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Alfredo Zalce: sueños de piedra y arena |
Augusto Isla, de una manera inteligente y comedida, recorrió los caminos del viejo cuaderno de trabajo del maestro Alfredo Zalce. En su viaje encontró comentarios y reflexiones sobre el color, la línea, el drama y la alegría que han dado sentido a la vida y a la obra de uno de nuestros mayores artistas plásticos. Augusto encontró una brillante manera de acercarse al fenómeno de la creación artística: Para ser confidente de lo insólito hay que estar alerta, perseguir con avidez la incesante recreación de la vida. Así, el maestro Isla nos entrega una visión amplia y precisa de la obra de Alfredo Zalce, artista comprometido con su obra, con el arte y con su pueblo. La
poesía es la única prueba concreta de la
"Quiero
pintar la realidad con la visión interna de lo que me rodea... Mis
fantasías están siempre apoyadas y justificadas en la realidad.
Alfredo Zalce redactó estas líneas en 1983 para la revista
ipn,
a petición de su director, el crítico de arte Antonio Rodríguez.
Menos que el laconismo de un artista que no gusta de referirse a sí
mismo, las líneas denotan la sobriedad que aplica, devotamente,
a su vida y su obra. Sobriedad de poeta enamorado de las cosas que pasan
inadvertidas a los ojos de los demás, pero que él recoge
y guarda en imágenes, como los niños que, absortos en los
trabajos pacientes y callados del mar, atesoran sus conchas predilectas,
granos de eternidad.
existencia del hombre. Luis Cardoza y Aragón
Leamos el viejo cuaderno del artista: Vi a un grupo de indios en Papantla; tomaban unas paletas heladas de colores vivísimos que se relacionaban con los fuertes colores de los listones de los sombreros de los hombres y en el tocado de las mujeres, y en sus trajes. Y aunque parece un chiste, cuando se comieron las paletas, se acabó el cuadro. Se había desbaratado un complicado andamiaje de color. Para ser confidente de lo insólito, hay que estar alerta, perseguir con avidez la incesante recreación de la vida. Más que poner el ojo natural, hay que abrir el alma a la sorpresa. Entonces la realidad se vuelve dócil a la intención lírica; ritmos, volúmenes, color, pasan a ser otra realidad, fascinante en la medida que en su vientre sólo se decantan las esencias, extractos dulces o amargos de lo real. Un grupo de leñadores, una mujer que descansa en su hamaca, dos cazadores que en mitad de las sombras llevan consigo el pendiente fruto de su labor ya no son propiamente escenas reales, sino visiones, metáforas de la laboriosidad, el reposo, el sacrificio. O pueden serlo, ya que las metáforas, como la vida, son equívocas y a menudo se burlan de nosotros. En Cascada con hojas de piñanona (1980), imagen de la Tzaráracua, el agua puede ser también leche, semen, licor de vida que se derrama para fluir después, sin finalidad, como el devenir del mundo. Las significaciones importan menos que el efecto que produce la visión lírica: convertir lo cotidiano en emblema de la magnificencia. Un montón de viejos utensilios se transforma en la Torre de Babel (1987); una Silla con sandías (1991) es a la vez un compendio de la armonía universal. Porque nada es desdeñable como materia del poema. Ni el pescador destazando al hermoso animal ni un par de mujeres auxiliándose para transportar un cántaro, ni un hombre ataviado con sus gallinas muertas, ni el fumador a punto de encender su cigarrillo, ni el bodegón de mil maneras dispuesto; nada es desdeñable digo si el pintor accede a que la imagen lo hiera, deje sus cicatrices, sus marcas como esos árboles añosos que él, el artista, ordenando con minuciosidad las formas, pinta, graba, transforma en lujosas manchas de color, en graciosas líneas que nos regalan una síntesis de lo perdurable. Pero no todo es hambre lírica, abundan también la incandescencia y la ponzoña, que destilan en la magnífica composición de Los abogados (1952) que pasan ocultando sus rostros por encima del cuerpo del cliente defraudado, o en La boda (1983), que nos muestran la escena grotesca de los pobres que recogen el arroz que otros, insolentes, han arrojado al aire.
Una tarde de los lejanos años treinta, antes de viajar a Taxco para enseñar dibujo a los niños, Zalce visita a Diego Rivera, que vivía en la calle Reforma, en una vieja casita; saca con timidez de su carpeta unos dibujos y se los muestra a aquella mole de carne y genio. Rivera los mira con respeto: Tiene usted sensibilidad; tendrá oportunidad de estudiar los dibujos de los niños; así se quitará los resabios de la Academia. Para Rivera, sabio y generoso, Zalce tiene sólo gratitud: abrió caminos, enseñó a los artistas de América a ver lo que antes no se veía. Le debe ese consejo, pero más que eso: la emoción social; la pasión por el arte precolombino, por las maravillas de una cultura que, merced a su fuerza, ha resistido la obstinada depredación durante siglos.
A lo largo de los años, con dedicación admirable enriquece su personal lenguaje; traduce su longevidad en privilegio para refinar su dibujo, su grabado, para lograr concisión y elegancia impares donde la técnica, justamente para ser eficaz no ha de notarse, como el cauce secreto de los ríos. Vive su tiempo: los vientos de Cézanne, Picasso, Matisse, Rivera, Orozco, desfallecen en él para después tomar otro impulso; no teme dejarse llevar por otras inspiraciones: veo en El herido (1946) un homenaje al magisterio gráfico de Carlos Alvarado Lang. Pero nunca pretende estar al día. A Zalce no le importan las mudanzas que, acaso, se encaminan a la nada. Continuamente aparecen novedades artísticas como las modas. En cambio pienso que para evolución de mi pintura no me bastaría toda mi vida. Si ni siquiera una larga vida alcanza para que el pintor llegue a su centro, ¿por qué interrumpir el viaje dialogando con pasajeros necios? Medita, explora. ¿Acierta siempre? Siento que el acrílico resta poderío a su talento. Alfredo Zalce nació en Pátzcuaro el 12 de enero de 1908. Lleva el apellido de Ramón Zalce, con quien su madre, María Torres, contrajo segundas nupcias. Ambos eran fotógrafos; la pareja se trasladó pronto a la Ciudad de México. En los días del estallido revolucionario residieron en Tacubaya, frente al portal de Cartagena. Alfredo aún recuerda el grito de ¡Viva Madero! Creció entre cañonazos y zozobra, viendo perplejo un entrar y salir de gentes que en casa conspiraban contra la dictadura de Huerta. No olvidará nunca la luz tenue de aquella celda en que estuvo recluida su madre, acusada de apoyar a los rebeldes; ni olvidará tampoco el trato de su padre adoptivo, discriminatorio y cruel, sólo ojos para el hijo que procreó la pareja, Horacio, cuatro años menor que Alfredo. Como suele ocurrir en tales circunstancias, el sufrimiento infantil no encuentra compensación en el hogar: el yugo de la familia autoritaria recae sobre la mujer, se extiende a los hijos, se recrudece en aquéllos que no son propios. En una cultura machista, el varón no es indulgente con el pasado femenino: descarga su furia contra sus evidencias. Pero un alma delicada, nacida para el honor y la libertad, aprende a rehuir aquella atmósfera enrarecida, busca en otro lado las fuentes de vigor y dicha: aquellas tardes en que salía con la nana a cortar quelites, a buscar maíz; las canciones que silbaban los zapateros en una calle de accesorias que súbitamente se convertía en una jaula de pájaros... y la libertad que lo consagraba como el rey de las calles, por aquellos días de estruendo y muerte. Muerte violenta, cotidiana, desbarajuste inquietante para la curiosidad infantil que repara en el vuelo de las moscas que circulan, siniestras, por orejas, nariz, ojos de un cadáver yacente en plena calle. Muchos años después, Alfredo le contará a su amigo Jean Charlot la experiencia: Ahí veo al pintor, que siempre investiga con los ojos, fue el escueto comentario. En la soledad infantil Alfredo hojea revistas, lee El Quijote ilustrado por Doré, acrecienta la sensibilidad en el taller de fotografía donde auxilia a la madre. ¿Está allí el origen de su determinación? Un enigma, como su habilidad temprana para el dibujo. En un momento dado rendirá tributo al noble oficio del fotógrafo, a la sensibilidad compositiva de su mirada como en la litografía Mujer y niña (1952) en la que la mujer madre, nana, sombra protectora, evadiendo al espectador, aparece sentada con sus manos a punto de entrelazarse, mientras la niña, de pie y descalza, desafía nuestra indiscreción y se entrega al anhelo de ser vista.
El ambiente era propicio, aunque la fiebre mesiánica había disminuido. Las Misiones Culturales eran fruto de la mística que animó la reconstrucción nacional y los nuevos desempeños de artistas e intelectuales. Diego Rivera sostenía: que nuestros artistas sepan, crean y sientan que, en tanto no nos volvamos obreros y no nos identifiquemos con las aspiraciones de las masas que trabajan, para darles, en un plano superior a la anécdota, su expresión por la plástica pura, manteniendo constantemente lo más profundo de nuestra alma en comunicación íntima con la del pueblo, no produciremos más que abortos, cosas inútiles, por inanimadas. Tales vehemencias fueron abono fértil en el alma de Zalce, ávida de encuentros y desafíos: Para mí era necesario participar. México formaba parte del mundo. Si el joven no tiene ansiedades revolucionarias, no tiene corazón. En este sentido Diego me orientó. Zalce se incorpora a las Misiones Culturales en 1935. Pendía sobre maestros y misioneros la amenaza del linchamiento, pero estaba acostumbrado al trato con la muerte desde la infancia. Durante seis años, en Zacatecas, Puebla, Veracruz, Colima, trabajó con los maestros y con las comunidades. Las Misiones se proponían la irradiación de la cultura, el mejoramiento de la calidad de vida; con ellas, la Revolución devino utopía dignificadora de los olvidados. En Cañitas, Zacatecas, diseña letreros, emprende el arreglo de los jardines públicos, poda árboles, pinta el quiosco, produce teatro de marionetas que él mismo modela con papel y engrudo, anima círculos de estudio sobre el movimiento obrero, incluso el que tiene lugar allende las fronteras nacionales. Impelido a demostrarse a sí mismo que los artistas pueden ser útiles, comparte el dolor de los otros, afirma la vida en situaciones extremas en las que es menester hacerse de la vista gorda cuando los hombres se inclinan a la hora del Angelus, o caminar como si nada en campos sembrados de culebras. Imagino el desconcierto de esos habitantes de aldeas católicas, reacios a la educación socialista y a unos serviciales ojos claros. Zalce sufre y goza esa experiencia humana. Nietzsche tiene razón: el dolor es levadura del arte cuando se trasciende y se convierte en danza, en alegría. El misionero pinta poco, pero aguza la inteligencia y los sentidos; al mismo tiempo, se despliega a sus anchas en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios entre 1933 y 1937. La Liga fue una organización política revolucionaria vinculada al movimiento obrero internacional y al Partido Comunista, y fue también un frente antifascista que congregaba a artistas e intelectuales no militantes. Cuando aquélla pierde independencia, Zalce funda con Leopoldo Méndez, Pablo OHiggins, Ignacio Aguirre y otros artistas, el Taller de la Gráfica Popular. En la una como en el otro, aprende a grabar, a desenvolverse en el trabajo colectivo. Quehacer político en apoyo de causas obreras y populares, años de experimentación plástica. Sus tareas políticas se tiñen de juicios maduros. Tiene convicciones de izquierda, si se quiere, que lo inducen a batirse en plásticos duelos contra la bajeza y la explotación. Zalce participa haciendo dibujos y grabados para La voz de México, para Frente a Frente, revista de la lear que también distribuye en las calles con Fernando Gamboa y Silvestre Revueltas. Pero no milita según afirma una y otra vez en organización partidaria alguna. Pesa más el clima autoritario que palpa en la cercanía, que la lógica persuasiva del Manifiesto del Partido Comunista y la emoción que en él suscita la experiencia de la Comuna de París. Los tiempos arrastran a los extremos; mas él guarda un difícil equilibrio entre el principio de insuficiencia ontológico y ético a la vez que lo mueve a trascender la soledad del yo en lo comunitario, y el de la salvaguarda de una soberanía personal que presumo juzga necesaria para responder más libremente a las exigencias de la creación. Pues la adhesión a toda comunidad política o religiosa implica la renuncia a la individualidad, la parálisis de sus energías vitales; somete, provoca una especie de muerte en vida en nombre del destino gregario. ¿No es eso lo que José Revueltas quiere decirnos al retratar a Julián, aquel cura rojo de Los días terrenales (1949)? Los pequeños conflictos y un temperamento demasiado tímido, acaso inseguro, inhiben en Zalce fervores sectarios. Si se niega a poner rodilla en tierra y puño en alto para saludar a José Revueltas, que vuelve de su exilio en las Islas Marías, es porque se resiste a la sumisión que trae consigo esa nueva forma de una religiosidad que, desde su niñez, lo había desencantado para siempre. Mi madre me llevó a la iglesia una tarde de mi lejana infancia. Entramos en un gran salón. En el fondo, estaba un sacerdote detrás de un escritorio. Mi madre habló a solas con él durante largo. Al salir la vi triste. Qué malo es el padre, me dijo. Yo no salía de mi extrañeza, pues rezábamos todos los días. Finalmente me explicó: ella tenía que llevar horas antes el dinero que le había prestado a cambio de unas joyas que había dejado en prenda. Por una insignificante demora, él no quiso recibir el dinero ni entregarle las joyas. Años más tarde me pareció terrible. Les perdí todo el respeto a los curas. Ciertamente, una actitud vital no se decide en el espacio de una anécdota sino en la actualización dolorosa de una larga historia de usura y censura, de autoritarismo, de intromisión en los cuerpos que disuelve las creencias. Zalce se aleja de aquellos ámbitos de la fe, callada y respetuosamente. Nunca le he escuchado una palabra desdeñosa sobre el sentimiento religioso del pueblo; en cambio, ha pintado una y otra vez la magia de la noche de muertos sin que asome en él la conmiseración: busca sólo la luz que envuelve el espíritu enrebozado de esas mujeres rituales y enigmáticas. Pero es claro que se rehusó a la experiencia de nuevos dogmas y jerarquías; prefirió vivir en la tensión que significaba, por un lado, rechazar la locura capitalista y, por otro, aborrecer los crímenes de Stalin. Si pudo salir ileso de tales contradicciones, es porque, sin sentir que estaba del lado de la Razón Histórica, se limitó a seguir a los oprimidos hasta sus aldeas y sus campos, a sufrir como ellos carencias y enfermedades: en dos ocasiones lo atacó el paludismo. Sobrevivió a esas turbulencias, a cambio de las cuales quedaron en él las huellas de una cultura cuya fuerza reaparece en las formas de su creación artística.
Cuando pinta en los muros, estudia con seriedad el tema social o histórico y procura resolverlo con sentido de universalidad. Frente a la polémica de indigenistas e hispanistas en torno a Cuauhtémoc, traza una alegoría del sufrimiento de los pueblos conquistados. En su obra monumental no transporta el dogma a la imagen ni adoctrina. Enfrenta los retos propios del pintor: formas, volúmenes, color, diálogo con la arquitectura. Ya Berta Taracena se ha ocupado de analizar las virtudes de su pintura mural y la originalidad de sus soluciones. Me llaman la atención la sencillez narrativa y la honradez plástica. Zalce no cree en el muralismo como propaganda o señal de prestigio. Si lo mismo asalta las paredes del Palacio de Gobierno de Morelia que las de una modestísima escuela en Calzóntzin, es porque, aquí y allá, los espacios se ennoblecen con la pintura; porque en cualquier muro puede reflejar lo que él quiere: las luchas del pueblo mexicano por su libertad; porque la complejidad lo atrae de manera irresistible. Complejidad que va del grabado al mural, de éste al grabado, como una preparación infatigable para la siguiente jornada. El grabado México se transforma en una gran ciudad (1947) se antoja, por ello, un proyecto mural. ¿Lo grabó hace medio siglo o la noche de ayer? Más allá de la anécdota que le sirve en charola un indigente que riñe con un perro por un trozo de carne en un basurero, es una visión profética del infierno en que hoy viven millones de mexicanos. El mantenerse al margen de las reyertas ideológicas enriquece el caudal de sus fraternidades, le permite abarcar una y otra orilla: Leopoldo Méndez y Jorge Cuesta, Juan de la Cabada y Xavier Villaurrutia, Pablo OHiggins y Agustín Lazo; le permite, en fin, viajar, real y metafóricamente, en compañía, aunque no sin tensiones, por el México de las diferencias, territorio de su amor y sus visiones. Todo en México tiene para mí una fuerza secreta que me seduce. Su tradición y su esperanza en el futuro, la vida de su pueblo, la riqueza de su paisaje. ¿De este lado del siglo, es posible encontrar palabras más gastadas que nación, nacionalismo, patriotismo? Con justa razón Benda pensaba en ellas como la perfecta organización de los odios. Y sin embargo debo decir que en el sentido enunciado por él mismo, Zalce es nacionalista. Si en otros el nacionalismo despierta delirios machistas la virilidad como rasgo distinto de lo nacional, en él sugiere la develación de singularidades poéticas. Lejos está de la retórica oficial que pretende edificar un orden simbólico favorable a la tiranía y la servidumbre; cerca se hospeda de Ramón López Velarde, de la Suave Patria, la que vive al día, de milagro, como la lotería. Seguramente, sin proponérselo muchas imágenes zalcianas evocan a esa Patria inaccesible al deshonor que se afirma en la autenticidad de las personas, de las cosas, pródiga de arcanos, alacena y pajarera. Zalce observa y recrea a la gente en el trabajo de las ladrilleras, en las pescaderías, en los mercados, donde lo humano se congrega sin asfixia para el espíritu, donde están la vida y el color y la fuerza. ¿Quién ha captado con tanta sensibilidad a las mujeres mestizas o indígenas, laboriosas, desoladas, conversadoras, maternales? ¿Es el pintor de la mujer? El pintoresquismo es superficial. Zalce lo vence con la hondura de sus visiones en las que asoman la alegría, la pena, la melancolía, los modestos empeños de la vida diaria.
Los ojos húmedos como el alba después de la lluviosa noche, aguardando los prodigios del día, la dicha de pintarlos. Una casa sólida, austera, que es habitación, estudio, rincón abierto a los amigos, los curiosos, los impertinentes, las vocaciones. Pienso en Montaigne: No tengo más guardia ni centinela que la que los astros hacen por mí. En esa Morelia, en cuyas extremidades se extienden hoy los tumores de la pobreza, Zalce trabaja, enseña, sueña con sus manos esculpidas ya por el oficio y por los años. A despecho de carencias y desalientos se hizo pintor. O tal vez por ellos, ya que el arte es una forma de la felicidad, de recuperar lo perdido, de remontarse a esa edad extraviada no tanto en el tiempo como en la imaginación, en sus más altos peldaños. El artista es un niño en el sentido más pleno de la palabra. Arte e infancia se entrelazan; es aquél un modo de reconciliarse con ésta y sus riquezas. ¿No fue Rilke, entre otros, quien nos mostró estas ligaduras? El verdadero artista, contrariando a la razón, permanece fiel a las fuerzas primigenias de la vida, aquéllas que atizan la energía infantil que no acumula sino derrocha. ¿No fueron Baudelaire y Nietzsche también conscientes de esta desgarradura? Zalce considera que la pintura es un oficio de viejos, que todos los niños pintan, pero llegando a la edad de la razón ven con menosprecio aquellos juegos. En él es verdad. Cuando lo conocí, hace diez años, pintaba mejor que nunca. Lo hacía en pleno dominio de sus recursos, con todo el placer del mundo. Tal placer no sólo colma la vida del artista, sino cumple su sueño de un reino utópico que está al alcance de su imaginación; reino de abundancia y placidez donde los cuerpos se entrelazan, se funden, reposan o danzan extraños al dolor y la fatiga. En litografías como En la hamaca (1943) o en pinturas como Retrato de mujer con niño (1960), Mujer y Niña (1971), Madre e hijo (1980), o en esculturas como Maternidad (1981), Zalce sueña despierto un eros destruido con saña por la vigilia civilizadora. La historia avanza depredando las raíces éticas y míticas de los pueblos. ¿No son las estampas y pinturas que adoptan como tema la vida de Yucatán, una alegoría de autenticidades a punto de ser devastadas? ¿No evoca en ellas una hermosa infancia perdida donde lo humano disfruta la proximidad de los dioses que se hacen presentes en la exuberancia de las cosas? Pellicer, creyente, diría: El trópico entrañable sostiene en carne viva la belleza de Dios.
Zalce se nutre de pequeñas descargas de amor, de las suyas que prodiga tímida y elegantemente, de las de otros, que sabe apreciar sin recelo, en la plenitud de su confianza gozosa. ¿No está allí el secreto de su alejamiento del mercado del arte, de su indiferencia a la aritmética del valor de cambio? Como los niños, de nuevo, es rico porque ha tocado las cosas y las ha convertido en imágenes. Y eso le basta. Ni es comerciante ni le importa la suerte que correrá su juego. Desde que vendió su primer cuadro supo que se exponía a la incomprensión más irrisoria: El color le viene perfecto a la alfombra. Sólo piensa en la única correspondencia que su obra le brinda: ser fuente de vigor para seguir viviendo. Lo he visto en las horas más sombrías, dolorido y sereno, como haciendo suyas las palabras de Juan de la Cruz: Y así aunque todo se acabe y se hunda y todas las cosas sucedan al revés y adversas, vano es el turbarse, pues, por eso antes se dañan más que se remedian. Y llevarlo todo con igualdad tranquila y pacífica, no sólo aprovecha al alma para muchos bienes sino para que en esas mismas adversidades se acierte mejor a juzgar de ellas y ponerles remedio conveniente. No es un místico: es un guerrero que admite la provisionalidad de sus batallas. Siempre recuerda las palabras de Roberto Montenegro: Basta abrir una historia del arte para reconocer tu lugar. A sus más de noventa años su cementerio crece, se expande por todos los costados del alma. Se han ido casi todos sus amigos, su hijo Xavier en plena juventud creativa. Pero en esa lucha de la vida y la muerte, triunfa la vida: el alborozo de los nietos que toman por asalto ese alcázar de humor, la activa espera de un reino posible, que acaso quedó atrás, ya que la felicidad sólo se dibuja en el recuerdo, se palpa cuando ya pasó como un instante perfecto, que alguien, en el sigilo de la noche, como la nodriza de Bergman en Gritos y susurros, leerá en un diario escondido. Y triunfa la vida en sabio acorde con la
obra, pues las esencias poéticas de ésta se trasladan a una
forma de vivir propicia a la intimidad creadora, en la que salen sobrando
reconocimientos, homenajes, condecoraciones; ruidos todos que impiden escuchar
los murmullos casi inaudibles del alma y de las cosas, que impiden también
construir sus sueños con paciencia y esmero, a sabiendas, como dice
Borges, de que nada se edifica sobre la piedra, todo sobre arena, pero
nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena...
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