Ecológica, 26 de Abril del 2001   

Industria y salud: la gravedad de los accidentes químicos en México

Lilia América Albert

Consultora en toxicología ambiental y prevención de riesgos

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La industrialización del país, que empezó hace unos cincuenta años, se hizo sin planeación y sin conocimiento de los riesgos que las actividades industriales podrían significar para la salud de las comunidades cercanas. Tampoco había entonces ­y en más de un sentido todavía no hay­ un marco científico-técnico y legal que permitiera prever los riesgos y reducir los daños que pudieran causar dichas actividades sobre la salud y el ambiente. Todo esto ha contribuido a que en México hayan ocurrido algunos de los casos más graves de América Latina en cuanto al daño a la salud por exposición a las sustancias químicas, incluyendo los resultantes de los accidentes químicos.

En general, los efectos nocivos para la salud por las deficiencias en la operación de las industrias son de dos tipos:

A) En el primero, la comunidad cercana está expuesta de manera continua a las emisiones dañinas no controladas de la industria que ocasionan efectos a largo plazo. Por lo común, este tipo de exposición crónica no causa en las personas daños inmediatos pero, a través del tiempo, provocan efectos graves y, con frecuencia, irreversibles como son los que afectan los sistemas neurológico, inmunitario o reproductivo.

Por la naturaleza insidiosa y ambigua de estos efectos, suele ocurrir que la comunidad cercana a la planta esté expuesta por varios años, resintiendo y "acostumbrándose" a molestias aparentemente leves ­dolores de cabeza, garganta o estómago, insomnio, cambios de carácter­ sin quejarse. Esto continúa hasta que algún acontecimiento inesperado saca el problema a la luz pública. Así ocurrió hace unos treinta años con la planta llamada Cromatos de México, que estaba ubicada en Tultitlán; algo similar pasó después en Ciudad Juárez, con las emisiones de la fundidora de Asarco, situada al otro lado de la frontera, y lo mismo sucedió hace poco en Torreón, con las emisiones de la metalúrgica Peñoles.

A pesar de que en estos casos existe una fuente confirmada de la sustancia o sustancias responsables del daño ­cromo en Tultitlán; plomo en Juárez; plomo, arsénico y cadmio en Torreón­ y de que en la literatura existen pruebas más que suficientes de sus efectos negativos, la respuesta oficial suele ser la misma: no hay pruebas de que la industria sea la emisora de la sustancia, de que ésta sea dañina o de que exista un daño en la comunidad. Cuando, de algún modo los afectados obtienen pruebas de la contaminación ambiental o del daño a la salud, la respuesta oficial cambia: los datos no son suficientes, no son adecuados o, de plano, no sirven, porque no se hicieron siguiendo una metodología específica que, de entrada, es conocida sólo por la autoridad.

B) Pero no es la exposición crónica la única que puede causar daños; con frecuencia, también surge la combinación de una exposición crónica con una aguda causada, por ejemplo, por una fuga o una explosión. En México hemos tenido varios de estos casos; probablemente el más conocido es la explosión de la formuladora de plaguicidas llamada Anaversa, en Córdoba, Veracruz, que en estos días cumple diez años. Desde luego, no es el único. Recientemente hubo un caso similar en la planta de Tekchem, situada en Salamanca, dedicada principalmente a la producción y formulación de plaguicidas organofosforados.

En casos como éstos, a la exposición crónica de las comunidades cercanas a la planta se superpone una de gran intensidad que preocupa temporalmente a las autoridades, pero no logra cambios duraderos en su actitud. Si en los casos de exposición crónica, las autoridades reaccionan de manera automática, negando el daño y retrasando la posible solución, (como si fueran tanto o más culpables que la industria causante del problema) en una exposición aguda ­un accidente químico­ superpuesta a la crónica, las autoridades toman un camino aun más cuestionable: tratan, casi literalmente, de "echarle tierra" al asunto ­como en San Juanico y Guadalajara­ pensando, quizá, que se trata de un accidente común, y que basta con quitar escombros, reparar calles, enterrar muertos y prometer a los sobrevivientes lo que sea necesario con el fin de que reduzcan sus protestas para que todo el asunto quede archivado y la sociedad se tranquilice.

Sin embargo, es probable que éste sea el peor error de las autoridades en estos casos pues; aunque puedan pasar años para que se manifiesten los efectos nocivos del accidente, el daño al ambiente circunvecino y la salud de los expuestos puede ser muy grave y, a veces, irreversible.

A causa de este error de manejo, algo que pudo evitarse ante las primeras quejas de la comunidad, se transforma en un proceso lento, difícil y muy doloroso para los afectados. Los resultados de estos casos prueban que las autoridades de ambiente y salud de México no están preparadas para asegurar que las actividades de la industria sean limpias y seguras, ni para lograr que estas industrias desarrollen un compromiso real con el cuidado de la salud y el ambiente. Las autoridades de protección civil del país tampoco están preparadas para enfrentar los accidentes químicos que ocurren aquí con mucha más frecuencia que en otros países similares y, a juzgar por los resultados, todavía no hay quien pueda, o quiera, hacer un seguimiento epidemiológico adecuado de sus secuelas.

México sobresale en este aspecto entre todos los de una economía similar; por ejemplo, en 1993, nueve de los 55 accidentes químicos más graves que habían sucedido en el mundo ­incluyendo los muy sonados de Seveso, Bhopal y Chernobyl­ habían ocurrido en México. En ese año, la frecuencia de estos accidentes en el país era de uno cada 18 meses. Basta con leer cualquier periódico nacional para convencerse de que, en los años posteriores, esta frecuencia ha aumentado, a pesar de que, por lo común, en la prensa sólo aparecen los accidentes muy graves.

Aunque los resultados de la exposición de las comunidades a las emisiones tóxicas de la industria y a las consecuencias de los accidentes químicos son gran sufrimiento humano, enormes pérdidas económicas, problemas de contaminación ambiental de largo alcance e inquietud social creciente, poco se ha hecho en el país para prevenirlos, reducir su frecuencia y magnitud, estar preparado para controlarlos y, sobre todo, responder a las comunidades de una manera congruente con lo que nuestra Constitución estipula sobre la protección de la salud y el derecho a un ambiente sano.

La capacidad de las autoridades para controlar las emisiones de las industrias económicamente poderosas, como Peñoles, o para enfrentar un accidente químico de intensidad mediana es muy escasa y no guarda ninguna relación con las necesidades del país o el nivel de desarrollo de su industria.

Por otra parte, la capacidad científico-técnica oficial para asignar oportunamente las responsabilidades, detectar o comprobar el daño y apoyar eficazmente a las comunidades afectadas no ha sido suficiente, ni siquiera cuando la fuente de la sustancia nociva y los daños que ocasiona se conocen con certeza, como se ha comprobado en Torreón hasta la saciedad.

En los casos como Anaversa, el país ni siquiera cuenta con la tecnología para analizar el principal contaminante generado durante la explosión ­las dioxinas­, ni existe la tecnología confiable capaz de establecer la identidad de todas las sustancias que entraron al ambiente antes del accidente y las que se formaron durante él. Por lo tanto, el seguimiento epidemiológico de la población afectada se hace muy difícil y costoso.

Peor aun: hasta el momento, las experiencias disponibles permiten afirmar que la capacidad oficial para proteger la salud y el ambiente de las comunidades afectadas por la emisión continua de contaminantes tóxicos o por la exposición a contaminantes por esta emisión continua superpuesta con una súbita, es excesivamente baja y no es exagerado afirmar que es casi nula.

Estos casos demuestran que sólo a través de la organización comunitaria y de su presión activa y continua, las autoridades podrán algún día dejar su actitud pasiva y empezar a corregir los excesos de las industrias. Mientras las comunidades no se organicen, las autoridades no se moverán. Ni siquiera cuando las quejas llegan hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos ha habido cambios importantes en esta actitud. Como ejemplo está el caso de los afectados por la explosión de Anaversa: a pesar de que obtuvieron una recomendación favorable de la cndh, hasta este momento, diez años después del accidente, no han logrado que la recomendación se cumpla totalmente.

Estos casos permiten verificar la desorganización y desinformación total de las comunidades ­usualmente marginales social, política, económica y culturalmente­ en las que se ha asentado la industria en el país, y la ineficacia ­¿inexistencia?­ de planes oficiales para controlar eficazmente los riesgos que las industrias presentan para la salud de las comunidades vecinas.

Sin embargo, ante el cambio de administración cabe ser ligeramente optimista. Es posible que las nuevas autoridades comprendan la gravedad del problema y las muchas deficiencias que el país enfrenta para reducirlo; también, que dejen de actuar como si estuvieran protegiendo a una industria renuente a invertir en mejorar sus procesos y empiecen a comprender que también tienen una responsabilidad hacia la sociedad que votó por los cambios prometidos.


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