martes Ť 24 Ť abril Ť 2001
José Blanco
La reforma y el futuro en riesgo
Una parte de la clase política se halla muy divertida y complacida ante la posibilidad de la derrota de la reforma hacendaria. Sobresalen los perredistas, una parte de los priístas y aun una parte de los panistas. La exultación que demuestran ante la eventualidad de infligir una derrota al gobierno foxista, indica a las claras su débil compromiso con la nación. Cómodamente protegidos por su "defensa" de los pobres, no miran el interés del conjunto de la sociedad y el futuro inmediato y su dinámica económica probable. Miran su interés político y nada más.
El gobierno mexicano recauda como ingreso fiscal poco más de 11 por ciento del producto interno, lo cual es una vergüenza de carga fiscal en el mundo y, peor aún, es un obvio bloqueo suicida del futuro de la nación. Ese es el terrible dato duro que debe ser vencido y trascendido por el Congreso. Pero por ahora una parte significativa de éste, lejos de concentrar su atención en ese dato inadmisible, ha hecho de la propuesta de reforma una batalla de posiciones políticas contra el Ejecutivo, buscando lanzar oportunos anzuelos a las aguas explicablemente desconfiadas y timoratas de muchos contribuyentes y de intereses parciales inmediatos, como los de quienes se pronuncian en contra de hacer del trabajo intelectual y creativo un renglón más susceptible de gravámenes.
Las condiciones de aprobación de una reforma fiscal en todo tiempo y lugar son las mismas: la oposición de la mayoría, aun en los casos de una carga fiscal ridícula como la existente en México. Es por tanto un pésimo chistorete proponer preguntarle a los contribuyentes si están de acuerdo en pagar más. Quienes gobiernan tienen la obligación de analizar las mejores vías al futuro y tomar las decisiones, eficazmente. Y en México gobiernan el PAN, el PRI y el PRD. El gobierno no es sólo el Ejecutivo.
La reforma propuesta implica un traslado adicional de recursos desde la sociedad al gobierno, equivalente a alrededor de dos puntos porcentuales del producto interno. Hoy México tiene la más baja carga fiscal de América Latina; si fuera aprobada la reforma, la carga fiscal llegaría apenas a 13 por ciento del producto. Sin considerar las contribuciones a la seguridad social, la carga fiscal es de 17.3 por ciento en Tailandia, de 17.1 en Bolivia, de 19.1 en Malasia, de 29.0 en Austria, de 30.8 en Bélgica o de 32.4 por ciento en Canadá. La posibilidad de que México avance hacia una sociedad con un mayor grado de desarrollo y bienestar para el conjunto de la población, especialmente para los grupos de población de menores ingresos, depende de que los partidos políticos sean capaces de llegar a un acuerdo sobre una política de Estado para diseñar un proceso de sucesivas reformas hacendarias que en el término de unos seis a ocho años lleve la carga fiscal a un 20 por ciento. Este acuerdo, desde luego, tendría que acompañarse de otro sobre las líneas fundamentales de gasto que impulsen la educación y el empleo, con metas definidas, a efecto de, por esa vía, modificar de fondo las condiciones que generan la desigualdad social extrema de este país.
En un escenario como ése, que muestra su necesidad a gritos, una gran cantidad de las posiciones y argumentos de los opositores a la reforma aparece como lamentable y adocenada cicatería tercermundista.
Haga el Congreso todos los cambios que quiera, pero alcance esta vez al menos esos 2 puntos porcentuales del producto como recaudación adicional. Los cambios que el Congreso quiera, sin embargo, tienen que estar sustentados en estudios y argumentos que muestren la real viabilidad de que los efectos buscados en la dinámica económica y social de conjunto efectivamente tendrán lugar. El efecto real de los impuestos está lejos de reducirse al impacto inmediato de los mismos sobre los contribuyentes. Ese efecto, por supuesto, no es cosa de ser colegido por el sentido común. Véase, por ejemplo, la amplia obra económica y fiscal del socialdemócrata y economista keynesiano Nicholas Kaldor, de amplísimo reconocimiento internacional, quien desde mediados de los años cincuenta mostró que una mezcla tributaria cargada hacia los impuestos indirectos, tenía muchas más ventajas en términos de volumen de recaudación, costo de la misma, y efectos macroeconómicos y sociales, que la favorecida por la opinión contraria, más "popular" y que parece de sentido común, cargada hacia los impuestos directos. O véase el estudio de Perraudin y Pujol sobre la economía francesa: una reforma que se propusiera no modificar la recaudación, pero reformara la mezcla tributaria disminuyendo el IVA a favor de los impuestos directos, tendría como consecuencia una pérdida del bienestar social equivalente a uno por ciento del producto interno de Francia.
Informarse con amplitud y profundidad y desconfiar del "sentido común" como del diablo, es la primera obligación del Congreso.