdo porque de otra manera, las manos muy vacías, nada queda, ni siquiera el derecho de protestar por lo que ya se ha ido pues que ignoramos justamente a quién o a qué dirigimos tal reclamación. Por eso acaso escribir me traiga la luz algo de aquél que fui aunque por otro lado de él no quede ya más que una pizca, unos granos de arena que manoseo ineptamente. En todo caso empezaré por diseñar el ligero manchón a modo de un dibujante muy en sus inicios de una época de mi vida que me dio desmayos interiores, acaso femeninos, a los que nunca supe cómo manejar. Luego las preguntitas de rigor: Qué, ¿no tienes novia? ¿Te gustan las muchachas? Más adelante no me digas que no habrás de casarte, te vas a convertir en la vergüenza de la familia, todos tus primos, ya lo ves, tan formales. Porque las madres educan a sus hijos para casarlos, no sea que, distraídamente, se ayunten con un hombre. Así es, porque su felicidad es lo de menos; lo importante es el arte de aparentar. Y como pienso que hay un puente breve entre la adolescencia y el adolescente, diré que ambos fuimos de estatura regular, delgados, de no mal ver, blancos, de pelo cobrizo y ondulado. Ah, sí, y unos hoyitos en las mejillas que corrían al encuentro de cualquier putería. Por eso contesté la llamada oyendo un sonido fresco, de voz joven, con acento definitivamente extranjero (¿venezolano, panameño?); sonido, digo, seguro de sí mismo, tanto, que de inmediato me dijo que antes de irse de la ciudad le urgía saber quién era yo, dado que mis señas particulares (dirección, número telefónico) estaban en su agenda. ¿Sabía yo dónde nos habíamos conocido? Él, por cerca de dos años, había trabajado aquí, en el Servicio Diplomático pero ahora, al trasladarlo, le urgía poner en su lugar algunas cosas, un sí que no disparatadas. ¿Cómo, ya acostado? Vamos, es temprano, date un duchazo y espérame, paso por ti en escasos treinta minutos. Pero si le di mis señas no registré aquel encuentro, aunque pudiera haberse dado: alguna fiesta, un bar, una cafetín cerca de la Preparatoria cuando, al salir de clases, solía entrar a tomar, de tarde en tarde, uno caliente, más bien malo, pero que me asentaba. Era yo, como todo adolescente, un ser atormentado. Un poco dividido, es verdad, pues al salir de la clase de álgebra solía ir a comulgar allí cerca, en Loreto, cuyas naves, repletas de pájaros, me invitaban a no desperdiciar la vida que se desvencijaba, inmediatamente después, con compañeros de salón, aburridones, de quienes huía, diciéndome a mí mismo salte de esta carrera, vete de las faldas de tu madre, no te empeñes en que te gusten las mujeres, es ridículo ya que nadie, absolutamente nadie, te cree. Y aun cuando me gustaran, ¿no era para mí, especialmente, el mundo de los hombres? ¿Seguía yo enamorado de Francisco, aunque estuviera muerto? ¿O de León, también muerto y no de amor por mí? Me dejó sus "alas" de graduación, un brochecito que guardé pero que, al saber del accidente, lo boté por la ventana, en un imbécil acto de indignación que lo mismo tenía el sabor de animismo que de fetichismo, cualidades que no le quitaron su parte de tragicomedia. Dos muertos tan cercanos con un año escaso de por medio que nada tenían que ver con aquella atractiva voz, salida de alguna zona oscura, si no de la vida, tanto peor aún, de mí mismo. Por eso no atiné a negarme sino a exclamar ¿hoy mismo? Pero ya dije que, ante lo enérgico del reclamo, casi automáticamente le di mi dirección. Y me fui a la salita de la casa a esperar (mi madre ya se había despedido de mí) mientras en el espejo me contemplé a mis anchas, pues especialmente aquella noche deseaba gustar y pasarla bien, aunque lo que me hacía falta era una buena dosis de frivolidad. Un sweatercillo de lamentable color acamotado se ajustó a mi cintura a tiempo de pensar en quién rayos me metía en aquellos líos, late que late el corazón entre el deseo y un inevitable azoro por lo que pudiera pasar con un desconocido que estaba por llegar. En tanto un San Estanislao de Cabrera y una Sagrada Familia sin firma, también colonial, eran indiferentes al curso de mi aventura. ¡Si no se hubieran perdido como parte del dineral de mi familia! Pero todo se fue y sólo esas pinturas y unos cuantos muebles venecianos me vieron crecer, antes o después de haberme sentado en un sofá para esperar el encuentro con aquella voz, con seguridad perteneciente a los pulmones de un mulatón sabroso. No sé cuántos minutos ocurrieron pues me sentí flotando, ya que el tiempo me había exceptuado de sus presiones, en la seguridad de que mi buena estrella (así sentí el futuro) no se negaría a acompañarme en aquella ocasión en que, tal vez a manera de guante, la vida me cambiaría con un muy leve manoseo. ¡Qué carga odiosa la de atisbar el porvenir, duro como esmeralda, sólo que sin valor! Tocaron a la puerta. Salí con unos pesos en el bolsillo: él, serio, casi adusto, me saludó revisándome como un puntilloso detective de novela inglesa, sin siquiera darme la mano pero echándose en el bolsillo el resultado de su morbosidad cuando del automóvil (uno enorme, negro, al que no se me ocurrió verle las placas) un hombre salió a encontrarse con nosotros, sin decir nada, como con bozal. Se vieron mientras capté una seña de aceptación, muda pero llena de una orfebrería conocida: les gustaba, ¿era así? Y en un segundo abrieron la portezuela y yo, en medio de los dos, apresado, dejé mi casa, mi barrio y los rieles de tranvías que entonces cruzaban la Calzada de Tlalpan, custodiados por los eucaliptos. Íbamos no supe hacia dónde, sin miedo pero con el inevitable recelo, regustando el placer de haber dejado la capa gris, rala por el uso, de los hábitos. Ambos eran tan jóvenes como yo, quizás un poco menos: el mulato más bien fortachón, de cara redonda, sexual de apariencia, bien vestido para un encuentro tan ocasional, ¿o fue para despistar que llevara una corbata roja? El otro me pareció un mexicano de medio pelo, inidentificable, alto, sin ningún atractivo. Pero no sólo pensé hacia dónde se dirigían sino qué los unía, pues por instantes el otro me daba la idea de ser sólo su acompañante, sin calar a fondo en lo que fuere tal compañía. Pero estar entre ambos me obligó a fluir, a fluir como corriente de agua anegando otras más, sin por eso llegar a ningún fin. Nadie abrió la boca mientras recorríamos la ciudad rumbo a Tecamachalco, tal vez, en todo caso muy lejos de mi casa. Pero no, llegaron hasta un grupo de edificios cerca de lo que fue el Hipódromo y se estacionaron por allí, en un claroscuro dejado entre farol y farol, la noche cálida y tan bella que se antojaba estar a solas con el mulatón, tomando un par de cubas-libres para esperar una resolución, siempre distinta a la que ambicionamos. Es natural haber pensado mucho, sin abismarme, durante el recorrido, y quisiera explicarme qué me ocurrió al mirar las casas o las calles que se escurrieron al paso del enorme automóvil. Pero sólo sensaciones me vienen al recuerdo, después de tantos años empobrecido con imágenes que intento ahora conjurar. Ni una nota le había dejado a mi madre, de suerte que si no volvía a casa nadie, nadie en absoluto, sabría dónde encontrarme. Me hice la reflexión de que tampoco nadie me quería. Mi madre me juzgaba suyo, lo cual es otro cuento. En cuanto a San José (divorciados ambos desde mis cinco años de edad) simplemente me toleraba cuando yo caía en casa de alguno de sus hermanos, en Guadalajara, pues su nueva unión me impedía quedarme con él, de modo que era obvio que más que amarme simplemente me aceptaba, resignado. Pero yo hice las sustituciones convenientes y en un trunco fin de semana que pasamos juntos en las playas de Nayarit, Octavio se acostó conmigo, con el poco romántico paisaje de un calurosísimo estero, por lo que el asunto resultó fallido, pues a la incomodidad debo sumar una insolación que nos mandó de regreso a Guadalajara, donde me eché en cama ardiendo en calentura. No estaba mal un hombre como él, fortachón, escultural, de ojos verdes: el menor de los hermanos de mi padre. Pero el asunto da para más pues fue nuestro paseo un día después de su boda con Marina, una mujer mayor, fea, con dinero. De paso anoto que ella a la larga se vengó, convirtiendo a su bello marido en un inusual criado de servicio. No, nadie me quería a excepción de Mitzi, una perrita que sabía atravesar la Calzada de Tlalpan para ir a "La neutral", miscelánea de la que mi madre se hizo cargo dos años atrás, ya perdida la fortuna de la familia, por lo que he de reconocer que supo ser pobre, tanto como millonaria. Pienso en un retrato suyo, en la calle, al salir del Club San Luis Potosí, en la Plaza Río de Janeiro. Pero en seguida me aparto y regreso al momento en que el venezolano le dijo al otro que era mejor meter el coche en el garaje. Entramos y tomamos el elevador en un edificio relativamente nuevo. En el cuarto piso nos bajamos, yo entre ambos, como si estuviera esposado, custodiado. Ya dentro me dejaron solo, en la gran estancia. Por ello en seguida me hice cargo: se notaba que los muebles eran parte del departamento, es decir, que así se alquilaba, sin ningún adorno original. Nadie fue capaz de poner un florero o de componer éste o aquel cuadro chueco fuera de su lugar. No pasaron sino unos minutos, en mí horas, pues ahora sí que tenía miedo, ya era tiempo. Tampoco hubo modos, ni educación crasa, de que me ofrecieran que me sentara; simplemente se metieron a una habitación contigua desde donde los oí discutir, sin comprender realmente nada, pero era indudable que yo era el objeto de tan alterada conversación. Esperé algo más y de pronto el miedo, convertido en pánico (tintes sepias bajaron desde mi nunca al piso), se adueñó del aire de la estancia tan espesamente que tuve que aspirar muy fuerte para adueñarme de mi esqueleto, que automáticamente me acompañó a que en silencio abriera la puerta y entrara en el elevador, aún detenido en el piso. Mi pequeño corazón, de gato amarillo, saltó sin que le diera permiso alguno. Ya en la calle eché a correr siguiendo direcciones en zigzag. Luego tomé un taxi y regresé a la casa de mi madre. De inmediato supe que el venezolano no llamaría, pero ignoro el por qué de esta seguridad: simplemente no llamaría, acaso porque de seguirme la aventura se convertiría en algo más que al mulato no le interesaba. Entré a la casa. Me senté en el mismo sillón, mirando el San Estanislao, cada vez más pálido, como si Cabrera hubiera, durante mi ausencia, retocado aquel hermoso rostro, de barba cerrada con cierto tinte azul. Me senté repito en la
salita, frente al santo. ¿Debo agregar que dos minutos antes, en
mi recámara, había visto el reloj en el momento mismo de
la llamada? Miré también el caballito negro de vidrio soplado
en el estante, unos cuantos libros a los que pomposamente denominaba mi
biblioteca y un pequeño helecho en un macetero de porcelana. ¿A
qué horas había entrado mi madre para besarme y decirme un
buenas noches acogedor, pero que en mí no despertaba sino ya indiferencia,
ya sofocación? Sonó el teléfono. La voz de un desconocido
me decía que me quería conocer antes de irse del país.
Como explicación añadió que no tenía idea a
quién pertenecían las señas particulares de alguien
a quien anotó en su agenda de direcciones: ¿era yo? Se trataba,
quizás, de un extranjero, de voz atractiva, acaso un sudamericano,
o de una mascarada, pues todo podía ser. Sentí un rechinido
suave no en los dientes sino en la piel. Pero ¡qué horas para
encontrarnos si ya estaba metido en la cama! Sin embargo no necesitó
rogarme porque como un títere movido por manos escondidas me vestí
y salí a la sala a esperarlo. No sé cuánto tiempo
pasó, o si siquiera pasó el tiempo, enmarañado a la
barba cerrada del santo. ¿Qué me entregarían mis propios
anhelos en el momento de abrir la puerta de la calle y verlo allí,
un momento solo, para después estar en la compañía
de otro sujeto, surgido de las sombras? Eran las diez en punto de la noche.
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