Ana
García Bergua
Para
mis humanos contertulianos
Así como fui enseñada
a dudar de la existencia de Dios, dudo también de la existencia
de los locutores en la televisión. En general son gente que no tiene
empacho en ser extremadamente locuaz frente a una cámara, cosa de
por sí extraña y sospechosa, que alguien del siglo antepasado
hubiese descrito sin titubear como síntoma de algún trastorno
cerebral, por decir lo menos. Por eso, me imagino, los primeros programas
de televisión siempre tenían público: para que los
locutores (que hasta los años setenta todavía eran personas
de lo más decente y hasta se expresaban en español, como
el célebre doctor I.Q.) no se sintieran como locos de los que le
hablan a los semáforos o a los postes. A estas alturas nos hemos
acostumbrado ya a creer que dialogamos con imágenes que están
adentro de aparatos, pero si lo pensamos bien, lo que no es tan aberrante
es el hecho de dialogar con un objeto (en principio, leer un libro o ver
una película es dialogar con un objeto), como el de que quienes
pretenden hablar desde dentro de él lo hagan como si de verdad los
estuviésemos todos escuchando y no cimbrara su seguridad el pensar
que probablemente, cuando empiezan su anuncio, su arenga, su discurso,
gran parte de la población va a hacer pipí o a prepararse
un taco. Yo, en su lugar, estaría muy nerviosa. Desde el otro lado
de la televisión, la verdad es que no hay nada más ofensivo
que encender la televisión y ver a esos locutores exigiéndole
a uno su atención. Es como si pasara uno junto a un ejemplar de
La
guerra y la paz y Kutusov le gritara que se sentara en este mismo instante
a leer, sin considerar que uno quizá tiene algo más qué
hacer, o está leyendo otro libro. ¿Con qué derecho?
Lo contrario de esta certeza absurda en
que realmente hay alguien interesado detrás de las cámaras
a las que les hablan con tal fruición los locutores (y eso es lo
que a fin de cuentas sigue escapando a la plastificada democracia del rating:
la existencia de televisores encendidos a los que nadie ve), es la expresión
de desasosiego y desconcierto de los interventores de la Secretaría
de Gobernación, aquellos a los que ponen sentados junto a los concursos
y que desentonan tanto como unos viejos legajos junto a una sinfonola.
Cuando los enfoca la cámara (sería más correcto decir
el camarógrafo, que ha de ganar un sueldo horrible, por órdenes
del director, que ganará un poco más), los pobres no saben
qué cara poner, ni a quién dirigirse: si al locutor que los
anuncia como a una estrella más de su canal, si a los muchos camarógrafos
que danzan alrededor de los programas, si a un lugar espiritual al que
se encomiendan todos los interventores de la Secretaría de Gobernación
cuando los presentan, en el que quizá ven a Santiago Creel provisto
de una aureola y sonriéndoles, satisfecho de su buen desempeño,
de su seriedad notarial en circunstancia tan frívola. El hecho es
que siempre están nerviosos los pobres interventores; más
aun si el locutor, ese especímen, pide un aplauso para ellos: ¿a
cuenta de qué? Es como si a uno le aplaudieran sólo por estar
sentado en su escritorio de la oficina (bueno, sé de muchos que
se sentirían alentados). Por otra parte, el momento de la aparición
de los interventores es demasiado breve; es, para todos, una especie de
bache torpe, de momento vacío que a más de uno desasosiega.
Quizá sería bueno permitirles, a los que lo quisieran, que
cantaran una canción o recitaran un poema, que no aparecieran en
tan franca desventaja frente a los locutores, como un habitante de Toluca
en una colonia marciana, por decir algo. O quizá no; quizá
debemos cultivar su marginalidad, ya que en el fondo, desde que los panelistas
de los talk shows resultaron ser actores que hacen el papel de no-actores,
las únicas personas reales de la televisión mexicana son
los interventores de la Secretaría de Gobernación; son el
ancla que nos pone los pies en la tierra y debemos cuidarlos, antes de
que su maravilloso y humano desconcierto sea ejecutado a la perfección
por unos actores.
Naief
Yehya
La guerra de la desesperación
La guerra en contra
La guerra oportuna
Michelle
Solano
José
Antonio Alcaraz (1938-2001),
Maestro
que me escuchas:
El epígrafe que puede leerse
arriba de estas líneas lo he robado alevosamente del libro Carlos
Chávez: un constante renacer, escrito por José Antonio
Alcaraz, que también fue mi maestro y a quien ahora le devuelvo
la intención de esas palabras.
si he robado tu fuego, aquí está. Carlos Pellicer Comienzo tu obituario convencida del fracaso. ¿Con qué letras, con qué notas, José Antonio? Si sólo una imagen se repite en mi memoria, la fotografía de Marcel Proust en su lecho de muerte, esa imagen sepia que hiciste colocar en una pared de tu casa. ¿De dónde la sacaste? No sé si alguna vez te lo pregunté, o si será una más de las tantas cosas que ya no sabré de ti, por ti. No puedo con la ira que me provoca tu muerte, con el egoísmo que no logro sacudirme para no lamentar tu ausencia, las millones de respuestas que ya no me darás. ¿Cuántos momentos nos habrían resultado suficientes? ¿De qué pérdida comienzo a lamentarme ahora? Si no fuiste únicamente maestro, guía, luz, carcajada, regaño, poema, sinfonía. Eras amigo, cómplice, familia. De tu obra y de tu biografía ya se han encargado otros, o ya se encargarán. Yo sólo sé que, hasta antes de que la enfermedad te tirara en cama, nunca habías estado quieto. ¿Qué cosa no hiciste, José Antonio? ¿Te saliste siempre con la tuya? Me sorprendía tu capacidad para hablar de Henry Cowell y de Chava Flores al mismo tiempo, y sí, he de confesarlo, nunca entendí tu chiste aquel sobre la lechuga que le dice al basurero: "Yo también soy ecléctica." Pero cómo me hacías reír cuando me contabas de tu infancia o cuando me enseñaste a bailar swing y yo sabía, mientras dábamos piruetas, que tenía que aprovecharte. Eso hice siempre: te disfruté, te gocé hasta la médula. Y me diste tantas cosas, a pesar tuyo a veces, con todo y tu hartazgo porque yo nunca dejaba de preguntar. Te recuerdo en un salón de clases, en las funciones de teatro que vimos juntos, en aquel concierto donde nos reíamos porque la señora de atrás se emocionaba con el "Bolero de Raquel"; te recuerdo con lágrimas en tus ojos cuando te obligaron a renunciar como director de la escuela de escritores de sogem, aquel tiempo cuando muchos amigos y alumnos se alejaron. La íntima tristeza reaccionaria velardiano siempre cuando dejaste de dar clases. Tus sesenta años con serpentinas y gorritos de fiesta infantil, mi niño perenne. Y te veo otra vez llegar a un restaurante y pedir que nos asignaran mesa prontamente porque tú eras una viejita achacosa y yo una embarazada de tantos meses. Tus interminables viajes al extranjero y tus alumnos, tu "pandilla" esperando tu vuelta para que contaras las novedades en Broadway, pero sobre todo para que, cual Santa Claus, nos entregaras los regalos. Siempre volvías cargado de regalos y dulces. Ogro de peluche, Alcatraz, Groseantonio, gordirector, ¿cuántos apodos no te inventaste o te inventamos? Tú te reinventaste a través de los cuentos para niños, en recuerdo de tu abuelita Cecilia y las largas horas que pasabas metido debajo de su piano para que la música te bañara. John Cage y Revueltas, Moncayo y Carlos Chávez, Los Beatles y la negrita Cucurumbé enamorada de su abismo. Las corbatas de muñequitos y tu ropa azul Tu herencia va más allá de los montones de artículos y clases que me dictaste, de la gramática en francés que te empeñaste en hacerme entender, de Judy Garland y el Mago de Oz. Me quedo con mi amor a Brahms y tu delirio por Monteverdi o el Nocturno de Poulenc. Me quedo con el móvil de la bandera gay que le regalaste a mi hijo, tu nieto. En tu funeral flores y globos, Mozart y Cri-Cri. Música, mucha música inundando los silencios de la muerte. Tus cenizas en el río Sena, en un París que te hizo suyo y al que pediste volver. Yo me quedo aquí, procurando no omitir detalle, a la búsqueda de que ese tiempo hallado contigo no se vuelva terror cuando sea capaz de asimilar que (otra vez López Velarde) "me está vedado conseguir que el viento y la llovizna sean comedidos con tu pelo castaño". |
Javier
Sicilia
El filósofo Jacques Maritain, al hablar de los secretos vínculos que hay entre la poesía y la mística, decía que el místico, en tanto es purificado en su forma para expresar el ser de Dios, es "poesía en acto". A través de su vida, en donde el amor resplandece, el místico revela la belleza del ser de Dios; es para utilizar una fórmula cristiana la presencia de Dios aquí en la tierra por participación divina o, mejor, la participación del Verbo increado en la naturaleza del místico. La última mitad del siglo XX y el comienzo del XXI épocas de mediocridad espiritual y de espantosos crímenes nos dio en Madre Teresa de Calcuta uno de esos seres. Lo que impactaba de ella era su intensa alegría; su capacidad, en medio de las peores dificultades, de acoger al huérfano, al miserable, al proscrito, al moribundo y de darles consuelo; en síntesis, su desafío a una realidad inhumana. Cualquiera, en la época de la New Age y del hedonismo del espíritu, diría que Madre Teresa vivía en el puro gozo. Su experiencia de Dios la habría exentado del horror del sufrimiento. No es así. La experiencia mística, como todo experiencia espiritual, es paradójica. Lanza del Vasto la definió en su "Oración del fuego" como "fuego de gozo, sufrimiento y gozo, el uno en el otro [...] El amor es el gozo de sufrir". Madre Teresa, como todos los místicos, vivió esta paradoja: detrás de su inmensa alegría había una profunda oscuridad. Sus cartas y sus diarios que, gracias a su proceso de santificación que ha dado inicio, comienzan a aparecer, dan cuenta de ello: "Le quiero decir algo que no sé como expresar. Estoy anhelando con un anhelo doloroso ser toda para Dios, de ser santa de manera tal que Jesús pueda vivir completa Su vida en mí. Mientras más Lo quiero, menos soy querida. Quiero amarLo como no ha sido amado y sin embargo hay esa separación, ese terrible vacío, ese sentimiento de ausencia de Dios. Por más de cuatro años que no encuentro ayuda [...] Dígame qué debo hacer quiero obedecer a cualquier precio..." (8/ 2/ 56). "Ha de haber rezado mucho por mí he encontrado verdadera felicidad en el sufrimiento, pero el sufrimiento es a veces insoportable, Usted no sabe qué miserable y nada soy..." (26/ 6/ 58). "Yo no sabía que el amor puede hacer sufrir tanto a uno eso fue sufrimiento de amor este es de anhelo de dolor humano pero causado por lo divino. Ore por mí..." (6/ 11/ 58). "En mi alma no puedo decirle qué tan oscuro está, qué doloroso, qué terrible [...] me siento como rechazando a Dios y, sin embargo, lo más grande y lo más difícil de soportar es este terrible anhelo de Dios ore por mí para que no me vuelva un Judas para Jesús en esta dolorosa oscuridad..." (9/ 1/ 64). Se trata de lo que San Juan de la Cruz describió como "La noche oscura". Según el fraile de Fontiveros que si de algo sabía es del proceso de Dios en la experiencia del alma, cuando alguien responde al llamado de la gracia vive dos etapas: "la noche de los sentidos" que, después de un periodo inicial de gozo, es experimentada a nivel de las sensaciones como un desierto; como si el mundo percibido por los sentidos careciera de significación; la segunda etapa, "la noche del espíritu" expresada en las citas que he hecho de Madre Teresa, se experimenta como un profundo sufrimiento causado por una tremenda sensación de ausencia y abandono de Dios, y, a la vez, por el desesperado anhelo de poseerlo. Pese a lo doloroso de la experiencia, lo que sorprende es que ella no sólo no obstaculiza el trabajo del místico, sino que a través de él pasa una alegría que consuela. Lo que sucede es que el místico es lentamente purificado de su ego y ocupado por Dios. Dios está cada vez más en él y, por lo mismo, sus partes sensibles lo experimentan cada vez menos. En cierta forma sucede lo mismo que con la poesía. Conforme un poema es más hondo en su revelación espiritual, el lector lo experimenta menos en los sentidos. Para gozarlo en su médula es necesario un trabajo de purificación del intelecto que permite al lector asir algo de su revelación, pero a la vez, experimentar que algo en ella escapa a su aprehensión y le genera un anhelo de poseer lo que ya asió y experimenta oscuramente. Esta experiencia, como lo muestran las citas que hecho de Madre Teresa, sucede en el alma del místico de una manera más intensa y terrible, pues no vive sólo una experiencia de orden espiritual, como sucede con la poesía, sino la experiencia absoluta del espíritu: la de la posesión de Dios. La oscuridad que experimenta entonces el místico es el misterioso vínculo que lo une estrechamente con Cristo. Es el anhelo de lo que se posee íntimamente y, en consecuencia porque se posee en el espíritu, nos parece lejano. Sólo podemos anhelar lo que está íntimamente vinculado a nosotros, como los amantes que, después de haberse poseído, vuelven a anhelarse con una sed de trascendencia. Lo que los separa en lo exterior, es lo que los une anhelantemente en su interior. Digámoslo de otra forma. En los amantes hay dos experiencias: la de amarse tanto como puedan y entrar el uno en el otro y formar un solo ser; y la de amarse tanto que aun cuando se interponga entre ellos la mitad de la Tierra, su unión ahora sufriente por la separación y el anhelo no experimenta ninguna disminución. En el místico, como lo muestra Madre Teresa, sucede lo mismo. Dios lo posee hasta formar con él un sólo ser el místico es, como dije al principio, una manifestación del ser de Dios por participación divina; pero, al mismo tiempo, porque el místico está sometido a las leyes del tiempo producidas por la Caída, experimenta esa posesión como separación y ausencia, como si entre él y Dios estuviera de por medio toda la insuficiencia humana. Sin embargo de ahí que el místico persevere en su ministerio, dé consuelo y, a pesar de experimentar la oración, es decir, el diálogo con el amado, como oscura, dolorosa y estéril, se sienta atraído a ella, como la amante es atraída por la escritura de cartas y por los objetos que fueron tocados por el amado, su unión en el amor no sufre ninguna alteración. Dios y él están indisolublemente unidos, una indisolubilidad que sólo será plena en la resurrección. Por eso San Agustín escribió: "Señor, nunca estaremos en paz hasta que lleguemos a Ti." Además opino que hay que respetar
los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
Luis
Tovar
¿Y
dónde está el guionista? (VI)
Pongamos que usted es guionista. Imaginemos que alguno de sus trabajos fue llevado a la pantalla y que, como le sucede a tantos otros colegas suyos, el resultado no le satisfizo. Es más: le decepcionó, lo hizo sentirse traicionado, a lo mejor ya hasta dejó de hablarle al director de la cinta, y ahora dedica buena parte de su tiempo a informarle, a quien quiera escucharlo, que sí, efectivamente la película es mala, pero que de eso usted no tiene la más mínima culpa porque así no era el guión, a la hora de filmar casi nada fue respetado y claro, en tales circunstancias qué se podía esperar. Todos estos síntomas son clara evidencia de que usted padece un agudo mal del guionista. Ya es demasiado tarde para hacer nada, pues el único remedio hubiera sido exigir que su nombre no apareciera en los créditos. ¡Hijazo de mi vidaza! Los guiones, como cualquier otra obra literaria, son como los hijos: no importa cómo hayan nacido ni cómo crecieron, con ellos uno siempre se comporta como la mamá de Gordolfo Gelatino: los quiere, no cesa de chulearlos, los ayuda lo más que puede y, de manera inevitable, no se da cuenta del momento en que debe dejarlos correr su propia suerte. Como si de un vástago se tratara, usted le ve a su precioso guión cualidades que nadie más sabe apreciar. Es natural. Pero no olvide que tan obvia es su actitud al considerar su guión un producto impoluto, como el hecho de que todos los demás, empezando por el director, lo puedan ver y, de hecho, acostumbran verlo exactamente al revés: sobrado de aquí, incompleto de allá, necesitado de un apretón de tuercas general... En fin, lo consideran una herramienta de trabajo, un medio y no un fin en sí mismo. Evidentemente esto nos lleva, en un fenómeno muy parecido a la tautología, a replantearnos de nueva cuenta qué es usted que escribe guiones. En mi opinión usted es un escritor, así, a secas, y como tal, comparte con todos los aporreateclas el sino de sentir que su obra sigue siendo suya per secula seculorum, aunque sepa muy bien que no es cierto, pues cada lectura la convierte en otra cosa. De esto se hallaban convencidos varios autores cuyos nombres recordamos por lo que de ellos hemos leído y rara vez por los guiones que, bien o mal, quedaron plasmados en el celuloide y que ellos escribieron bien fuera por su cuenta o en colaboración más o menos estrecha con el director. Seguramente usted ya está pensando en Vladimir Nabokov (Lolita), Graham Green (El americano impasible, El ocaso de un amor, El tercer hombre, El amigo americano y muchas más), Sam Shepard (Paris, Texas), Carson McCullers (El corazón es un cazador solitario), André Malraux (La sierra de Teruel) y otros por el estilo. Sume a otros igual de importantes, cuya labor como guionistas quedó muchas veces eclipsada por el resto de su obra literaria, como le sucedió a Capote, Rulfo, Chandler, McDonald, Faulkner, Robe-Grillet, Fitzgerald, Garibay, Simon, Coward, Doctorow, Hammet, Cocteau, Pratolini, Bowles, De la Cabada, Buzzatti, Gala, Auster... La lista sería interminable. El mismo fenómeno sucede a la inversa; es decir, con los autores que ganaron reconocimiento como guionistas en menoscabo de su valor en tanto escritores (aunque, insisto, un guionista no es menos escritor que un novelista o un poeta). Aquí caben muchos narradores cuya obra debería ser revalorada sin pensar en su relación con el cine, y entre los que realizaron su trabajo en México los primeros son Manolo Altolaguirre, Mauricio Magdaleno, Julio Alejandro y Luis Alcoriza. ¿Es o se parece? Queda pendiente la adaptación cinematográfica, en muchos sentidos la mejor manera de no traicionar al autor de una historia, cometiendo precisamente aquello que los guionistas consideran el pecado mayor: cambiar cualquier cosa siempre que haga falta. Por definición, este ejercicio libera al director de una obligación prácticamente incumplible: la de traducir sin merma, sin tergiversación, sin añadidos de cosecha propia y sin cambios de intencionalidad, un texto que será considerado aquí sí un mero punto de partida para llegar a la consecución de una obra que de seguro va a parecerse al original, pero que será necesariamente distinta. Ahí está, por ejemplo, lo que Fons y Ripstein hicieron con El callejón de los milagros y Principio y fin, sendas novelas de Naguib Mahfouz, o los bienintencionados esfuerzos de los resultados mejor ni hablar por filmar novelas y cuentos de Lowry, García Márquez, Cortázar, Tabucchi, Dostoievski, etcétera. Al respecto, quizá los mejores ejemplos de cómo pueden trabajar guionista y director sin necesidad de terminar aborreciéndose, o de que el público acabe diciendo que la película no le llega ni a los talones a la novela, sean la ya mencionada Lolita y 2001: Odisea del espacio, escrita por Arthur C. Clarke. En ambos casos, Kubrick y los autores recorrieron juntos el camino, y mientras el primero filmaba, éstos ponían a punto lo que a final de cuentas sería una novela independiente del filme. Considerar de este modo a la adaptación
nos conduce a un corolario que usted, imaginario guionista, debe tomar
en cuenta: de las dos sopas que en el número pasado mencionamos
como medicina contra el mal del guionista, en realidad sólo
una le proporcionaría cierto alivio. Y si pensó que todo
se puede arreglar dirigiendo usted mismo, se equivoca. El único
remedio posible sería que nadie hiciera una película basada
en la historia que tanto trabajo le costó escribir, por la sencilla
razón de que filmar es como traducir, y no existen, ni creo que
alguna vez existirán, dos lenguajes exactamente correspondientes
que permitan pasar de una codificación a otra con eso que nos da
por llamar fidelidad y que, en los hechos, no pasa de ser una mera entelequia.
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