Estamos desacostumbrados a experimentar el asombro (esta palabra, en su primera acepción, tiene que ver con el susto y el espanto. En segunda instancia se refiere a la admiración y la sorpresa); desacostumbrados, digo, a reconocer que no es posible saberlo todo acerca de todo, aunque parezca obvio, y tampoco estamos muy dispuestos a reconocer que no es posible siquiera saberlo todo acerca de algo en particular. El espíritu de inmediatez que nos han inoculado, entre otros monstruos finiseculares, los medios masivos, la excesiva particularización académico-profesional y la incapacidad para diferenciar dos conceptos tan lejanos como lo fugaz y lo moderno, han arrancado de cuajo el viejo hábito humano de experimentar, con toda su carga creativa y de reflexión, el sentimiento de sorpresa ante algo que se nos presenta por vez primera. Ante la preeminencia de este nihilismo de nuevo cuño, que ni siquiera sabe que lo es, puesto que para sus miembros no hay "ismo" que valga; ante esta costumbre de acercarse a la cultura como quien se acerca al microondas con un burrito fast food, ¿cómo abordar una obra que hace del asombro su principal rasgo?, ¿por dónde conviene acercarse a este Bazar de asombros, es decir, a esta multitud de admiraciones, desconciertos, estupefacciones, estupores, extrañezas, fascinaciones, maravillas y pasmos? Su propio autor nos da la clave: "En este Bazar se reúnen los frutos de una labor periodística de muchos años y varios intentos ensayísticos dictados por un entusiasmo bastante candoroso, y por la admiración que todavía me deja gozar la variedad del mundo y el milagro de las artes." Dejo de lado el candor, pues las ideas que Hugo Gutiérrez Vega vierte en sus ensayos sólo podrían ser calificadas así por el más soberbio de los impasibles, y me quedo con el entusiasmo y la admiración ante un mundo que, visto a través de las páginas del Bazar de asombros, todavía es vasto, vario, gozoso y milagrero. De hecho, esas mismas características pueden ser atribuidas a esta colección de ensayos y artículos que Hugo entregó por primera vez a sus lectores en las páginas de Últimas Noticias de Excélsior, Revista de la Universidad, Cuadernos Hispanoamericanos, unomásuno, Siempre! y La Jornada Semanal, entre otras publicaciones. Hace un año, tanto su autor como los editores de Aldus comprendieron y llevaron a la práctica algo que muchos de sus lectores ya sabíamos y que estábamos esperando: para que alcanzara toda su fuerza, para que se comprendiera cabalmente su relevancia en tanto memoria directa de nuestro tiempo, era necesario reunir estos textos en forma de libro. En este bazar siempre ha habido de todo, pero uno tenía que esperar hasta el domingo siguiente para que el bazarista, como un prestidigitador que se sabe dueño de nuestra avidez, sacara del sombrero una más de las sorpresas a las que nos tiene acostumbrados. En menos de doce meses aquella primera edición agotó sus ejemplares. Quizá este hecho no sea demasiado relevante para los autores y los editores que abordan el fenómeno del libro del mismo modo como lo harían si se tratara de hacer que el público adquiriera bolsas de detergente; allá ellos y su concepción neoliberal que convierte a la cultura impresa en un producto más de consumo. Lo destacable es que Bazar de asombros, un libro que reúne la más reciente obra prosística de uno de nuestros poetas más importantes, un libro que, debido al estilo y las características del editor, ha estado ayuno de cualquier aparato promocional siquiera cercano al que suele adornar librerías, ferias y exposiciones, deba ser reimpreso en tan breve tiempo. De entrada, Hugo anuncia a sus lectores que se conforma "con provocar discusiones, encontrar afinidades, soportar ninguneos y enfrentar discrepancias". Ninguna de estas posibles reacciones le resulta desconocida a alguien que, como el autor, ha tenido que vérselas muy de cerca y lidiar con la censura en todas sus formas, desde las más sibilinas hasta las más fulminantes, o con los perpetradores de nuestro absurdo cotidiano, ya se trate de la boletera de Mexicana de Aviación, el empleado de la caseta de cobro en la carretera a Querétaro, los inefables lectores televisivos de noticias , los "hombres públicos" políticos o de los otros, los profesionales de la literatura y todos aquellos que engrosan, domingo a domingo, el catálogo de despropósitos tan fiel y socarronamente registrado por Hugo en su columna de La Jornada Semanal. Como él mismo afirma, en este libro se incluye, "por supuesto, una sección de quejas, casi siempre relacionadas con los horrores de la política, especialmente el autoritarismo, la corrupción y los integrismos". Pero esa necesidad de testimoniar los pequeños y los grandes horrores de su tiempo se equilibra con el registro igualmente puntual, igualmente documentado de primera mano, de lo mucho que aún le queda de gozoso a nuestro entorno. De este modo, si un capítulo como "Aires de la derecha", en el que Hugo pasa revista a las personas, las ideas, las organizaciones, las tendencias y la forma de proceder de quienes hoy (sí, hoy, hoy, hoy) detentan el poder, puede poner los pelos de punta, otro capítulo "Circo, maroma y teatro", pongamos por caso cuenta el paso del autor por los ámbitos de la dramaturgia mexicana y trae a la memoria muchos de sus mejores momentos (como la puesta en escena de Roberte ce soir y Lástima que sea puta). Como en el mejor surtido de los tianguis, las mesas de este bazar también ofrecen notas de lectura, reseñas de viajes, crónicas y anécdotas que Hugo ha ido reuniendo en esa memoria suya inagotable y prodigiosa, capaz de evocar, en el momento que se lo pidan o que él lo necesite, poemas completos, exhaustivos comentarios a toda la filmografía de Frank Capra (o la de Orson Welles, la de Luis Buñuel, la de Ingmar Bergman o de quien usted quiera), o, en un plano más terrenal, capaz de dar instrucciones precisas sobre cómo llegar a una callecita perdida en los laberintos del Pireo, o cómo se prepara el pato al lodo según la receta de Salvador Novo. En el capítulo llamado "Una educación sentimental de chile, de dulce y de manteca", además de referir buena parte de sus memorias juveniles, Hugo le hace un profundo y emocionado homenaje al cine, esa arte sin musa hoy tan zarandeada por "críticos" que creen serlo en buena medida sólo porque llevan unos cuantos años haciéndola de tuertos en el país de los ciegos. "Todo lo que ahorraba iba a parar a las taquillas del Reforma, el Variedades, el Edén (al Edén, den lo que den), el Alameda, el Luz o, en el peor de los casos, el cine que regenteaban los jesuitas. No me gustaba porque los besos y apapachos de los actores permitían organizar campeonatos de duración oscular, contando en voz alta los segundos cubiertos por la mano protectora." Estos fueron los inicios del "cinero" que Hugo sigue siendo hasta el día de hoy, el mismo que vio, justo cuando se dio a conocer, todo el cine norteamericano y europeo de los años sesenta, setenta y ochenta; el mismo que tuvo acceso a la prodigiosa videoteca de Manuel Puig; el mismo que tuvo un papel en una película de Pasolini (el de una "sombra que pasa en la lejanía"); el mismo, en fin, que sabe de cine desde las "vistas" de los hermanos Lumiére hasta los experimentos del Dogma danés, pasando por Buster Keaton, Groucho, Chico y Harpo Marx, Laurel y Hardy, Mansfield, Flynn, Monroe, las dos divas Hepburn, Dieterich y un larguísimo etcétera. Más adelante, en "Las embajadas y un cónsul perplejo", Hugo se sirve de su larga carrera diplomática para poner por escrito el asombro que le provocaron los lugares, las personas y las obras que conoció en Grecia, Puerto Rico, Brasil, Inglaterra, España, Líbano y muchos países más, y se detiene a explicarnos lo mismo el sabor, el aroma y la textura de un platillo árabe, que la emoción de haber conocido y hablado con el poeta griego Elytis, o la que le produjo su entrañable relación con Rafael Alberti, o el pánico que da dormir en un hotel sobre el cual pasan las bombas de una guerra estúpida como todas las guerras, o la extraña mezcla de felicidad y melancolía que le produjo su regreso a suelo mexicano, intensamente narrado en las "Últimas carcajadas de la cumbancha". Su obra entera (no sólo este Bazar, sino su extensa ars poetica, sus otros once libros de ensayos, sin contar las páginas sueltas que han hallado acomodo en prólogos, introducciones y más); su obra, digo, en efecto ha provocado discusiones, encontrado afinidades y enfrentado discrepancias de quienes lo hemos leído, visto en su faceta de actor teatral o, si se ha tenido la suerte, escuchado hablar en ese tono suyo cálido, incluyente, siempre capaz de decir las cosas como suele escribirlas: con claridad y directo al grano, sin menoscabo de una riqueza y una elegancia léxicas que en él se sienten como algo natural, y en cuya ausencia nos parecería surgido de otra pluma. La primera certeza de quien lea este Bazar de asombros tiene lugar al darse cuenta de que, antes que nada, su autor es un estupendo lector, ávido como pocos, y como todavía más pocos, capaz de trasvasar su sentido de la lectura del oído al papel, para que, a su vez, lo que escribe pueda volver al oído sin mermas de ritmo ni de musicalidad. Al cotejar cualquiera de los poemarios de Hugo con este volumen de ensayos, queda demostrado que poesía y prosa no son agua y aceite sino el alfa y la omega de todo discurso que pretenda decir algo, y pretenda decirlo bien. Por eso los textos dedicados a José Carlos Becerra, Germán List Arzubide, López Velarde, Nandino, el padre Plasencia, Ristos, Bretakos, Kavafis y muchos otros poetas, dan la sensación de haber sido concebidos desde la poesía, no sólo en torno a ella, pues la definición, y al mismo tiempo el más alto valor de la prosa huguiana, consiste en no ser prosaica, entendiendo el término según la usanza: como un discurso en las antípodas de la poesía, donde rasgos como ritmo, armonía y música no son sino carencias, elementos que nos gustaría encontrar pero que siempre terminamos echando de menos. No ocurre así con el autor de este Bazar. Su profundo conocimiento de las personas, los lugares y las cosas, en tantísimas ocasiones de primera mano, constituye el primer elemento de nuestro asombro y, acto seguido, se convierte en la certeza de estar frente a un autor que se diría de corte renacentista: enterado y entusiasmado por todo lo que le rodea, y preocupado fundamentalmente por transmitir a los demás no sólo el conocimiento, sino el disfrute que éste suele conllevar. El bazarista pone al servicio de su discurso el recuerdo oportuno, la cita precisa, la evocación esclarecedora, y lo hace con un estilo claro, directo y pleno de riqueza textual, no con el propósito de "adornarse" o de "sonar bonito", sino de transmitir más eficientemente su mensaje, no importa si éste tiene que ver con los "Aires de la derecha", el mundo del teatro, el de la poesía, o con el recuerdo de sus muchos viajes. En estas páginas, que se refieren a temas y ámbitos tan diversos como los intereses y las afinidades de su autor, un tema apoya al otro y éste a un tercero, en un concatenamiento que, visto en conjunto, produce el efecto de un tapiz donde cada hilo, cada color y cada figura ocupan precisamente el sitio que deben ocupar. Otra certeza surgida de la lectura de este Bazar de asombros tiene que ver con la luminosidad o, mejor dicho, con la transparencia que Hugo acostumbra a la hora de escribir, ya sea un poema, un ensayo o un artículo: ya mencioné que leerlo es como escucharlo, pero, quizá más importante que eso, es el hecho de que cuando uno lee o escucha a Hugo sabe a ciencia cierta que dice exactamente lo que piensa, lo que cree, y por qué es así; y esto, que puede parecer obvio, no lo es tanto en un país y en un medio intelectual como los nuestros, tan dados al elogio de frente y al ninguneo de espaldas, y tan llenos de leones que suelen hacer una norma de su personal condición. En alguna parte del Bazar dice Hugo que "el papel de derrotado me ha acompañado alegre y sarcásticamente a lo largo de mi errática existencia", y en otras líneas, al hablarnos de alguno de los pastelazos que ha recibido (entiéndase "pastelazo" como la renuncia que un ex rector de la unam le exigió a cambio de no censurar una obra de teatro, o como su salida del servicio diplomático por decir lo que pensaba del movimiento zapatista), nos dibuja su estado de ánimo proponiéndonos la imagen de Stan Laurel que saluda con la punta de su corbata. Aquí aparecen cobijados con el nombre
de asombros, pero sus lectores más bien nos quedamos con la noción
de certeza cada vez que, de la mano de su autor, nos permitimos volver
a sorprendernos, admirarnos y disfrutar de un universo humano que no se
agota, ni con mucho, en la pose de quienes tal vez por miedo prefieren
pensar que la vida les cabe en el bolsillo
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