miercoles Ť 1Ɔ Ť agosto Ť 2001
Arnoldo Kraus
Humanos y ratones
Para algunos escritores dedicados al género de la ciencia-ficción, los límites entre ambas son escasos. Seguramente, la mayoría de los científicos no estará de acuerdo con esa aseveración, pues sus saberes suelen ser "más profundos", según sus criterios, y producto de una estrategia de investigación metódica, ordenada y sometida a una serie de requisitos que debe ser comprobada una y otra vez. Los creadores de ciencia-ficción, en cambio, pueden echar a andar su mente sin someter su imaginación ni lo abigarrado de su pluma a escrutinio alguno; los límites dependen de las ideas, ni siquiera de la existencia de lectores.
Sorprendente y paradójicamente, una inmensa cantidad de ciencia no resiste ni la prueba del tiempo ni el peso de "la utilidad" -al menos en medicina muchas publicaciones no tienen ninguna trascendencia y son olvidadas casi tan pronto como se publican-, mientras que la buena literatura, independientemente de su campo, se edita cuantas veces sea necesario y se lee con avidez -obviamente lo mismo sucede con los descubrimientos científicos cimentales.
La falta de aplicabilidad del conocimiento o la poca trascendencia de no pocas facetas de las teorías científicas plantean problemas críticos y éticos, pues, a sabiendas de que la inversión económica para generar esos datos es cuantiosa, la mayoría de las personas tiene derecho a preguntarse cuál es el valor del conocimiento -"para qué sirve entender determinadas cosas"- y cuál su destino -"qué bienes se obtendrán y qué circunstancias se modificarán". En otros términos, es lícito cuestionar la validez de "saber por saber".
Según George R. R. Martin, uno de los principales escritores contemporáneos de ciencia-ficción, ésta es imprescindible ya que "la necesidad humana de fantasía procede de que vivimos vidas aburridas". Es también ineludible la "otra realidad", la que demuestra que algunas porciones de los relatos de textos como De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, La guerra de los mundos, de H. G. Wells, o la película 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, se concatenan con los avances posteriores de la ciencia -el filme de Kubrick fue estrenado meses antes de que el hombre pusiese el pie en la Luna. Las citas anteriores son tan sólo algunas dentro de una miriada de obras en las cuales los creadores de ciencia-ficción se adelantaron a los avances de las "ciencias duras".
Las disquisiciones previas me asaltaron tras enterarme de que los humanos y los ratones tenemos los mismos genes. No sólo porque aún conservaba ilusiones de que fuésemos distintos de tan distinguida especie o porque pensaba que lo sucedido en la cumbre del G-8, en Génova, fue un mero accidente, sino porque el hallazgo parece corresponder a un relato de ciencia-ficción. ƑCómo entenderlo: ciencia ciencia, realidad ciencia, o realidad y ficción revelada por la ciencia?
Avidos de conocimiento, biólogos, médicos y genetistas han penetrado, desde hace varios años, el interior de las células para descifrar "todos" los secretos del genoma humano: número de genes, características biológicas, funcionales, vínculos con enfermedad, etcétera. Si bien es cierto que muchas veces, al hacerse este tipo de estudios, las preguntas iniciales "intuyen" parcialmente lo que se quiere saber, en otras ocasiones los derroteros finales combinan "saber por saber" con la obtención de algunos datos prácticos que modifiquen determinada situación (o enfermedad). Datos recientes han confirmado que la especie humana no difiere, genéticamente, de los ratones, información que, a la postre, carece de valor práctico. Por ende, la teoría del genocentrismo, "la idea de que las diferencias genéticas entre personas (o entre especies) deben explicar la mayor parte de las peculiaridades biológicas y de las propensiones patológicas de cada individuo", deberá replantearse.
La noción de que, al menos genéticamente, humanos y ratones somos iguales, es alucinante. Tal hallazgo suena como un cuento de ciencia-ficción, cuya lectura en 30 o 50 años quizá revelará cuán ingenua era la ciencia contemporánea y poco diferirá de la lectura que hace algunas décadas se hacía de La vuelta al mundo en ochenta días. O quizá, regodeándonos en el mundo de lo absurdo -Ƒo no suena absurdo que genéticamente humanos y ratones seamos idénticos?-, ni siquiera valga la pena mortificarse tanto por la inutilidad de estos descubrimientos.
Será mejor aceptar la justa realidad de nuestra especie y vindicar a Pavlov, cuyos experimentos con ratones, realizados en condiciones extremas, hoy la viven los humanos en muchos sitios de la Tierra y en no pocas esquinas del Distrito Federal. Si de poco servirán los hallazgos de la hermandad entre humanos y ratones, al menos, con suerte, habrá un escritor de ciencia-ficción que se interese por esta información que oscila entre lo biológico y lo real.