DOMINGO Ť 14 Ť OCTUBRE Ť 2001

Ť De la calle recupera el escepticismo y el desasosiego de la puesta original

Gerardo Tort fluctúa entre el documental y la ficción

CARLOS BONFIL

A principios de los ochenta, De la calle, de Jesús González Dávila, tuvo una puesta escénica memorable bajo la dirección de Julio Castillo. La obra teatral abordaba, en tono de melodrama muy crudo, la situación de los niños de la calle en la ciudad de México. Ya en 1950 la cinta Los olvidados, de Luis Buñuel, había internacionalizado las imágenes de miseria urbana, despojándolas del costumbrismo y el folclor con que el cine mexicano las había pretendido volver inofensivas, incluso amables, y desde entonces ni el cine ni el teatro pudieron ya insistir, sin riesgos, en un tratamiento cosmético, romántico, de las realidades citadinas.

delacalleokCuando De la calle se presentaba exitosamente en los escenarios mexicanos, una cinta brasileña, Pixote, de Héctor Babenco, abordaba de nuevo el tema de la miseria urbana, de manera más violenta aún, con atmósferas muy enrarecidas y con señalamientos abiertos a la drogadicción y la violencia interfamiliar. El cine latinoamericano diversificó luego la galería de marginaciones infantiles, denuncias sociales, golpes de pecho y propuestas de enmienda; el tremendismo o la parábola romántica que se cumplía en una vocación fotogénica. Los nuevos olvidados evidenciaban situaciones de crisis social, de inestabilidad económica y de colapso en los valores tradicionales; señalaban también la revitalización del habla popular y sus infinitas diversificaciones en Brasil, en México o en Colombia, desde las películas ya citadas hasta dramas urbanos más recientes: Rodrigo N, no hay futuro o La vendedora de rosas.

El peligro acechaba detrás de cada guión. Una retórica sentimental podía echar al suelo las mejores intenciones de crítica social, e inversamente, una politización excesiva darle tintes panfletarios a una narración en sí más interesante y compleja. Por otro lado, las inercias de la tradición melodramática podían influir negativamente en el desempeño de los actores, hasta llegar a una tentación más peligrosa aún: la del pasmo estético, experiencia en la que guionistas, director y comediantes se complacen en imaginar la promiscuidad y la miseria como ingredientes ideales para transmitir una emoción trágica: el glamur oscuro de las vecindades mexicanas, en Así es la vida, de Arturo Ripstein, o la virulencia de las favelas cariocas en alguna cinta de Walter Salles. Otra imagen de esta violencia urbana es también hoy La virgen de los sicarios, de Barbet Schroeder, a partir de la novela del colombiano Fernando Vallejo.

El justo medio

Al adaptar la obra teatral De la calle para su primer largometraje, el mexicano Gerardo Tort y su guionista Marina Stavenhagen, conscientes de los riesgos mencionados, adoptaron una estrategia a medio camino entre el documental y la ficción. Luego de investigar durante meses las condiciones de vida de niños, niñas y adolescentes sin hogar, refugiados a menudo en los sistemas de drenaje de la capital, reducidos a la mendicidad y al consumo de estupefacientes, en particular del chemo, como forma de evadir una realidad que los excluye, la producción contrató actores y actrices muy jóvenes, algunos con apenas dos largometrajes en su carrera, o con trabajos diversos en televisión, y los hizo alternar con los propios niños de la calle, quienes aceptaron participar como extras remunerados, o por la simple aventura de asistir a un rodaje.

Se modificaron algunas escenas de la obra original, pero en lo esencial se conservó la propuesta de un personaje central, Rufino (Luis Fernando Peña), adolescente de 15 años que se dedica en la ciudad de México al tráfico, en pequeña escala, de estupefacientes, y que trabaja en particular para un policía, Ochoa (Mario Zaragoza), quien controla una red de corrupción en su barrio. Al desviar una entrega de dinero, Rufino traiciona a Ochoa y se da a la fuga. En su deambular urbano se entera de que su padre, que él creía desaparecido, todavía vive y decide buscarlo.

Las primeras secuencias son estupendos apuntes urbanos. Con un ritmo ágil y una fotografía muy contrastada, inicia la rápida exploración del entorno de los personajes, las calles, los mercados y las alcantarillas que conducen a las cloacas -refugios improvisados, sitios también de conecte y consumo de drogas, de expansión afectiva y solidaridad en el infortunio-, lugares igualmente sometidos a rutinarias redadas policiacas.

Dominan en la cinta violentos emblemas visuales, sangre y vísceras de animales en un mercado, y una áspera sordidez en el lenguaje, gestos y actitudes de traficantes y matones. Un ghetto de la supervivencia azarosa, cortado casi del resto de la metrópolis, diseminado sin embargo en la mayoría de sus arterias a través de los niños que mendigan o limpian parabrisas, que trabajan de soplones para la policía o de carne de cañón para delincuentes mayores.

Los protagonistas de la cinta debían transmitir la sensación de orfandad y desasosiego de quienes se improvisan en la calle un espacio vital precario, sugerir también sus carencias afectivas y la añoranza de un edén doméstico. La participación de auténticos niños de la calle fue al respecto decisiva, al igual que la convivencia de los actores con protagonistas tan especiales que en ocasiones, según trasciende, algunos tuvieron dificultades para llegar a la filmación, pues la policía o la droga los había retenido más de la cuenta.

La sugerencia onírica

Del espíritu documental la cinta salta no sólo a la ficción, sino a la sugerencia onírica, más a la manera del Gaviria de La vendedora de rosas, que del modelo buñueliano. La opción no resulta muy afortunada: el sentimentalismo se vuelve un lastre en una historia que en su tránsito del teatro al cine exigía un punto de vista más vigoroso. La figura de la madre, imaginada como virgen amantísima es así la recurrencia que simboliza a un tiempo la pureza y las utopías afectivas.

Por suerte, a esta visión idílica se opone la crudeza de los hallazgos de Rufino en la búsqueda de su padre, la experiencia de su propia inocencia mancillada, la traición de su mejor amigo y la imposibilidad de cualquier gratificación afectiva perdurable. La visión de la ciudad es a fin de cuentas pesimista: sitio de condena ineludible, cementerio de ilusiones y, desde lo alto de un puente, vil "cucarachero".

No surge ya, como en Los olvidados, el grito de un ciego furibundo maldiciendo a las generaciones futuras ("ojalá los mataran a todos antes de nacer"), pero persiste la advertencia fatalista de un vagabundo ("Rufino, Dios te hizo ya tu chingadera; desconfía, no le creas a nadie, todos somos mentirosos").

Los ritos de la tragedia urbana se cumplen así puntualmente, y apenas hay lugar para la pasión o el deseo físico. La ciudad es un territorio hostil, el lugar de afrentas donde la redención es imposible. Los discursos oficiales sobre la discriminación indeseada y la reparación de agravios no hacen mella alguna en esta visión de fatalidad que De la calle expresa por encima de su confusa reivindicación de los buenos sentimientos.

Si Voltaire definía al optimismo como "la rabia de creer que todo está bien cuando todo va mal", el director Gerardo Tort retiene en cambio de la obra original el escepticismo y su desasosiego, los desmentidos más claros de toda ficción tranquilizadora.