Ecológica, 26 de Abril del 2001
Consecuencias de la explosión de una planta
mezcladora de plaguicidas
José Luis Blanco* y Ramón Rocha Manila**
*Profesor, Facultad de Sociología del SEA/UV
Correo electrónico: [email protected]
**Licenciado en Sociología y Médico, UV
Introducción
El 3 de mayo de 1991, el sureste de la ciudad de Córdoba, Veracruz,
se estremeció con la explosión de las instalaciones de la
empresa de plaguicidas Agricultura Nacional de Veracruz (Anaversa) que
derramó plaguicidas organofosforados y organoclorados a varias cuadras
a la redonda. Miles de vecinos empezaron a padecer los efectos de las sustancias
emitidas durante el accidente, así como de las dioxinas producidas
por la explosión.
Nadie en Córdoba estaba preparado para enfrentar el desastre
industrial de los plaguicidas y las dioxinas. Mujeres y niños fueron
los más vulnerables, además de bomberos, servidores de limpia
pública y policías que auxiliaron en el control de la catástrofe.
Bajo un clima de impunidad, la empresa nunca pagó por el daño
que hizo. Aunque fue obligada a cubrir una reducida multa de cerca de cien
mil pesos, recibió el monto de un seguro por 3 mil 500 millones
de viejos pesos. La planta cerró pero el inmueble todavía
está en pie y constituye un importante foco de riesgo para los vecinos.
La sociedad civil reclamó sus derechos, pero las autoridades
municipales, estatales y federales de los años noventa negaron los
daños, obstaculizaron los estudios, ocultaron la información
y hostilizaron a la Asociación de Afectados por Anaversa, auspiciada
por la entonces diputada estatal de Ecología (1988-91), Rosalinda
Huerta Rivadeneyra, a quien, por ser de un partido de oposición,
acusaron de amarillista, de falsear la realidad y, además, de no
contar con el diagnóstico clínico científico para
probar la correlación entre la explosión de Anaversa y las
enfermedades de los afectados. O sea, de no cumplir con las tareas que
eran y siguen siendo obligación oficial.
Las autoridades municipales de los trienios 1992-95 recibieron un fideicomiso
irrisorio para atender a los enfermos pero nunca lo ejercieron, ya que
consideraron que no había daños y que sólo eran infundios
de los perredistas de Córdoba y la Asociación de Afectados.
Este movimiento tuvo su mayor auge entre 1993-96, año en que murieron
parte de los afectados más participativos de la organización,
sin haber recibido un diagnóstico preciso de sus enfermedades y
menos un tratamiento adecuado. Para 1996, la situación se hizo más
patética para la Asociación y para los afectados a quienes
las autoridades de salud pública les negaron toda credibilidad,
más por motivos políticos que científicos.
La población de las colonias pobres de Córdoba es la
que ha tenido que afrontar el costo del desastre industrial de la planta
mezcladora de plaguicidas y de la impunidad. Ellos todavía viven
los efectos negativos de las sustancias dispersadas antes de la explosión
y durante ella.
Abundan los testimonios de afectados que revelan la necesidad de estudios,
leyes, reglamentos y de una nueva cultura que permita prevenir los desastres
industriales producto de un régimen social que fomenta la impunidad
del delito de daños a terceros.
El desastre industrial no es natural ni producto de la furia de los
dioses: es fruto de la falta de previsión ante amenazas concretas
y medibles.
Se sabía que Anaversa constituía un peligro porque trabajaba
con sustancias altamente tóxicas, y que, en caso de explosión,
éstas producirían dioxinas, cuyos efectos sobre el sistema
nervioso, respiratorio y endocrino pueden permanecer activos durante décadas
y afectan tanto al directamente expuesto como a su descendencia.
Consecuencias del accidente
De los efectos inmediatos, la prensa informa de 2 mil personas evacuadas,
más de mil personas con signos de intoxicación, 300 hospitalizados
en estado grave.
Conforme a la recomendación de la Comisión Nacional de
Derechos Humanos (CNDH), a la Secretaría de Salud le correspondía
realizar un censo integral de los afectados de manera aguda por la contaminación
y llevar a cabo los estudios epidemiológicos y de colinesterasa,
además de darle seguimiento a los pacientes. La Secretaría
de Desarrollo Urbano y Ecología debía informar sobre la pertinencia
o no de demoler el inmueble, así como de un informe conjunto de
ambas secretarías a la población y a la CNDH sobre las investigaciones
y acciones llevadas después del siniestro.
Parte de estos estudios fueron ocultados y, algunas pruebas de laboratorio,
destruidas.
La tragedia continuó meses después: se reportaron muertes
de niños que entraron en un estado de inmunodeficiencia y padecieron
una larga lista de enfermedades; mujeres que sufrieron abortos o tuvieron
niños con malformaciones, padecieron cáncer, depresión;
se presentó cirrosis en gente que no tomaba alcohol, etcétera.
A los cinco años del accidente había 87 personas fallecidas
como consecuencia atribuible a la contaminación de plaguicidas;
ahora, la cifra total se desconoce.
Diversos especialistas consideran el incendio de Anaversa como el peor
desastre ecológico en América Latina, especialmente por la
presencia en el accidente de plaguicidas organoclorados que provocan pocos
efectos en forma aguda, pero son más tóxicos si son absorbidos
de forma inhalatoria que por vía oral o cutánea.
La mayoría de los pacientes intoxicados estuvieron expuestos
por vía inhalatoria, lo que les afectó el sistema nervioso
central, el hígado y los riñones.
La prueba diagnóstica de la exposición a los plaguicidas
organofosforados son las cifras en suero de la colinesterasa, enzima que
es responsable del control de la acetilcolina. Cuando su concentración
en suero es menor al 30 por ciento del valor normal, indica intoxicación
por esos plaguicidas. Los reportes de la Facultad de Ciencias Químicas
de la Universidad Veracruzana en Orizaba sobre la determinación
de colinesterasa en 296 muestras enviadas a esta institución inmediatamente
después del accidente mostraron cifras inferiores a ese valor en
todas las muestras.
Los síntomas de intoxicación aguda propios del daño
por organofosforados fueron evidentes; de una encuesta hecha a mil 540
vecinos de Anaversa que vivieron los momentos del incendio, 485 presentaron
dolor de cabeza; 379, dolor faríngeo y de boca; 282, irritación
de piel y mucosas; 241 presentaron mareos; 229, naúseas; 134, vómitos;
132, dolor abdominal; 120, debilidad; 118, tos; 97, insomnio. Los insecticidas
organofosforados que, según la empresa se dispersaron durante el
accidente, fueron paratión, del cual se calcula que se quemaron
18 mil litros ese 3 de mayo, y malatión, del que se desconoce la
cantidad de litros quemados.
En relación con los plaguicidas organoclorados, su toxicidad
es crónica, sus efectos se muestran con el tiempo. Son ejemplo representativo
de éstos el lindano y el pentaclorofenol esparcidos en el incendio
de Anaversa. Este tipo de compuestos químicos se acumulan en el
tejido graso y en el manejo de los intoxicados está contraindicada
la ingesta de leche o productos grasos. Sin embargo, los servicios de salud
les proporcionaron leche; incluso el gobierno del Estado otorgó
mil litros para los damnificados.
El coctel logrado con la mezcla de estos productos químicos,
los cuales fueron esparcidos azarosamente por lluvia, depósitos
de agua en calles, absorción, drenaje, por arroyos y por polvo
ha logrado cambiar la epidemiología de esta zona de Córdoba.
Ahí hemos encontrado una incidencia considerable de inmunodeficiencias:
lupus eritematoso sistémico, diabetes mellitus, nefropatías,
hepatologías, patologías hematológicas, aplasias medulares,
leucemias, trastornos de las vías respiratorias bajas, neoplasias
varias; abortos, malformaciones congénicas y cromosopatías,
entre otras más, las cuales, por su aumento considerable en la zona
a partir de 1991, sugieren su relación con el incendio de Anaversa.
Son muchas las pruebas del daño a la salud de los afectados;
tantas, como las muestras de la apatía oficial.
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