José
Blanco
el estado de las cosas Un
retorno a los
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Aunque José
Blanco, autor de este lúcido ensayo, dice no compartir el pesimismo
de Horst Kurnitzky ni "su visión de lo que llama la constitución
actual de la sociedad y la dirección de su destino", es imposible
no coincidir con el autor de Retorno al destino cuando, según
palabras del propio Blanco, Kurnistzki "describe el paisaje desolado del
kitsch
gringo extendiéndose como moho por el planeta [...] Con el triunfo
final de la economía sobre la sociedad, que pasa por la destrucción
del Estado de bienestar, surge el hombre moderno, el hombre flexible
de nuestros días, fácil de persuadir, a merced del capital
de las trasnacionales, aterrado de perder su trabajo, un softy sometido
y adaptado"... Freud, Nietszche, Adam Smith, Paul Ricoeur y varios pensadores
más andan por estas líneas, útiles para enriquecer
el necesario análisis del estado actual de las cosas.
Horst Kurnitzky ha escrito un texto apasionado en el que a grandes trancos revisa el sentido del camino de los hombres: Retorno al destino (Ed. Colibrí, México, 2001), es el título de su libro. Según mi lectura, Kurnitzky ha puesto al frente las miradas de Sigmund Freud y Friedrich Nietzsche para penetrar ese destino. A propósito de Freud y Nietzsche, Paul Ricoeur, al explicar lo que para él significó el descubrimiento freudiano, apunta que con el psicoanálisis "no es tal o cual tema de reflexión filosófica lo que es puesto en cuestión, sino el conjunto del proyecto filosófico. El filósofo contemporáneo encuentra a Freud en los mismos parajes que a Nietzsche y a Marx; los tres se erigen delante de él como protagonistas de la sospecha, los que arrancan las máscaras. Ha nacido un problema nuevo; el de la mentira de la conciencia, el de la conciencia como mentira." (Hermenéutica y Psicoanálisis, cursivas en el original). Frente al conjunto del texto de Kurnitzky cito ahora nuevamente a Paul Ricoeur cuando, en un texto anterior (Le conflit des interprétations. Essais dherméneutique, 1969), habla de la hermenéutica de los símbolos. Dice Ricoeur: Es preciso, quizás, haber experimentado la decepción que se asocia a la idea de una filosofía sin supuestos para acceder a la problemática que vamos a evocar. Al contrario de las filosofías del punto de partida, una meditación sobre los símbolos parte plenamente del lenguaje y del sentido que está siempre ahí: parte del medio del lenguaje que ya ha tenido lugar y en el que todo se ha dicho ya de alguna manera; quiere ser el pensamiento, no sin presuposiciones, sino en y con todos sus presupuestos. Para esta meditación, la primera tarea no es la de comenzar, sino que es, en medio de la palabra, recordarse... "El símbolo da que pensar": esta sentencia que me encanta dice dos cosas; el símbolo da; no soy yo quien le pone el sentido, es él quien lo da; pero aquello que da es un dar que pensar, dar un qué pensar. A partir de esta donación o posición, la sentencia sugiere, a la vez, que todo está ya dicho en enigmas y que es preciso volver a comenzar y recomenzar en la dimensión del pensar. Aquello que yo quisiera sorprender y comprender es esta articulación del pensamiento que se da a sí mismo al reino de los símbolos y del pensamiento que se pone y piensa. El trabajo de Kurnitzky se inscribe en ese plan de pensamiento. A través de la lectura de los símbolos, va primero al encuentro de ese tránsito de la hominización a la humanización en la que el alma humana se parte y ofusca al sacrificar los hombres a la naturaleza en sí mismos. A ese encuentro fue al final de su vida el Freud de El malestar en la cultura, ahí acude Kurnitzky a examinar minuciosamente el rito del sacrificio del que penderá en adelante, según su propia hermenéutica de los símbolos, la historia humana. Del sacrificio del deseo pulsional al mito a los mitos, de la represión del incesto al egoísmo, en el proceso de la puesta en acto de los fundamentos de la civilización y su primera racionalización. Después los contenidos de este tránsito se repetirán hasta nuestros días. "El sacrificio no desaparece cuando es sustituido por otro dice Kurnitzky en frase circular, tampoco cuando la variedad de sustitutos finalmente diluye la presencia del sacrificio como tal", porque aparecerá como sacrificio simbólico. "Solo la repetición de lo mismo es posible", escribe nuestro autor en sentencias nietzscheanas. "Todo tipo de sociedad humana se funda en el sacrificio, concretamente en la renuncia de lo pulsional. Las formas primarias de organización económica surgen de esta renuncia, surgen del sometimiento de los deseos libidinales incestuosos..." Con paso largo Kurntizky va también del intercambio al dinero. "Todo depende y todo se impulsa hacia el dinero [...]; el dinero revoluciona todo y hace posible lo imposible, así también puede conducir a la sociedad al Apocalipsis." Aquí nuestro autor recobra a Adam Smith, quien "percibió cómo la tendencia al intercambio está fundada en la naturaleza humana e hizo al egoísmo responsable del deseo de intercambio". Más adelante: "Lo que son las reglas del culto de sacrificio para las sociedades tribales, son para la sociedad moderna las reguladas relaciones sociales y de trabajo, el contrato social y las garantías del estado del bienestar." En la visión de Kurnitzky, es así como la sociedad había regulado a la economía. Pero cuando, como hoy, esa relación se invierte nos advierte y es la economía la que manda, la sociedad "va a ser liquidada como sujeto autónomo y se va a desintegrar. Esta es una tendencia que se impone hoy en día por todo el mundo capitalista." Nuestro autor emerge después a la superficie: Welcome to Global Village. El mundo globalizado de nuestros días o, como él lo llama, "el final de la utopía de un mundo humano". A golpes de martillo, describe el paisaje desolado del kitsch gringo extendiéndose como moho por el planeta. El hundimiento de las culturas nacionales, la tendencia hacia una cultura global standard, con sus malls, su world music, sus gadgets y sus fruslerías plastic bien representadas por la cultura chatarra que ocupa con vastedad el ancho espacio de los sitios .com. Con el triunfo final de la economía sobre la sociedad, que pasa por la destrucción del estado del bienestar señala Kurnitzky, surge el hombre moderno, el hombre "flexible" de nuestros días, fácil de persuadir, a merced del capital de las transnacionales, aterrado de perder su trabajo; un softy sometido y adaptado a los hechos "irremediables" del mundo, que han sido hechos, sin embargo, por los hombres mismos. Kurnitzky ve el periclitar de las naciones, el declive de la sociedad democrática y el emerger de la resistencia inútil de las etnias y de los proyectos comunitarios. "La vuelta a las raíces son sueños infantiles de impotentes", dice. "Una cultura étnica es siempre totalitaria". Al final, después de pasar por una nota teórica sobre el azar, la casualidad y el destino, Kurnitzky mira "la liquidación de la sociedad por la sociedad misma". Nuestro mundo de hoy, dice, "parece obedecer a una de las rupturas históricas más radicales ocurridas en los últimos quinientos años". Ha aparecido la sociedad de riesgo mediante la extirpación del contrato social de la comunidad solidaria. La soberanía ha sido trasladada a los mercados financieros. La política ya no está regulada por las leyes del derecho sino por las del free market. Las decisiones han sido transferidas a la casualidad. Para Kurnitzky, en suma, el último retorno, en el que juntos todos hoy viajamos sin saberlo, consiste en el hundimiento de los hombres en el oscuro pantano planetario de una edición corregida y aumentada del Medioevo. Coincido con nuestro autor en muchas de sus tesis tanto sobre el mundo simbólico como sobre el mundo sensible, pero no comparto su pesimismo y su visión de lo que llama "la constitución actual de la sociedad" y la dirección de su destino. Nuestro autor nos presenta a un hombre definitivamente predestinado a repetir ad infinitum un camino decidido para siempre por la escisión del alma humana, expresada en el sacrificio. La entera civilización se define por esa ecuación: hombre = sacrificio de la naturaleza, que es operado a través de la represión del deseo pulsional. Los mitos no hacen sino hablar en signos de este drama de origen en actividad permanente. A mediados del siglo recién fenecido, Isaiah Berlin escribió un ensayo extraordinariamente lúcido sobre el Tolstoi de La guerra y la paz1 . Berlin recuerda ahí un verso enigmático del poeta griego Arquíloco que dice: "La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una importante." "En sentido figurado dice Berlin, tal vez dichas palabras pretendan señalar una de las diferencias más profundas no sólo entre los grandes escritores y pensadores, sino entre los seres humanos en general. Pues hay un gran abismo entre, por una lado, quienes lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente e integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten un principio único, universal y organizador, que por sí solo da significado a cuanto son y dicen, y, por otro, quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados, si acaso, por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin intervención de ningún principio moral ni estético... Los erizos tienen la personalidad intelectual y artística de los primeros. La zorra, la de los segundos." Berlin nos expone casos ejemplares: "Dante pertenece a la primera categoría y Shakespeare a la segunda; Platón, Lucrecio, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen y Proust son, en distinto grado, erizos. Herodoto, Aristóteles, Montaigne, Erasmo, Molière, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce son zorras." A lo largo de su libro, Berlin elabora larga y profundamente sobre las filosofías de la historia para trabajar a Tolstoi. Termina dando la razón a las zorras y, por tanto, él mismo así se ubica y demuestra que Tolstoi es una avezadísima zorra que, no obstante, pugna a toda costa... por ser erizo. Berlin, como otros pensadores, argumenta de modo convincente en contra de un determinismo histórico inexorable apoyado en un principio único determinante de la totalidad histórica del mundo humano y aboga a favor de una multiplicidad de métodos atingentes al carácter de los problemas que hayan de ser analizados y comprendidos. A mí Berlin me convence plenamente en este punto aunque debo confesar mi fuerte simpatía íntima por la pugna interna de Tolstoi. Ese es mi referente general para estar en desacuerdo con el máximo alcance explicativo que Kurnitzky otorga al sacrificio en su texto. También estoy en desacuerdo con su entendimiento sobre el retorno continuo al sacrificio: la sustitución de un modo de sacrificio por otro, y aun la eliminación de éste por su reproducción simbólica son, para Kurnitzky, todo lo mismo: la esencia del drama originario que pare al hombre es el sacrificio, y en adelante se expresará de modos distintos, sería la tesis. En un afamado ejemplo, Sócrates reduce a un mismo núcleo esencial los juegos de azar, los juegos olímpicos y el juego bursátil. De modo análogo, nuestro autor reduce a la misma esencia el intercambio de ideas, de pasiones y de mercancías. Tratándose de actividades humanas tan diversas, reducirlas a una misma esencia no parece productivo, pienso. Los primeros homínidos, el pitecántropo y el homo sapiens, los hombres, todos interactúan entre sí y con la naturaleza, pero cada uno lo hace de un modo diferente en distintos periodos o en distintas culturas. El interés por el conocimiento está, me parece, justamente en ese modo distinto y no en el hecho de la interacción continua. Esto, que para mí es lo aceptable, conlleva la necesidad de aceptar el mundo aparente como el mundo auténtico, el único mundo. O, como dijera el viejo Feuerbach, "sólo lo particular es real". En el manejo de la idea de una esencia, el riesgo adicional es resbalar en la hipostatización, apunto al paso2 . El enfoque de nuestro autor lo lleva a afirmar: "El valor de uso surge del valor de cambio", y en pié de página: "El marxismo y la teoría económica invirtieron esta relación." El marxismo, en efecto, hizo esta inversión, pero justamente para ponerla sobre sus pies. Cuando se atiende a la especificidad del intercambio de mercancías, el valor de uso es, en el concepto y en la historia, anterior al valor de cambio. No hay valor de cambio si el objeto del intercambio no es en primer término valor de uso. En la comunidad primitiva hay valores de uso pero no valores de cambio, porque no hay intercambio de mercancías en esa comunidad. El comercio fue, como el propio Kurnitzky lo ha registrado, en su primer tiempo, comercio de larga distancia, es decir, externo a la comunidad. Bajo un cariz distinto aparecen las cosas cuando se parte de lo concreto específico, particular. Cuando se parte de lo particular específico, el dinero y el capital no se confunden como ocurre en el capítulo que nuestro autor dedica al dinero. En realidad Kurnitzky habla del capital, no del dinero en sentido estricto, aun cuando en los primeros párrafos es el dinero el punto de referencia. No todo dinero es capital; no todo capital es dinero. Los conceptos, en este caso, hacen referencia a las funciones que, en cada situación, cumplen las mercancías y la fuerza de trabajo. Desde este mirador, la teoría económica no aparece como mito, ni los valores de los bienes aparecen tampoco medidos por las necesidades de quienes intercambian, ni el precio aparece como algo ajeno al cálculo racional porque sea fijado por la oferta y la demanda, como lo ve Kurnitzky. La curva de la oferta no es otra cosa sino exactamente la curva de los costos marginales del producto que se intercambia. Por ello puede informar de la lista de los distintos precios a que puede vender el productor, según la cantidad que del producto se demande. Si, por ejemplo, el productor produce en cantidad mayor a las necesidades sociales expresadas como demanda en el mercado, el exceso de producto no es valor de uso porque no puede ponerse en relación con las necesidades humanas y, en consecuencia, tampoco es valor de cambio. Es así el mundo de la racionalidad económica en una sociedad de mercado. Y al pasar al precio de monopolio la racionalidad cambia porque el productor está en la capacidad de fijar el volumen de ventas en el punto de la curva de costos marginales que hace óptima la ganancia. Desde este ángulo, Adam Smith sufre evidente confusión cuando inventa al homo oeconomicus, de tanta fama en la literatura económica. Smith opera por abstracción a partir del capitalista o del productor simple de mercancías, ambos actuando en un mercado capitalista, y crea una imagen en la que el egoísmo y la proclividad al intercambio de mercancías son sus distintivos dominantes. La racionalidad de su conducta no es aplicable al resto de los mortales, pero Smith la generaliza a todos, para todas las épocas históricas. Pero ascendamos también rápidamente a la superficie de la Global Village, y hagamos un contraste. El capitalismo domina hace siglos la escena del mundo. Pero es, de origen, una empresa europea. No es difícil acercarse a mirar, a la salida del Medioevo, las condiciones históricas, y sus antecedentes, que llevaron a la conformación de una sociedad organizada sobre un tipo particular y específico de conflicto social, profundamente distinto a las relaciones de servidumbre. El conflicto de interés entre las clases sociales y entre los capitalistas a través de la competencia mercantil, específico de la sociedad burguesa, fue un invento social, por nadie planeado, el medio más poderoso, que hizo de Europa una sociedad dinámica: desarrollo de la economía, desarrollo de la cultura, de la ciencia y la tecnología, desarrollo de la organización política, desarrollo sans phrases. Estados Unidos, en este sentido, no fue sino una extensión de Europa; la más sobresaliente. Con una ventaja para este país desde el punto de vista del desarrollo de la economía: estuvo libre de la carga del pasado feudal y aristocrático. Con la ventaja histórica de apoyarse en sociedades dinámicas y en desarrollo acelerado, Europa no sólo realiza extensiones de sí misma sino también organiza el sistema colonial del mundo. Ocurre, sin embargo, que en el caso del área que llegaría a ser América Latina, esa empresa es encabezada por los núcleos más atrasados del centro capitalista: España y Portugal. Un sistema colonial trabajando a favor del desarrollo capitalista europeo, pero sin hacer de las colonias mismas espacios capitalistas, sino espacios de nuevas formas de servidumbre y esclavitud, es decir, espacios sociales donde el conflicto social era uno muy distinto al que dominaba la escena en el núcleo central capitalista de Europa. Durante el primer tramo de desarrollo capitalista, la experimentación social sobre las formas del dinero llega a su fin porque se halla en los metales preciosos, en especial en el oro, el equivalente general, más aún el equivalente universal para el intercambio de mercancías. Para el caso de la futura América Latina no es para nada extraño que la formación del sistema colonial coincida en el tiempo con ese hallazgo: el oro y la plata, equivalente universal, son la razón de ser fundamental de los lazos coloniales. Basado en su novísima conflictualidad social, pero también en los apoyos formidables del sistema colonial, el sistema capitalista crece y se desarrolla: capitalista el núcleo central dominante, no capitalista desde el punto de vista del tipo de conflicto social dominante, la periferia colonial. Así hasta el siglo XIX para América Latina, y hasta el siglo XX para Asia y África, siglos durante los cuales se agotó el modelo colonial de dominación territorial directa. Durante el siglo XIX y, en algunos casos, buena parte del XX, América Latina consolida en cada país pequeños centros capitalistas que se constituyen como extensiones del capitalismo de los centros (enclaves), conservando en gran medida, en lo interno, las relaciones coloniales del pasado. El siglo XX conoció además la experiencia comunista y socialista, que al final del siglo pasado mostró haber sido una brecha de acceso al desarrollo capitalista. Por su parte, ciertamente los centros desarrollados, unos u otros, pasaron por las grandes crisis, por las grandes guerras, por la prueba desgarradora y bárbara del fascismo y el nazismo. Pero el Estado de derecho, el desarrollo de la democracia, las garantías sociales e individuales del Estado del bienestar, que Kurnitzky ve en declive, no son una experiencia humana universal, sino también una experiencia social de los núcleos centrales del desarrollo capitalista: una proporción pequeña de la población del planeta. El mundo subdesarrollado y dependiente siguió otros rumbos específicos que, comparados con el rumbo histórico de los centros, aparecen "distorsionados" de mil maneras. Una constante en estos siglos en el área periférica será la pobreza profunda extendida y la desigualdad acentuada; el amplio segmento pobre e indigente de la sociedad, con siglos de existencia, presenta tan extrema debilidad social que la posibilidad de acceder a formas de organización social que reproduzcan a su modo el tipo de conflicto social que dinamizó a Europa desde los inicios del siglo XVI, aparece como muy remota. África en el extremo. El siglo XX fue para los centros capitalistas de un desarrollo prodigioso, apoyado en una revolución tecnológica casi permanente. Pero es crucial distinguir dos momentos. Hacia fines de los años sesenta, con rapidez asombrosa tiende a agotarse el perfil tecnológico que nace con la Revolución Industrial de fines del siglo XVIII, y que durante el XX se apoyó visiblemente en la industria metalmecánica y en el petróleo de bajo costo. Con rapidez aún mayor, a partir de los años setenta del pasado siglo XX comienza a nacer un nuevo perfil tecnológico cuyo desarrollo se halla hoy en los prolegómenos, basado en la electrónica y los procesos informáticos. En estos años también se agota el sistema de pagos internacionales ideado apenas en la posguerra, basado en el patrón dólar. Lo sustituye un dinero virtual operado a través del signo monetario estadunidense: los movimientos contables de los depósitos bancarios, ahora a escala planetaria. La banca y el sistema financiero se internacionalizan. Los procesos productivos se vuelven también crecientemente planetarios al modo de una red articulada. Las fuerzas productivas del mundo se vuelven inconmensurables, cuando el nuevo perfil tecnológico está apenas en estado naciente. Ha nacido la Aldea Global. Marx debe estar sonriendo en su tumba: el desarrollo de las fuerzas productivas planetarias de hoy y del futuro previsible no cabe en las formas institucionales de los Estados nacionales del presente. El capital hace su trabajo y avanza cada día desarticulando lo que el propio Marx llamó esquemáticamente superestructura. La desregulación neoliberal es una de sus formas. Pero muchos de los riesgos y tendencias señaladas por Kurnitzky hacia el final de su trabajo, ciertamente están presentes. Y lo están, de manera visible, para los centros del sistema capitalista mundial y, en alguna medida, en sus enclaves de la periferia. Falta aún medir las consecuencias de la desigualdad para el sistema mundial. A lo largo de todo el siglo XX la brecha entre la riqueza de los centros capitalistas y la periferia se amplió constantemente. Con la globalización la brecha se ha tornado un abismo cuya ampliación no tiene freno. Kurnitzky ha hecho una dura crítica del actual surgimiento, bajo mil modalidades, de las identidades y comunidades étnicas. Abrigo dudas diversas respecto a sus razones y a su generalización del fenómeno; se trata, sin embargo, de una fuerte tendencia sin retorno, que presenta múltiples dilemas. Desde el siglo XVI, allí donde llegó el capital, disgregó y disolvió a la comunidad. Ninguna cultura del mundo ha dejado de lamentar ese naufragio, ni ha dejado de cantar en lánguidas notas melancólicas la disolución de lo que estuvo junto. Pero la peor catástrofe ocurrió en la periferia. Fue dilacerada inhumanamente la comunidad, pero no fue después integrada al desarrollo capitalista. Los centros capitalistas carecieron siempre y carecen hoy de mecanismos integradores. La idea del multiculturalismo de hoy como reclamo de reconocimiento de la diferencia, ciertamente corre el grave riesgo de ser o convertirse en un nuevo mecanismo de marginación social. Pero en el naufragio institucional del mundo de hoy, puede ser también un nuevo mecanismo de defensa y, acaso, de incorporación e integración, un instrumento para pelear por una mayor justicia social, aunque ciertamente no para instituir métodos democráticos. Este último tema quizá va a tener que esperar aún. El proyecto de la razón más ambicioso que los hombres hayan imaginado nunca es la sociedad sin clases. Este proyecto está hoy indefinidamente pospuesto, pero no cancelado ni enterrado, porque sigue siendo el proyecto de la razón más ambicioso. Pero es posible por ahora, tal vez, pensar y trabajar en una utopía más asequible: la regulación de la Aldea Global. Para que la sociedad vuelva a mandar sobre la economía, como lo reclama Horst Kurnitzky. Tlalpan, 29
de marzo, 2001.
1
Isaiah Berlin, El erizo y la zorra, Ed. Océano, septiembre,
2000. El Tolstoi vitalista y religioso del final de su vida es otro Tolstoi.
2
Un ejemplo entre otros; dice nuestro autor: "El hecho de que el proceso
civilizatorio quiera domesticar la pulsión y busque orientarla por
el camino de la sociabilización..." (p. 17) (Negritas mías).
Adviértase la personificación del "proceso civilizatorio":
el proceso "quiere" y "busca".
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