Pequeñas historias de adicción A Grover Arango, a quien sólo le gustan mis comentarios jocosos Una simple pregunta.
Hay tres puntos, al menos, que usted debe conocer antes de arrancar esta
historia: a) En medio del lago P. flota una lancha elemental. Los remos
están recogidos. A bordo se ve la solitaria figura de Z., con su
pelo castaño oscuro y su bigote nietzscheano. Quizás algún
pescador lo reconozca (aunque no lo salude); lleva más de un año
viviendo a orillas del lago, en el pueblo de M., donde todos saben que
fuma mariguana el día entero y engaña a su compañera
con las propias amigas de ella. Ha estado allí, inmóvil,
durante más de doce horas. Parece haber llorado y luego reído
largamente. Cavila sobre la vida y la muerte gracias a una buena dosis
de mezcalina que consiguió quién sabe dónde. (Este
fue un sueño que llevó a Z. hasta la ruinosa ciudad minera
R. de C.) // b) Dentro de un pequeño cuarto de hospital privado
una mujer agoniza. La enfermedad la ha envejecido por lo menos diez años
en un mes, comiéndole los pómulos y arrugándole la
boca. Respira y habla con dificultad. Los ojos, opacos, muestran un cansancio
doloroso. Junto a la cama, Z., vestido de saco y corbata, los ojos inyectados
en rojo por la cantidad de mariguana que ha fumado, se mesa el pelo y lame
nerviosamente el abundante bigote que le cubre por completo la boca. No
hay nadie más. De pronto, él parece decidirse, se inclina
sobre el oído de la enferma y le dice: Madre, ahora ya puedes decírmelo
sin pena. No me dejes con esta duda que me ha comido siempre. ¿Verdad
que no soy hijo de mi padre? Ella, que en tiempos mejores llevara con
orgullo y hasta arrogancia su papel de mujer de buena familia golpeada
por la desgracia, abre demasiado los ojos al voltear a ver al hijo menor,
su consentido, y luego se desmaya. Muere al día siguiente sin decir
una palabra. // c) Junto a un balcón cerrado a piedra y lodo dentro
de una habitación cuyo piso y muebles de madera guardan un polvo
centenario donde debe haber mezcladas tantas briznas de plata que, si alguien
se tomara el trabajo de cernirlo, formarían un lingote de ley,
tirado a mitad de la cama, Z. se revuelca y se ovilla. Son las cuatro de
la mañana, la hora más fría en el pueblo fantasma
de R. de C. Durante más de ocho horas Z. ha luchado por revivir
sus genitales, los cuales ha visto amoratarse y marchitar. // Quiso tener
una erección, quiso masturbarse y lograr un orgasmo bajo los efectos
del peyote que le vendieron unos hombres del pueblo, que ahora se volvieron
sospechosos. Los había oído reirse y cuchichear toda la noche
al pie de las escaleras, confabulados seguramente con el dueño de
la posada en ruinas donde se alojó. ¿Qué le dieron
que el viaje no resultaba pacificador ni tranquilizante como lo
esperaba, como le habían dicho que era el efecto del peyote? ¿Por
qué todo se había virado al negativo; por qué sentía
esa ansiedad y veía sus genitales secos, la carne amoratada y no
sentía nada de la cintura para abajo? (¿Por qué había
pensado que el peyote le curaría la angustia, la impotencia, la
culpa?) Después sintió un frío de muerte; se tapó
los genitales con toda la ropa que llevaba, y no fue suficiente; los envolvió
entonces con papel periódico, les dio masajes, se ovilló
tratando de conservar el poco calor que él mismo producía.
// Además, aquellos cabrones estaban en contubernio indudable, ahora
lo veía claramente, con las autoridades de R. ¿Quiénes
eran aquellos chicanos, dizque jipiosos, que lo espiaban a la hora de la
cena de quesadillas y carne seca en el hotel? Ya tenía cuatro días
en R. de C., y no había podido reconocer el peyote en ese extraño
desierto que rodeaba el pueblo; tuvo que contactar a esos tipos para que
le vendieran uno, no, mejor dos viajes. Claro, los chicanos eran
de la dea, sin duda. Acababan de matar a uno de ellos en Guadalajara y
andaban buscando narcotraficantes (o, peor aún, chivos expiatorios)
por todo el país. (Y él era, en esos momentos, el mejor chivo
expiatorio del mundo. Esto no lo pensó pero lo sabía
y actuó en consecuencia. ¿No había ido a expiar
esa culpa silenciosa que lo apabullaba pero que no se atrevería
a enfrentar? Su versión decía: Mi madre se llevó
el secreto a su tumba. No se atrevió a decirme la verdad. La duda
me está matando. Pero no era la duda de ser hijo de un padre
inexistente, sino la sospecha de haber matado a su madre, lo que
lo estaba matando a él.) // Dos días después llamó
a M., su ex compañera. Le dijo que estaba a punto de ser enviado
a la cárcel por unos agentes de la Judicial Federal. Que llevara
dinero para dar la clásica mordida. M. no quería ir,
porque sabía que volvería a quedar atrapada en una relación
que se había vuelto extraña, retorcida, venenosa; pero no
tuvo corazón para abandonarlo. Llegó a R. y se encontró
con que nadie seguía a Z., quien le explicó de modo muy inteligente
una serie de circunstancias que culminaban en una aberración: la
dea lo perseguía para acusarlo de narcotraficante mayor. El dinero
era para dar una vuelta absurda hasta llegar por otra vía a la capital,
una semana después. Luego, Z. habló con su padre y hermanos,
a los que en el fondo odiaba, y los convenció de que lo perseguían.
Así que la familia, que siempre había fingido una unión
inexistente, se confabuló para salvar al hermano menor, quien toda
su vida los había evitado sistemática y rencorosamente. Lo
desaparecieron durante meses, enviándolo de una ciudad a otra, de
una casa a otra. // Dos años después, M. volvió a
verlo. Estaba en casa de su padre. Su cuarto era monacal, ascético.
Había una puerta que daba al patio trasero, donde se paseaba todos
los días para tomar el sol, como un reo condenado a muerte.
CarlosGarcía-Tort
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GÉNOVA, PELLICER, ASTURIAS, ALBERTI, FELLINI Y ANGELO ARPA Hace unos días, sacando fotos de una vieja maleta, me encontré una que me recordó el Congreso de Escritores Latinoamericanos presidido por Carlos Pellicer, patrocinado por el Columbianum y organizado por Miguel Ángel Asturias. Teniendo a las espaldas el pálido crepúsculo de la bahía genovesa, contemplado hasta su último día por Ezra Pound desde la terraza de su exilio en Rapallo, nos alineamos los miembros de la delegación mexicana: Pellicer, Rulfo, Luis Villoro, este sobrealimentado bazarista y el señor Orfila, habilidoso presidente del Fondo de Cultura Económica. Nos acompañan Rafael Alberti y el embajador Rafael Fuentes, diplomático de excepción. Todos estamos muy abrigados y muy serios. Era el año de 1964 y la invasión yanqui a la República Dominicana nos había puesto de un humor fatal. Tanto así que Pellicer, en su discurso de apertura del Congreso, soltó un cabrones que resonó en todos los ámbitos del viejo palacio. El hecho fue inusitado pues el poeta, a pesar de sus raíces tabasqueñas, siempre cuidó su lenguaje. El Columbianum era una institución medio fantasma (coyuntural dirían los analistas serios) que intentaba darle una política enfocada hacia la cultura latinoamericana al gobierno democristiano de Italia. Lo encabezaban el padre Angelo Arpa y un activo grillo meridional, don Amos Segala. Arpa tenía un físico inquietante capaz de comprobar algunos aspectos de la leyenda negra creada en contra de su orden. Sin embargo, era un hombre bueno y su principal logro fue la defensa de un Fellini asediado por los cardenales, monseñores y monsiñorinos de la curia romana. No fue fácil para el astuto jesuita calmar la furia concitada por Ocho y medio y sus imágenes de cardenales en el spa (salute per aquam), mujeres con el hábito salesiano, cuadros relamidos de Santo Domingo Sabio y educandos con capa invernal desahogando curiosidades sexuales con la monumental, cantadora y tristísima saraggina. Don Angelo calmó la furia de la curia y Fellini se salvó de una condena que ya no necesitaba pues su éxito se había consolidado. Lo que sí necesitaba el gran director era el apoyo económico del Vaticano y sus bancos y empresas. Esto se lo conseguía (no a manos llenas, pues el tema del cine siempre fue molesto para los censores obsesivos) el padre Arpa. Años más tarde, Fellini dejó de necesitar subsidios papales y se soltó el pelo en las preciosas películas Casanova, Roma y, sobre todo, Amarcord, en la cual retoma algunos de los temas de Ocho y medio. Dice Guillermo García Oropeza y tiene razón que la frase pronunciada por el cardenal vaporoso (estaba en el baño turco del spa): Fuori di Chiesa non ce salvezza, fue lo que calmó las animadversiones del Santo Oficio y permitió a Fellini seguir adelante con sus dudas, pecados, arrepentimientos y sueños eróticos. Tal vez el agudo hijo de San Ignacio se escudó en la genial frase de Chesterton: La Iglesia no es un paraíso de justos sino un hospital de pecadores. No hubo condena y hubo apoyo financiero, pero en México la película fue calificada con un rotundo C2 (sólo para adultos con graves reservas) que le aseguró un clamoroso éxito de público, casi igual al de La dolce vita, en el Auditorio Nacional. El nombre de don Amos Segala sigue vivo en la prensa latinoamericana, pues tengo entendido que este doctor universal todavía se interesa en la salvación de los hijos del subcontinente. El buen hombre ha sido siempre un luchador (recuerdo a otro italiano preocupado por Latinoamérica, Roberto Sabio, director de una agencia de noticias ligada a la democracia cristiana), ya que, desde hace muchos años, la Internacional Democristiana encargó a la Alemania de Adenauer la atención de los asuntos relacionados con América Latina. Así lo hizo cuando se percató de la apatía y la ineficiencia del gobierno italiano a quien le comían el mandado los comunistas del Instituto Gramsci y los socialdemócratas de la fundación que en México dirigía el infatigable grillo Dieter Koniecki. Miguel Ángel Asturias había dejado de beber y se había casado con una señora argentina de armas tomar: doña Blanca. Ambos encontraron en el Columbianum un puerto de refugio y pagaron con creces la gauchada, pues organizaron un congreso muy exitoso en el cual convivieron Pellicer, Alberti, curas, monjas, masones, comunistas, negros, blancos y jaspeados. Unos años más tarde, Miguel Ángel recibió el Premio sueco e invitó a Estocolmo a Segala y a don Angelo. Recuerdo el vuelo draculesco de la capa negra del audaz clérigo y su bonete ignaciano recorriendo los pasillos de un hotel con aspecto de película de Bergman (nada más le faltaba el bululú de enanitos velazquianos). Carlos Pellicer fue la figura central del congreso
(Alberti compartió con él los aplausos tumultuosos) y su
poesía se escuchó por todos los rumbos de la ciudad colombina.
El trópico, San Francisco, las puertas cerradas para el amor, Bolívar,
Juárez, las flores, el Valle de México, el agrio paisaje
de Palestina, los grupos de palomas, los Andes... conmovieron a los escuchas
de un poeta esencialmente americano como lo fueron Whitman, Darío
y Neruda. El segundo día, Alberti nos presentó a un hombre
alto, serio y de mirada amable y directa. Me recordó un poco al
Amado Nervo de la fotografía en la cual apoya el rostro en sus dedos
de poeta místico. Se trataba del brasileño Murilo Mendes.
Esa noche, en el vestíbulo del hotel, escuchamos su poesía
personalísima y llena de inquietudes espirituales. Nos hizo muchas
preguntas sobre Nervo, Ramón López Velarde, Concha Urquiza
y Francisco Luis Bernárdez. Poco antes de despedirnos nos dijo unas
palabras de López Velarde: Soy el mendigo cósmico y mi inopia
es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros... Manoel Bandeira,
traductor al portugués de nuestro padre soltero, se las había
dado a conocer y Murilo las aprendió de corazón.
Hugo
Gutiérrez Vega
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