Carlos Monsiváis
El Centro HistóricoŤ
En el primero de sus días, la nación mexicana estaba desordenada y todavía no muy colmada, pero el Centro ya era y su existencia obligó a crear los alrededores y a planear los sitios lejanos (si hay un Centro, désele curso a la Periferia y a la lontananza), y todos convinieron en la razón de ser del hecho jerárquico: el Centro lo era no por su ubicación sino por su dogma fundador: lo central no depende de la presencia de lo secundario, lo central es autónomo o no es nada. Y neutralizar o disminuir este dogma autoritario nos ha costado años y esfuerzos interminables.
Antes de continuar, unas notas personales: nací en el Centro, estudié en el Centro, me asomé a las visiones de conjunto del país en el Centro, y el agregado de Histórico sólo estimuló mi trato frecuente. Si esto no me vuelve un experto, sí me exhibe como nativo habituado a las peripecias de esta mi Patria Chica, maltratada, desgastada, reverenciada, remodelada, y siempre, durante siglos, superior a los determinismos, los redentores de oficio y las violencias del poder y la demografía. A lo largo de décadas he comprobado además cuán esencial es el Zócalo, la Plaza Mayor, el eje de los mitos, los anhelos de triunfo, los afanes de legitimación. El que o la que no ha entrado al Zócalo sintiéndose victorioso, no ha experimentado el derecho cívico y la emoción solidaria por excelencia.
La carga religiosa, ancestral, cultural, sentimental y a fin de cuentas democrática del Centro Histórico, es, junto a las leyes y la selección crítica de las tradiciones y costumbres, el patrimonio nacional por excelencia. Todo ha sucedido o todo se ha bosquejado aquí, las rebeliones, el clímax revolucionario, las apoteosis de caudillos, la aparición de líderes y presidentes luego beneficiados por la amnesia, las tomas de posesión, los Te-Déums, las reuniones literarias, las marchas del infinito de las causas y protestas, las insurrecciones y resurrecciones del pueblo. Y tan resulta esencial el Centro Histórico que el culto atropellado a la modernidad no ha disminuido su impulso. La belleza y la vitalidad nunca son anacrónicas aunque sí requieran de la red de instituciones e iniciativas que le den mayor relieve a su valía.
Nadie puede inspirar lo que tú inspiras... Durante las siete primeras décadas del siglo XX, es El Centro, así nomás, de la ciudad, del comercio, de la política, de la vida intensa tal y como se entiende dentro y fuera del horizonte de la Sociedad Respetable. Y ni la fuga de los ambiciosos rumbo a las zonas privilegiadas no necesariamente por el talento, ni la proletarización de los alrededores de la Plaza Mayor, evitan que el Centro sea una síntesis inmejorable de lo conocido hasta hace poco como México, también así nomás, la acumulación de épocas históricas, avances, retrocesos y procesos urbanos, el ámbito que auspiciaba parcialmente y se oponía a la modernidad, el asomo de territorio libre de la diversidad tanto tiempo reprimida. Este monopolio de la definición de México ha sido por supuesto injusta y muy parcial, pero un atributo del centralismo es la megalomanía.
Al Centro lo rigió en esas décadas la conjunción de poderes: el Palacio Nacional, el recinto del mando y la fuente de la identidad civil; la Catedral Metropolitana, el recinto de las creencias y la fuente primera de la identidad religiosa y del arte virreinal; el Departamento Central, el sitio donde la burocracia aspiraba a identificarse con la eternidad y, presidiéndolo todo, la Plaza Mayor o el Zócalo, el ágora de las concentraciones y los paseos, el Aztlán de donde han partido las multitudes a fundar vecindades y unidades habitacionales y ciudades-dormitorio.
Si algo caracterizó a la capital hasta la década de 1960 es el Centro, eje conspicuo del orden y el desmadre, de las tradiciones y las innovaciones, de la metamorfosis de lo viejo y lo nuevo en un microcosmos sin edad. En la historia cultural y social de la ciudad, casi todo lo resonante hasta cierto momento ocurre en el "perímetro jovial" de escuelas universitarias, oficinas públicas, mercados que presagian a las megaciudades, templos coloniales, provincianos que ni a sí mismos se confiesan que no les gustaría pertenecer al gabinete presidencial, rentas congeladas, cabarets organizados como archivos generales del melodrama, librerías de segunda, comercios a la antigua, vecindades que le dan trato museográfico a los símbolos de la pobreza, consultorios, edificios tan lúgubres que hacen pasar al olvido el aspecto de sus inquilinos... El Centro, la definición voluntaria e involuntaria de lo capitalino, el almacén de las nostalgias prematuras y póstumas, el inmenso depósito vivencial del país centralista.
Aquí, las costumbres han persistido porque sus practicantes todavía no desocupan el cuarto, y aquí, la así llamada sordidez se mantiene porque el presupuesto familiar no da para más. En el Centro nada ha sido suficientemente viejo ni convincentemente nuevo, y las experiencias también se desprenden del ir y venir de las migraciones, del asumir el deterioro habitacional como un proyecto de fuga, del canje del nacionalismo por el folclor urbano. En el Centro, la densidad histórica es tan extrema que, cosa rara en una ciudad cuyo principio regenerativo es el arrasamiento, casi todos los actos se remiten a su origen, no por pasiones evocativas, sino porque cada vecindad (dígasele condominio horizontal) es la memoria de todas las vecindades, y cada librería de viejo evoca a todas las codicias de todos los bibliófilos, y cada edificio colonial es la suma de la belleza preservada, y las calles desbordan fantasmas (a ellos también los asaltan), y por aquí pasearon y padecieron los personajes de las novelas, y aquí se escribieron o leyeron por vez primera los grandes poemas, y en El Centro han coincidido inexorablemente la piedad y la blasfemia, el poder y la falta de poder. Aquí, las situaciones, las personas y las tendencias sociales anochecen realidad y amanecen símbolo, y a la inversa.
En la década de 1970 se introducen dos novedades de resonancia escenográfica: el Metro, que masifica el Centro sin modernizarlo, y el adjetivo Histórico, que presiona por iglesias y plazas remodeladas, fomenta de manera creciente el turismo interno, cambia el recuerdo lírico de las tradiciones por las tesis de grado, y da paso a la saludable variedad de recuperaciones, rescates y defensas. Y ya con la aureola de la victoria frente al tiempo, el Centro Histórico contempla, ampliado, el paisaje de siempre: los vendedores ambulantes, los desempleados, la procesión burocrática que ni empieza ni termina, y los espectáculos de la fe diversa. A sociólogos y antropólogos les toca colonizar las vecindades, los arqueólogos deslumbran con los descubrimientos del Templo Mayor, la sociedad civil defiende los tesoros artísticos de la prisa especulativa (que nunca fue a la universidad), y al cabo de hazañas y revelaciones, de contrastes y desbordamientos, el Centro Histórico es tal vez el modelo clásico de los alcances y las limitaciones de una nación marcada por la pobreza, pero todavía enfrentada a su determinismo. Esto, entre atropellos administrativos y policiacos, entre la lumpenización y la delincuencia, entre la generosidad y al altruismo comunitario.
El Centro Histórico es un ejercicio interminable y recompensante de educación estética. Nunca agotaremos su belleza, que acrecienta el desarrollo educativo y la conciencia no muy tempranera de la defensa del patrimonio. Iglesias, edificios virreinales y neoclásicos, paisajes inesperados, esquinas, las gradaciones de la luz en el atardecer. Por eso, el Centro Histórico nunca se ha perdido. Somos nosotros los que podemos recuperarnos para su contemplación y disfrute. Y en este sentido, la confianza es un prerrequisito del amor por la belleza y la necesidad de lo diverso. En materia urbana, el miedo apresura, destruye al paseante y deja en su lugar al apresurado. El miedo limita o especializa la mirada, más atenta a los riesgos que a los goces estéticos. Y disipar el miedo no es sólo cuestión del aumento de la seguridad pública sino del convenio que a todos nos incluya. (¡Sí! Pese al neoliberalismo la inclusión de la mayoría todavía es concebible.) Sé que me oigo iluso, pero no funcionarán ni el proyecto que hoy nos convoca, ni cualquier otro que se oponga al rumbo fatídico de las situaciones, de no recuperarse en algo o en mucho la dimensión utópica de la sociedad, hoy ridiculizada por el pragmatismo que es el otro nombre del saqueo y la prepotencia, y que, ante la catástrofe de la distribución del ingreso, ofrece la resignación como el paraíso: "Ya no te quejes. Tú elegiste la pobreza".
En torno a este proyecto de regeneración urbana hay escepticismo, y esto me parece saludable. El optimismo a ultranza resuelve todo antes del comienzo, y decepciona y frustra en el trayecto. Problematizar ayuda, porque sitúa con más claridad el logro posible de esta iniciativa, y porque busca impedir la sentencia según la cual el peor castigo de quienes abandonan, desconocen y desprecian las hazañas de otras generaciones es habitar las ruinas de su universo de autoayuda. Esto tal vez suena a profecía de mall sin familias, pero surge de la evidencia: el mayor patrimonio de una nación en el mundo globalizado tan postnacional, es la posibilidad de ver evaluados sus méritos en ese mañana tan distante que es su propia capacidad admirativa. La utopía básica continúa siendo el ser evocado positivamente por uno mismo.
El regreso organizado al Centro Histórico deberá tener como fuerza motriz su característica de derecho cultural, una oportunidad que nos concedemos de ser provechosamente viajeros en nuestra tierra. Esto cuenta ahora precisamente cuando a cambio del estallido tumultuario de la credulidad, se ha perdido la vocación de asombro, premisa del goce de las ciudades. Si ésta no se reintegra, y al respecto este proyecto es una oportunidad magnífica, se renunciará a las ventajas del legado de las generaciones y de la aportación de la nuestra, y de la famosa México el asiento será una sucursal de Blade Runner, o de cualquier otro lugar común del turismo de la pesadilla, siempre incapaz de reconocer la grandeza que lo antecede y lo sucederá.
Y que el Centro Histórico nos permita recobrar en él las experiencias estéticas y culturales de cuya ausencia no nos habíamos percatado.
Muchas gracias.
ŤDiscurso pronunciado durante la instalación del Consejo Consultivo para el Rescate del Centro Histórico.