Derechos ¿al revés?
Francisco López Bárcenas
Santiago de Cuba. Foto: Tania Jovanovic
Después del dos de julio México es un desorden donde todo se confunde. A un simple cambio de personas en el gobierno se le llama transición a la democracia y a los que seguimos en la postura de exigir soluciones de fondo a los problemas se nos llama intransigentes. Parece que el árbol impide ver el bosque. Afortunadamente de lejos las cosas se ven mejor. El periodista Alan Riding manifiesta su sorpresa porque ante el triunfo de Fox más allá del Ángel de la Independencia todo fuera silencio, no se vieron las masas volcadas en las plazas y calles del país festejandoel triunfo. Si se hubiera dado una vuelta por las comunidades indígenas de México su asombro habría sido mayor; salvo excepciones, muchas de ellas ni siquiera se enteraron de lo que estaba pasando --no por falta de cultura política sino porque esa no es la suya. Ellas viven la vida política a su manera y no se sintieron representadas en ningún candidato a la Presidencia. El doctor Marcos Roitman, profesor titular de Estructura Social de América Latina, de la Universidad Complutense, ha expresado el fenómeno de mejor manera. Sin nombrar a México pero en clara referencia a nuestro país, afirma que sólo se puede hablar de transición cuando estamos en presencia de fenómenos tales como un cambio de régimen político, cuando se afecta el proceso de secularización y socialización, o cuando se cambia de modo de producción; pero no es pertinente el uso de estas palabras cuando sólo se trata de un cambio de partido en el gobierno, ni siquiera si ese cambio puede alterar en parte el mecanismo de coptación de la élite política. Entonces ¿de qué transición nos hablan? ¿Desde cuál situación y hacia qué rumbo, con quiénes y para qué?
El asunto es de importancia mayúscula para el futuro de México y de sus pueblos indígenas, pues de ahí depende la actitud política que se asuma. Por ejemplo, quienes afirman que ya estamos en proceso de transición también sostienen que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y los demás grupos guerrilleros de México deben dejar las armas y convertirse en fuerza política legal para disputar el poder en ese terreno. Olvidan decir que las causas por las que se levantaron en armas subsisten y que el arribo de un representante de la derecha a la presidencia de la República no augura soluciones a sus demandas, sino empeoramiento de la situación. Para muestra un botón. Los Acuerdos sobre Derechos y Cultura Indígena, mejor conocidos como Acuerdos de San Andrés, firmados por el gobierno federal y el EZLN, ¿se cumplirán cabalmente sólo porque llegó el PAN a la presidencia? Los acontecimientos y las señales enviadas por el presidente electo y su equipo no aseguran nada. No se descarta la posibilidad de que Vicente Fox envié la propuesta de la Cocopa al Congreso de la Unión para que éste la estudie y dictamine, pero de ahí a que asuma el compromiso de trabajar para que se apruebe y el PAN y el PVEM (partidos que apoyaron su candidatura) retiren sus iniciativas, hay un gran trecho que puede no recorrer, y siempre tendrá el argumento de que él no controla al PAN, o invocará la división de poderes, o se quejará de la presencia de los "dinos priístas" en la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara. Esto se agrava cuando el gobierno federal parece estarle allanando el camino, tratando de revivir los cadáveres legislativos en los estados, surgidos a iniciativa de Gobernación desde hace dos años, creando leyes que simulan reconocer derechos cuando en realidad lo que hacen es poner obstáculos para una reforma de fondo al orden jurídico, que refleje la pluriculturalidad del país.
Desde otro ángulo el discurso de la
transición sirve para que viejos líderes indígenas
se suban al carro de la próxima administración sin cargos
de conciencia que les quiten el sueño. La demanda de autonomía
regional puede esperar para otra coyuntura, mientras ellos se coloquen
dentro del nuevo gobierno, al lado de quienes piensan resolver el asunto
del reconocimiento de los derechos indígenas y establecer una nueva
relación entre éstos y el gobierno, repartiendo papillas
a los indígenas desnutridos. Y no se trata de acusar de desleal
o traidor a nadie, como alguno de los implicados ha sugerido, sino de algo
mas sencillo: ser honesto y congruente y en consecuencia asumir que entre
aquellos radicales impulsores de la autonomía y quienes ahora se
conforman con la creación de un Consejo Nacional para el Desarrollo
de los Pueblos Indígenas no sólo existe una diferencia sino
un gran abismo.
Pero no sólo eso. Esta postura, aunada
con su idea de reforma institucional sin reforma constitucional representan
algo opuesto a la libre determinación de los pueblos. Porque ¿quién
va a representar realmente a los pueblos indígenas en el dichoso
Consejo? ¿son representables los pueblos indígenas de esa
manera?, ¿cómo y para qué? ¿No nos habían
dicho que la democracia indígena se caracteriza más por ser
participativa que representativa?
Mucho se ha dicho que a través de
ese organismo se coordinarían las acciones del gobierno federal,
pero no se sabe cómo lo harán pues esas son actividades que
por ley actualmente debería realizar el Instituto Nacional Indigenista.
Las otras instituciones que se proponen crear, como el Instituto de Lenguas
Indígenas o la Subsecretaría de Desarrollo Sustentable no
podrán ir mas allá de lo que actualmente disponen la Ley
General de Educación o la Ley General de Equilibrio Ecológico
y Protección al Ambiente, porque para darles mayores facultades
a las instituciones directamente responsables de aplicarlas, tendrían
que reformarse las leyes y éstas no pueden ir más allá
de lo que dispone la Constitución federal. A partir de esa reforma
institucional no se asegura ni siquiera una educación intercultural,
menos la protección de los recursos naturales ubicados en territorios
indígenas, los bosques, las aguas, las minas, los conocimientos
etnobotánicos y hasta el saber tradicional seguirán quedando
en manos de los dueños del dinero. La mayor prueba sobre estas posiciones
es que desde hace años la Casa de los Escritores en Lenguas Indígenas
ha propuesto una ley para el reconocimiento de las lenguas indígenas
y a la fecha nadie le ha hecho caso porque para hacerlo habría que
reconocer legalmente que el castellano no es la lengua nacional y para
ello hay que reformar la Ley General de Educación.
De ahí que no sea intransigencia,
necedad u otra cosa parecida que cuando muchos creen que ya vamos rumbo
a la democracia o ya llegamos a ella, los pueblos, comunidades y organizaciones
indígenas sigan manteniendo en alto su demanda de reconocimiento
constitucional como sujetos de derecho y sus derechos colectivos. Para
ellos la realidad sigue siendo la misma, si acaso ha cambiado el escenario,
pero los problemas siguen igual o empeorados. Como en 1995, como siempre,
saben que el diálogo es la única manera de resolver los problemas.
Pero tiene que ser un diálogo donde ambas partes se acepten con
sus particularidades y ninguna renuncie de antemano a sus postulados. Además
debe basarse en la voluntad de llegar a acuerdos que ambas partes respeten
verdaderamente. De ahí que muchos pensemos que para resolver las
tensiones entre el gobierno y los pueblos indígenas necesariamente
se pasa por el reconocimiento de éstos y sus derechos en la Constitución
federal, respetando los Acuerdos de San Andrés Sacamch'en, de acuerdo
a la propuesta de la Cocopa. Se trata de atender los resultados de un largo
y profundo diálogo nacional sobre el tema, además de que
la autoridad debe aprender a respetar su palabra.
Para poder hablar de una verdadera transición
a la democracia habrá que dar una solución de fondo a las
demandas indígenas. Lo demás es palabrería en la cual
los pueblos indígenas y sus comunidades ya no creen, por más
que muchos piensen lo contrario.