La
Jornada Semanal,
14 de octubre del 2001
nùm. 345
(h)ojeadas
Entre
el asombro y la certeza
Luis
Tovar
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Hugo
Gutiérrez Vega,
Bazar
de asombros,
Aldus
(1a reimpresión),
México,
2001.
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|
Tal
vez uno de los rasgos más sobresalientes de estos tiempos que ya
rebasaron incluso el muy efímero concepto de lo posmoderno, sea
el sentimiento generalizado de que ya no hay nada capaz de conmovernos.
Quién más, quién menos, adoptamos la actitud del que
"está de vuelta de todas las idas", y andamos por ahí, como
empujados por ese aire impertérrito que nos da el pretexto para
afirmar o para decirnos a nosotros mismos, pues falta que los demás
nos crean que ya nada nos sorprende, que el mundo y sus problemas son
cosa sabida, sobre todo para uno que pretende haber visto, escuchado y
leído absolutamente todo lo que hay que ver, oír y leer;
sobre todo ahora que no sólo la comida, sino también el conocimiento,
las percepciones de los sentidos, el placer y cualquier otra cosa que valga
la pena de ser vivida, son obligadas a cargar con el apellido "rápido".
Estamos desacostumbrados a experimentar
el asombro (esta palabra, en su primera acepción, tiene que ver
con el susto y el espanto. En segunda instancia se refiere a la admiración
y la sorpresa); desacostumbrados, digo, a reconocer que no es posible saberlo
todo acerca de todo, aunque parezca obvio, y tampoco estamos muy dispuestos
a reconocer que no es posible siquiera saberlo todo acerca de algo en particular.
El espíritu de inmediatez que nos han inoculado, entre otros monstruos
finiseculares, los medios masivos, la excesiva particularización
académico-profesional y la incapacidad para diferenciar dos conceptos
tan lejanos como lo fugaz y lo moderno, han arrancado de cuajo el viejo
hábito humano de experimentar, con toda su carga creativa y de reflexión,
el sentimiento de sorpresa ante algo que se nos presenta por vez primera.
Ante la preeminencia de este nihilismo
de nuevo cuño, que ni siquiera sabe que lo es, puesto que para sus
miembros no hay "ismo" que valga; ante esta costumbre de acercarse a la
cultura como quien se acerca al microondas con un burrito fast food,
¿cómo abordar una obra que hace del asombro su principal
rasgo?, ¿por dónde conviene acercarse a este Bazar de
asombros, es decir, a esta multitud de admiraciones, desconciertos,
estupefacciones, estupores, extrañezas, fascinaciones, maravillas
y pasmos? Su propio autor nos da la clave: "En este Bazar se reúnen
los frutos de una labor periodística de muchos años y varios
intentos ensayísticos dictados por un entusiasmo bastante candoroso,
y por la admiración que todavía me deja gozar la variedad
del mundo y el milagro de las artes."
Dejo de lado el candor, pues las ideas
que Hugo Gutiérrez Vega vierte en sus ensayos sólo podrían
ser calificadas así por el más soberbio de los impasibles,
y me quedo con el entusiasmo y la admiración ante un mundo que,
visto a través de las páginas del Bazar de asombros,
todavía es vasto, vario, gozoso y milagrero. De hecho, esas mismas
características pueden ser atribuidas a esta colección de
ensayos y artículos que Hugo entregó por primera vez a sus
lectores en las páginas de Últimas Noticias de Excélsior,
Revista
de la Universidad, Cuadernos Hispanoamericanos, unomásuno,
Siempre!
y La Jornada Semanal, entre otras publicaciones. Hace un año,
tanto su autor como los editores de Aldus comprendieron y llevaron a la
práctica algo que muchos de sus lectores ya sabíamos y que
estábamos esperando: para que alcanzara toda su fuerza, para que
se comprendiera cabalmente su relevancia en tanto memoria directa de nuestro
tiempo, era necesario reunir estos textos en forma de libro. En este bazar
siempre ha habido de todo, pero uno tenía que esperar hasta el domingo
siguiente para que el bazarista, como un prestidigitador que se sabe dueño
de nuestra avidez, sacara del sombrero una más de las sorpresas
a las que nos tiene acostumbrados.
En menos de doce meses aquella primera
edición agotó sus ejemplares. Quizá este hecho no
sea demasiado relevante para los autores y los editores que abordan el
fenómeno del libro del mismo modo como lo harían si se tratara
de hacer que el público adquiriera bolsas de detergente; allá
ellos y su concepción neoliberal que convierte a la cultura impresa
en un producto más de consumo. Lo destacable es que Bazar de
asombros, un libro que reúne la más reciente obra prosística
de uno de nuestros poetas más importantes, un libro que, debido
al estilo y las características del editor, ha estado ayuno de cualquier
aparato promocional siquiera cercano al que suele adornar librerías,
ferias y exposiciones, deba ser reimpreso en tan breve tiempo.
De entrada, Hugo anuncia a sus lectores
que se conforma "con provocar discusiones, encontrar afinidades, soportar
ninguneos y enfrentar discrepancias". Ninguna de estas posibles reacciones
le resulta desconocida a alguien que, como el autor, ha tenido que vérselas
muy de cerca y lidiar con la censura en todas sus formas, desde las más
sibilinas hasta las más fulminantes, o con los perpetradores de
nuestro absurdo cotidiano, ya se trate de la boletera de Mexicana de Aviación,
el empleado de la caseta de cobro en la carretera a Querétaro, los
inefables lectores televisivos de noticias , los "hombres públicos"
políticos o de los otros, los profesionales de la literatura y
todos aquellos que engrosan, domingo a domingo, el catálogo de despropósitos
tan fiel y socarronamente registrado por Hugo en su columna de La Jornada
Semanal.
Como él mismo afirma, en este libro
se incluye, "por supuesto, una sección de quejas, casi siempre relacionadas
con los horrores de la política, especialmente el autoritarismo,
la corrupción y los integrismos". Pero esa necesidad de testimoniar
los pequeños y los grandes horrores de su tiempo se equilibra con
el registro igualmente puntual, igualmente documentado de primera mano,
de lo mucho que aún le queda de gozoso a nuestro entorno. De este
modo, si un capítulo como "Aires de la derecha", en el que Hugo
pasa revista a las personas, las ideas, las organizaciones, las tendencias
y la forma de proceder de quienes hoy (sí, hoy, hoy, hoy) detentan
el poder, puede poner los pelos de punta, otro capítulo "Circo,
maroma y teatro", pongamos por caso cuenta el paso del autor por los ámbitos
de la dramaturgia mexicana y trae a la memoria muchos de sus mejores momentos
(como la puesta en escena de Roberte ce soir y Lástima
que sea puta).
Como en el mejor surtido de los tianguis,
las mesas de este bazar también ofrecen notas de lectura, reseñas
de viajes, crónicas y anécdotas que Hugo ha ido reuniendo
en esa memoria suya inagotable y prodigiosa, capaz de evocar, en el momento
que se lo pidan o que él lo necesite, poemas completos, exhaustivos
comentarios a toda la filmografía de Frank Capra (o la de Orson
Welles, la de Luis Buñuel, la de Ingmar Bergman o de quien usted
quiera), o, en un plano más terrenal, capaz de dar instrucciones
precisas sobre cómo llegar a una callecita perdida en los laberintos
del Pireo, o cómo se prepara el pato al lodo según la receta
de Salvador Novo.
En el capítulo llamado "Una educación
sentimental de chile, de dulce y de manteca", además de referir
buena parte de sus memorias juveniles, Hugo le hace un profundo y emocionado
homenaje al cine, esa arte sin musa hoy tan zarandeada por "críticos"
que creen serlo en buena medida sólo porque llevan unos cuantos
años haciéndola de tuertos en el país de los ciegos.
"Todo lo que ahorraba iba a parar a las taquillas del Reforma, el Variedades,
el Edén (al Edén, den lo que den), el Alameda, el Luz o,
en el peor de los casos, el cine que regenteaban los jesuitas. No me gustaba
porque los besos y apapachos de los actores permitían organizar
campeonatos de duración oscular, contando en voz alta los segundos
cubiertos por la mano protectora." Estos fueron los inicios del "cinero"
que Hugo sigue siendo hasta el día de hoy, el mismo que vio, justo
cuando se dio a conocer, todo el cine norteamericano y europeo de los años
sesenta, setenta y ochenta; el mismo que tuvo acceso a la prodigiosa videoteca
de Manuel Puig; el mismo que tuvo un papel en una película de Pasolini
(el de una "sombra que pasa en la lejanía"); el mismo, en fin, que
sabe de cine desde las "vistas" de los hermanos Lumiére hasta los
experimentos del Dogma danés, pasando por Buster Keaton, Groucho,
Chico y Harpo Marx, Laurel y Hardy, Mansfield, Flynn, Monroe, las dos divas
Hepburn, Dieterich y un larguísimo etcétera.
Más adelante, en "Las embajadas
y un cónsul perplejo", Hugo se sirve de su larga carrera diplomática
para poner por escrito el asombro que le provocaron los lugares, las personas
y las obras que conoció en Grecia, Puerto Rico, Brasil, Inglaterra,
España, Líbano y muchos países más, y se detiene
a explicarnos lo mismo el sabor, el aroma y la textura de un platillo árabe,
que la emoción de haber conocido y hablado con el poeta griego Elytis,
o la que le produjo su entrañable relación con Rafael Alberti,
o el pánico que da dormir en un hotel sobre el cual pasan las bombas
de una guerra estúpida como todas las guerras, o la extraña
mezcla de felicidad y melancolía que le produjo su regreso a suelo
mexicano, intensamente narrado en las "Últimas carcajadas de la
cumbancha".
Su obra entera (no sólo este Bazar,
sino su extensa ars poetica, sus otros once libros de ensayos, sin
contar las páginas sueltas que han hallado acomodo en prólogos,
introducciones y más); su obra, digo, en efecto ha provocado discusiones,
encontrado afinidades y enfrentado discrepancias de quienes lo hemos leído,
visto en su faceta de actor teatral o, si se ha tenido la suerte, escuchado
hablar en ese tono suyo cálido, incluyente, siempre capaz de decir
las cosas como suele escribirlas: con claridad y directo al grano, sin
menoscabo de una riqueza y una elegancia léxicas que en él
se sienten como algo natural, y en cuya ausencia nos parecería surgido
de otra pluma.
La
primera certeza de quien lea este Bazar de asombros tiene lugar
al darse cuenta de que, antes que nada, su autor es un estupendo lector,
ávido como pocos, y como todavía más pocos, capaz
de trasvasar su sentido de la lectura del oído al papel, para que,
a su vez, lo que escribe pueda volver al oído sin mermas de ritmo
ni de musicalidad. Al cotejar cualquiera de los poemarios de Hugo con este
volumen de ensayos, queda demostrado que poesía y prosa no son agua
y aceite sino el alfa y la omega de todo discurso que pretenda decir algo,
y pretenda decirlo bien. Por eso los textos dedicados a José Carlos
Becerra, Germán List Arzubide, López Velarde, Nandino, el
padre Plasencia, Ristos, Bretakos, Kavafis y muchos otros poetas, dan la
sensación de haber sido concebidos desde la poesía, no sólo
en torno a ella, pues la definición, y al mismo tiempo el más
alto valor de la prosa huguiana, consiste en no ser prosaica, entendiendo
el término según la usanza: como un discurso en las antípodas
de la poesía, donde rasgos como ritmo, armonía y música
no son sino carencias, elementos que nos gustaría encontrar pero
que siempre terminamos echando de menos. No ocurre así con el autor
de este Bazar. Su profundo conocimiento de las personas, los lugares
y las cosas, en tantísimas ocasiones de primera mano, constituye
el primer elemento de nuestro asombro y, acto seguido, se convierte en
la certeza de estar frente a un autor que se diría de corte renacentista:
enterado y entusiasmado por todo lo que le rodea, y preocupado fundamentalmente
por transmitir a los demás no sólo el conocimiento, sino
el disfrute que éste suele conllevar.
El bazarista pone al servicio de su discurso
el recuerdo oportuno, la cita precisa, la evocación esclarecedora,
y lo hace con un estilo claro, directo y pleno de riqueza textual, no con
el propósito de "adornarse" o de "sonar bonito", sino de transmitir
más eficientemente su mensaje, no importa si éste tiene que
ver con los "Aires de la derecha", el mundo del teatro, el de la poesía,
o con el recuerdo de sus muchos viajes. En estas páginas, que se
refieren a temas y ámbitos tan diversos como los intereses y las
afinidades de su autor, un tema apoya al otro y éste a un tercero,
en un concatenamiento que, visto en conjunto, produce el efecto de un tapiz
donde cada hilo, cada color y cada figura ocupan precisamente el sitio
que deben ocupar.
Otra certeza surgida de la lectura de este
Bazar
de asombros tiene que ver con la luminosidad o, mejor dicho, con la
transparencia que Hugo acostumbra a la hora de escribir, ya sea un poema,
un ensayo o un artículo: ya mencioné que leerlo es como escucharlo,
pero, quizá más importante que eso, es el hecho de que cuando
uno lee o escucha a Hugo sabe a ciencia cierta que dice exactamente lo
que piensa, lo que cree, y por qué es así; y esto, que puede
parecer obvio, no lo es tanto en un país y en un medio intelectual
como los nuestros, tan dados al elogio de frente y al ninguneo de espaldas,
y tan llenos de leones que suelen hacer una norma de su personal condición.
En alguna parte del Bazar dice Hugo que "el papel de derrotado me
ha acompañado alegre y sarcásticamente a lo largo de mi errática
existencia", y en otras líneas, al hablarnos de alguno de los pastelazos
que ha recibido (entiéndase "pastelazo" como la renuncia que un
ex rector de la unam le exigió a cambio de no censurar una obra
de teatro, o como su salida del servicio diplomático por decir lo
que pensaba del movimiento zapatista), nos dibuja su estado de ánimo
proponiéndonos la imagen de Stan Laurel que saluda con la punta
de su corbata.
Aquí aparecen cobijados con el nombre
de asombros, pero sus lectores más bien nos quedamos con la noción
de certeza cada vez que, de la mano de su autor, nos permitimos volver
a sorprendernos, admirarnos y disfrutar de un universo humano que no se
agota, ni con mucho, en la pose de quienes tal vez por miedo prefieren
pensar que la vida les cabe en el bolsillo
n
o v e l a
Quince
segundos en un Tower Records
Guillermo
Vega Zaragoza
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Jorge
Dorantes,
Nada
que ver,
Era,
México,
2001.
|
En sus diarios postreros, Charles Bukowski
reveló que en los últimos años de su vida, todos los
días se levantaba para ir al hipódromo y apostar a los caballos
que eran considerados como supuestos perdedores. Desde luego, se enojaba
cuando ganaban los favoritos, pues su simpatía estaba con los lisiados,
los torturados, los condenados y los perdidos, "no por compasión,
sino por camaradería, porque yo soy uno de ellos".
Por ello, si pudiera leer la primera novela
del mexicano Jorge Dorantes, es muy probable que el autor de La senda
del perdedor sentiría simpatía por Rodrigo, el protagonista
del libro, ya que se trata, precisamente, de un perdedor que se empeña
en seguirlo siendo, a pesar de que tiene casi todo lo que un hombre común
y corriente pudiera considerar como más que deseable para ser feliz:
una posición económica desahogada, una bella esposa, dos
amantes también bellísimas, afición a las drogas (y
dinero para pagarlas), amigos buena onda y, por si fuera poco, es
el ganador de un sorteo que tiene como premios tres automóviles,
un miniyate, una residencia con alberca y tres millones de pesos. Pero
en lugar de sentirse satisfecho con tanta suerte, Rodrigo se empeña
en cagarla de a tiro por viaje y termina por llevar su vida, literalmente,
al despeñadero.
Resulta estimulante encontrarse con una
novela como la de Dorantes en el desolador panorama de la narrativa mexicana
escrita por autores considerados todavía como jóvenes, muchos
de los cuales parecen estar más ocupados en tomar por asalto los
espacios del raquítico poder cultural, con cuestionados premios
literarios, becas y puestos diplomáticos, mucho antes de siquiera
escribir con seriedad y crear una obra de calidad medianamente respetable.
Dorantes escribe desde el aquí y
el ahora, desde la realidad inmediata de un país que, por más
esfuerzos que hace por salir adelante, prospera en su vocación perdedora
y no termina de salir de un régimen putrefacto para encontrarse
con que la promesa del cambio se está revelando como algo mucho
peor.
Pero no se me malinterprete. La de Dorantes
no es una novela política ni mucho o menos. Muy al contrario, sus
personajes son, más que apolíticos, apáticos. Lo único
que les importa es el siguiente reven, el siguiente acostón,
la siguiente hijoputez. A la manera de Bret Easton Ellis en Menos que
cero (Anagrama, 1990), Dorantes arma su novela con base en cincuenta
y cinco capítulos cortos (algunos de ellos con un solo párrafo),
en un estilo directo y descarnado, como escritos a control remoto, lo que
permite una experiencia de lectura vertiginosa y un alejamiento que amplifica
el sentimiento de tedio y hartazgo de los personajes.
Al igual que en la mencionada obra del
escritor norteamericano, la cultura pop, sobre todo el rock, el cine y
la televisión, sirven como referencia de tiempo y contexto, pero
a diferencia de aquélla no estamos en Beverly Hills ni los personajes
son hijos de magnates californianos. Estamos en el Mexiquito lindo y querido
de fin de siglo, donde, como les sucede a muchos miembros de las cada vez
más anquilosadas "clases medias altas", los jóvenes se muestran
totalmente desencantados ante la frívola y aburrida vida que llevan.
Agobiados por el hastío que conlleva disfrutar la abundancia en
un país donde la mayoría de los habitantes carece de casi
todo, desean encontrar en el sexo indiscriminado y la sempiterna embriaguez
la novedad que les ayude a salir de su estado de aletargamiento. Si se
permite la referencia, los personajes de Dorantes son la cara oculta y
vergonzante de los alivianados yupitecas de Polanco de la película
más taquillera de la historia del cine nacional, Sexo, pudor
y lágrimas, de Antonio Serrano.
Todo esto está aderezado con el
humor hiriente y guarro del narrador, amigo del protagonista, testigo de
todas las peripecias que le acontecen y analista cínico y agudo
de la realidad de los demás, aunque la interpretación de
la suya propia parece escapársele. Sus referencias culturales provienen
de los mass media, aunque también tiene sus lecturitas (sobre
todo E.M. Cioran y autores supuestamente "azotados" y pesimistas), aunque
la verdad es que su gurú no es Schopenhauer sino Polo Polo y su
educación sentimental está moldeada por las canciones de
José José; a pesar de que, como dice, "era evidente que Dios
nos estaba escogiendo el soundtrack".
Por encima del lenguaje aparentemente sencillo
y sin aspiraciones estéticas de altos vuelos (eso que tanto incomoda
a los supuestos exquisitos), el narrador tiene destellos de deslumbrante
lucidez que hacen sucumbir a la tentación de subrayar cada página
del delgado volumen en busca de aforismos de este talante: "La vida es
como un Tower Records gigante del que te dejan llevarte todo lo que puedas
tomar en quince segundos; escoger algo es renunciar a millones de otras
opciones." ¿Qué mejor manera de explicar este existencialismo
sin Sartre de la ágrafa Generación X?
No obstante sus hallazgos de lenguaje y
estructura, que la hermanan con obras de autores también ligados
a la cultura pop, como los españoles Ray Loriga y Benjamín
Pardo, el libro revela algunas, pocas debilidades, propias de su carácter
primerizo. Resulta evidente que la historia está dividida en dos
partes. En la primera se nos narran los hechos antes de que Rodrigo gane
el premio hasta la hilarante escena donde, en su ataque de paranoia, hace
coincidir a su esposa Miriam y a su amante Mariana para desenmascarar el
supuesto "complot" de ambas en contra suya. Hasta aquí el ritmo
y el estilo son vibrantes y vertiginosos, con diálogos brillantes
y contundentes.
Pero la segunda parte rompe con todo lo
anterior, como si se tratara de un relato escrito en otro momento, en vez
de mostrarse como parte de la misma historia. Se nota al autor ansioso
por terminar el libro y acelerar el final, utiliza párrafos más
largos y entra en una vena reflexiva, más descriptiva que narrativa,
incluso acartonada. Los personajes que tan bien había trazado en
la primera parte se desdibujan y caen en lo previsible y trillado,
convirtiendo su odisea hasta la llamada
Ciudad del Pecado en la fantasía de cualquier clasemediero que visita
Las Vegas, se siente el amo del universo y cae en la caricatura de lo que
precisamente pretende hacer escarnio. De esta forma, parece querer hacerle
honor al título: "nada que ver" con la primera parte. Incluso la
fugaz aparición de, ni más ni menos, el Príncipe de
la Canción en el episodio de la bizarra fiesta del irlandés,
a la que se le podía haber sacado más jugo, pasa como si
maldita la cosa. ¿Pues no se supone que lo idolatraban?
Libros como Nada que ver revelan
que el público sigue ávido de historias que reflejen el momento
que vive la sociedad mexicana, con todos sus aciertos y sus taras, en lugar
de querer endilgarle, como si fueran novelas, onanistas viajes posapocalípticos
realizados por encargo. Esta primera obra narrativa del tamaulipeco Jorge
Dorantes, escritor y periodista cultural, augura que el futuro de la narrativa
mexicana no será tan desolador ni tan aburrido como parecía
avecinarse hace unos meses, pues de haber seguido así, la literatura
mexicana podría terminar como el narrador de la novela: cogiendo
sobre una tumba
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Seminario.
En el marco del seminario Orígenes de las civilizaciones,
se presentan las dos últimas sesiones de "El Islam: la tercera religión
monoteísta", impartido por el profesor José López
Habib, quien hablará de las aportaciones científicas, artísticas
y culturales que ha realizado la civilización islámica al
mundo entero, así como los aspectos que marcan la tradición:
los hahith, la Sunna, el Tawhid, la Shia, la
Shara, el Califato y la oración del viernes, plegaria colectiva.
La cita es los martes 16 y 23 de octubre, de las 19:00 a las 21:00 horas,
en el Foro de Tele-educación del cenart ubicado en Río Churubusco
y Calzada de Tlalpan, col. Country Club, Metro General Anaya.
Teatro. Un hombre
es un hombre, de Brecht, vía Karl Valentin, maestro del cabaret
alemán, bajo la dirección de David Psalmon y con la participación
de Gerardo Trejoluna, Adriana Ríos, Arturo Reyes, Enrique Arreola,
Mauricio Isaac, Javier Centeno, Gastón Yanes, Javier Escobar y Aída
López. La cita es los jueves y viernes a las 20:00 horas; sábados
a las 19:00 horas, y domingos a las 18:00 horas, en el Foro de las Artes
del cenart, ubicado en Río Churubusco y Calzada de Tlalpan, col.
Country Club, Metro General Anaya. Temporada hasta el 11 de noviembre de
2001.
Teatro para sordos y oyentes.
La compañía de teatro Seña y Verbo presenta la obra
El misterio del circo donde nadie oyó nada. La cita es todos
los sábados y domingos de octubre, a las 13:00 horas, en el Teatro
Isabela Corona, ubicado en Lázaro Cárdenas núm. 445,
Tlatelolco. Informes al teléfono 5782 1646. Costo: $60.00 pesos.
Taller de plastilina gratis una hora antes de la función.
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