miercoles Ť Ť agosto Ť 2001

Gilberto López y Rivas

Epílogo de una contrarreforma

En el sigilo del albazo y la ilegitimidad, el Senado finalizó el dudoso proceso de la aprobación de la ley en materia indígena. Contra viento y marea de la indignación popular y el clamor de los pueblos indios, los legisladores del racismo y de la guerra cumplieron con su propósito: imponer una ley espuria que corta las alas a las autonomías reconocidas en la Constitución. Vale la pena recapitular lo que esto significa, pues todavía hay quien filtra documentos que pretenden justificar extemporáneamente el voto de la vergüenza y la incongruencia.

Que quede claro: las reformas constitucionales contienen impedimentos jurídicos que implican que a todo derecho reconocido o concedido se le impone una nota precautoria que acota, limita e impide la aplicación plena de las leyes y el ejercicio efectivo de esos derechos al referirlos injustificadamente a otros artículos de la propia Constitución y a leyes secundarias. Estas reformas remiten a leyes locales, el reconocimiento de los pueblos indígenas y las características de la autonomía, lo cual no sólo les es desfavorable, dada la correlación de fuerzas en esos ámbitos y la existencia de poderosos cacicazgos en las etnorregiones, sino que con ello se sustrae en los hechos el reconocimiento constitucional. Asimismo, instituyen programas asistenciales y clientelares como parte de la Constitución, lo que expresa una contradicción con la esencia de las autonomías, ya que condena nuevamente al indígena a un papel pasivo de la acción decisiva del Estado; niegan a las comunidades el estatus de entidades de derecho público y, por el contrario, las definen como de "interés público" o entes tutelados de la política estatal; desconocen los alcances de las autonomías en los ámbitos municipales y regionales en que los pueblos indígenas los hagan valer, establecidos en los acuerdos de San Andrés y, con ello, la posibilidad de su reconstitución como tales.

Esta reforma presenta inconsistencias en temas sociales y políticos que incluso constituyen un retroceso frente al Convenio 169 de la OIT, que como todo convenio ratificado por el Senado es ley suprema de la Unión, y frente a otras leyes indígenas existentes en estados de la República, como Oaxaca, en las que se definen con claridad los conceptos: pueblo, comunidad, territorio, libre determinación y autonomía.

Específicamente, la reforma efectuada violentó los acuerdos de San Andrés y se convirtió en una virtual contrarreforma al establecer lo siguiente: a) sustituir las nociones de tierra y territorios por "lugares", lo que en los hechos desterritorializa a los pueblos indígenas, les sustrae de su base material de reproducción, y constituye un atraso con respecto a lo establecido en el Convenio 169 de la OIT; b) cambiar en temas sustanciales el concepto de "pueblos" por "comunidades" y con ello trastocar el sujeto de la ley reconocido en los acuerdos de San Andrés y en el propio Convenio 169 y limitar las competencias locales y regionales de estas entidades jurídico-políticas; c) imponer fuera del acuerdo entre las partes del conflicto las contrarreformas neoliberales al artículo 27 constitucional a partir de las cuales se permite la venta de las tierras comunales y ejidales; d) limitar la posibilidad de que los pueblos indígenas adquieran sus propios medios de comunicación.

Las reformas realizadas afectan el desarrollo social, económico y político de los pueblos indígenas y, sobre todo, impiden el ejercicio y desarrollo de las autonomías. La demanda de autonomía implica que los pueblos indígenas puedan ser reconocidos como sujetos de derechos políticos colectivos e individuales, capaces de definir sus propios procesos económicos, decidir sus formas comunitarias y regionales de gobierno, su participación en los órganos de jurisdicción estatal y representación popular, el aprovechamiento de sus recursos naturales y la definición de sus políticas culturales y educativas, respetando aquellas características socioétnicas que les dotan de identidad y les permiten resistir la hegemonía de un Estado y un régimen político que los ha mantenido olvidados y marginados durante siglos.

Con la decisión de aprobar una ley contraria a los acuerdos de San Andrés, el Congreso de la Unión y la mayoría de los congresos de los estados (con la complicidad del Ejecutivo federal) perdieron la gran posibilidad histórica de considerar a los pueblos indígenas como sujetos políticos dignos de formar parte del Estado mexicano y, con ello, abrieron nuevamente las puertas a la exclusión, la contrainsurgencia y el paramilitarismo, como se vive otra vez en Chiapas. Quienes así optaron, en función de sus mezquinos intereses, perdieron la legitimidad de su representación nacional y serán declarados por la memoria popular "legisladores non gratos". Así sea.

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