La Jornada Semanal, 6 de agosto del 2000
Ian Hacking,
Representar e
intervenir,
Paidós-UNAM,
México, 1997.
Tardía pero
afortunadamente aparece en español este libro crucial. El adjetivo es
justo no sólo por la importancia de la obra sino por su situación en
un cruce de caminos. Además de ser un hito en la trayectoria de ese
singular filósofo e historiador que es Ian Hacking, Representar e
intervenir es un punto de referencia aún más trascendente; es un
nodo histórico, un sitio que debemos visitar si queremos entender los
estudios de la ciencia y sus peculiaresÊtrayectorias y formas en los
últimos tres lustros. Viéndolo a distancia, Representar e
intervenir puede muy bien concebirse como una especie de gozne, un
artefacto artesanalmente bien construido para articular el pasado de
la filosofía de la ciencia con sus obsesiones circulares en el ámbito
de la representación, con el presente y su tendencia a revalorar la
intervención, y abrirnos rutas diversas e insospechadas por la vía de
los estudios históricos y contemporáneos de casos concretos. La
estructura misma del libro de Hacking así lo declara: una parte ``A''
que nos hace la topología del ámbito de la representación científica y
los laberintos de azoros que provoca, y una parte ``B'' que describe
la propuesta de ver la salida por la ruta de la intervención,
concebida como la tradición atrincherada en nuestras ciencias de
dialogar con los fenómenos con las manos en la masa; manipulando,
experimentado, picando aquí y allá de modos organizados pero
impredecibles.Para salir de los círculos viciosos que las imágenes
ficticias de las ciencias con las que los filósofos, influidos por la
lógica o por el racionalismo, habían luchado por varias generaciones,
lo que Hacking propone es cambiar de tema. En esto sigue el ejemplo de
lo que hizo a partir de los años sesenta en su obra el célebre
historiador y filósofo Thomas Kuhn, quien muy pronto convenció al
joven Hacking de que se trata de lidiar no con depuraciones analíticas
de las teorías (representaciones) científicas, sino con la ciencia en
acción, en sus múltiples estrategias y formas históricamente dadas. Se
debe transitar, en palabras de Hacking, de la representación a la
intervención, y a la diversidad concreta de prácticas productoras de
conocimiento. A Hacking y a su generación de estudiosos de la ciencia
(en la que destaca) les tocó así en suerte explorar y conformar un
nuevo territorio: el que quedó señalado con la aparición de los
trabajos de Kuhn. A diferencia de otros, que no se dieron cuenta de
que ya nunca más se podría hablar desde la filosofía en los mismos
términos que antes, y que tardaron en reconocer el espacio y las
posibilidades surgidos de ese cisma. A diferencia de aquellos, digo,
Ian Hacking se puso manos a la obra casi inmediatamente. Nos ha mal
acostumbrado a producir cada dos o tres años un libro importante y aun
conmovedor. Algunos de ellos son Por qué el lenguaje importa a la
filosofía, El surgimiento de la probabilidad y La domesticación
del azar. Y recientemente ha incursionado en la historia y la
filosofía de la psicología con su deslumbrante libro Reescribiendo
el alma. Ian Hacking gusta de emprender estudios históricos
sumamente reveladores de aspectos claves del desarrollo de las
ciencias; ha elegido conceptos complejos como la probabilidad, el
determinismo, la memoria, la personalidad, de cuyas historias logra,
con una inteligencia filosófica e historiográfica realmente
envidiable, extraer moralejas filosóficas generales muy provocativas y
valiosas. Son muchas las dimensiones agregadas por sus estudios a
nuestra comprensión del conocimiento científico. Representar e
intervenir es uno de los mejores ejemplos de que un terreno pisado
por este autor jamás queda inalterado. En este relativamente pequeño
estudio, Hacking toma sin pudor las ganancias de varias generaciones
de labores filosóficas e históricas, y señala con lucidez y concisión
los círculos viciosos argumentativos en los que se ha caído, sobre
todo en las largas polémicas sobre el realismo, el positivismo, el
idealismo y el constructivismo social. Una vez esclarecido el terreno,
Hacking, como dije antes, señala una (o varias, según se vea) puerta
de salida, o por lo menos una prometedora avenida de investigación
inexplorada sobre la intervención experimental y su papel histórico y
metodológico específico en la consolidación de nuestras ciencias. Dar
la voz a los acontecimientos históricos y no a las fantasías
filosóficas es su estrategia. Así, cuando discute los problemas del
significado de los términos científicos exige que ``no hablemos de
nombramientos abstractos sino acerca de sucesos en los que hayan sido
bautizados los gliptodones, el calórico, los electrones o los
mesones... la verdad acerca de estos sucesos va más allá de cualquier
ficción filosófica''. En Representar e intervenir, como en
otros lados, Hacking predica con el ejemplo al hacer filosofía
informada con el detalle histórico necesario para desentrañar las
condiciones en que se propusieron y defendieron conceptos novedosos en
distintos tipos de ciencias, y hacer ver que difícilmente una noción
simple de, por ejemplo, ``significado'' -como las que agradan a los
filósofos y lógicos-, puede capturar la variedad que se encuentra. Su
apelación constante es a mirar con cuidado la actividad de los
científicos, y atender no sólo a las construcciones teóricas (las
representaciones) como el fin de la actividad, sino también a la
dinámica de las diversas prácticas. A partir de las propuestas
esbozadas en Representar e intervenir, Hacking ha mostrado en
diversos sitios cómo la instauración y el desarrollo histórico de las
prácticas clasificatorias iluminan desde una óptica amplia las teorías
científicas de cada época, o cómo las tradiciones experimentales han
generado sus propias maneras de estabilizar y consolidar su
conocimiento, que no pasa privilegiadamente por lo teórico. Y luego
cómo han sido las cambiantes relaciones entre signo y significado en
la historia de la filosofía y de la ciencia. Y ha señalado el papel
definitorio del surgimiento y perfeccionamiento de los distintos
estilos de razonamiento (como el probabilístico) en la conformación de
nuestros espacios de producción y mejoría del conocimiento, siempre
siguiendo los hechos históricos a corta distancia. Mucho de esto suena
hoy entre las aulas y los cubículos universitarios a lugar común, y a
veces se olvida que quien empezó a mostrar estas cosas con claridad
fue Ian Hacking, siguiendo la pista de sus heterogéneos pero
indispensables maestros: Kuhn, Foucault, Pierce y Crombie. En 1983,
cuando apareció la primera edición en inglés de Representar e
intervenir, se encontraba en sus páginas la siguiente propuesta,
que hoy vale la pena recordar:
Hoy podemos
releer este párrafo como una profecía cumplida. Después de estos
capítulos de la segunda parte del libro (sobre la intervención) y sus
estudios de caso detallados sobre los microscopios, la medición y el
uso del cálculo, tuvimos una sucesión de otros magníficos trabajos
como los de Steven Shapin y Simon Schaffer sobre el surgimiento de la
tradición experimental en el siglo XVII inglés, o los de Bruno Latour
sobre Pasteur y sus novedosas descripciones de la ciencia en acción, o
las brillantes revisiones históricas de la revolución científica de
Peter Dear, o las de la física experimental moderna de Peter Galison,
y muchísimos más. Con este libro se trazó un futuro que ahora es el
presente de los estudios de la ciencia en el que nos encontramos. Un
sitio donde el negocio entre filosofía de la ciencia y otros estudios
de la ciencia (historia, sociología, antropología) es un diálogo
intenso en el que se han abolido las canonjías que solían tener los
lógicos y filósofos generalistas. Son sin duda tiempos emocionantes en
los que se publican continuamente estudios reveladores sobre
situaciones y aspectos cada vez más ricos de esa amazónica diversidad
que hemos aprendido a encontrar en las ciencias. A pesar de la
insidiosa campaña de desprestigio (promovida por un sector un tanto
confundido e intolerante de la comunidad científica) que se ha dado en
llamar ``la guerra de las ciencias'', los estudios de la ciencia viven
una época feliz de auge y sorprendentes logros. Ian Hacking ha
contribuido sustancialmente a hacerlos así.
Alexandr Pushkin,
El habitante del
otoño,*
Casa de Poesía Silva,
Bogotá, Colombia,
1999.
La Casa de Poesía Silva de Bogotá publicó el año pasado El habitante del otoño, una selección de sesenta y tres poemas de Alexandr Pushkin, traducidos del ruso por el colombiano Rubén Flores Arcila, egresado de la Universidad Rusa de Moscú y actualmente profesor de lingüística en la Universidad Nacional de Colombia. El traductor hizo también un estudio preliminar, preciso y detallado, que otorga al lector en castellano un panorama suficiente y abierto sobre la vida del poeta y su obra.
Siempre he creído que traducir a Pushkin es empresa casi imposible, abrumadora. Es uno de esos autores que parecieran estar condenados a las vastas comarcas de su propio idioma. Leerlo en una lengua que no sea la suya es un acto de fe. George Steiner decía que ``la traducción no sólo falsifica: despoja al original de su fuerza divina o secreta''. Eso es justo lo que sucede cuando se traduce a Pushkin: se le despoja de ``su fuerza divina o secreta''. Casi toda la poesía rusa es arisca a la traducción, pero verter la poesía de Pushkin pareciera tarea imposible, una batalla perdida desde el principio.
Sin embargo,
pienso que algunas cosas que he expuesto hasta aquí no son del todo
ciertas. Me lo ha mostrado en parte la lectura atenta de El
habitante del otoño. Este pequeño libro me ha acompañado en los
últimos meses, lo he leído lentamente y he descubierto que leer a
Pushkin en castellano puede ser, en algunos poemas, un acto muy gozoso
y afortunado. No lo sabía bien hasta leer estas versiones de Rubén
Flores. Leí hace unos años las versiones del español Eduardo Alonso
Luengo, pero algo, no sé qué, me impidió conformarme. En El
habitante del otoño hay poemas que, me parece, suenan
excepcionales. Puedo mencionar algunos: ``Respuesta a un anónimo'',
``A una griega'', ``Décimo mandamiento'', ``Conversación del librero
con el poeta'' y, muy especialmente, ``Allá, muy cerca donde reina
espléndida Venecia'', una exploración de la poesía como necesidad
íntima y profunda, radical e ineludible, que nace de los más
inesperados mutismos que acechan desde la soledad. Cantar porque sí, y
cantar en alejandrinos porque cantar ayuda a caminar, y porque sólo
con nuestros cantos perece nuestra tristeza: ``Allá, muy cerca donde
reina espléndida Venecia/ en la noche con su góndola va el remero/ es
Rinaldo Godofredo que canta por Herminia,/ el alma su canción, la
canta porque sí,/ sin pretensión ninguna la fama no persigue,/ sin
miedo ni esperanza, así es su inspiración,/ así solaza su camino
oculto entre las olas./ En el mar de la vida cuyas tormentas crueles/
acechan en la sombra mi barca solitaria,/ como Rinaldo yo voy, como él
yo canto/ y con pasión musito mis versos más secretos.''
Según Roman Jákobson, los versos de Pushkin son, en el original, ``ordenados y elásticos''. Sus innumerables matices idiomáticos, que relampaguean en una música maravillosa, son un reto para cualquier traductor. El encanto de la poesía de Pushkin radica en su desnuda sencillez, y en varias de las versiones de El habitante del otoño se logra percibir con afortunada nitidez este aspecto central de la poética pushkiniana. Esta es la razón por la que me atrevo a celebrar este libro: me parece haber leído a Pushkin en castellano, fluido y natural, sin exceso de traiciones. En algunos versos vertidos por Flores, Pushkin se vuelve un poeta español. Y esto, que se dice fácil, requiere de un gran trabajo artesanal con el lenguaje y de una gran dosis de inspiración. Porque también los traductores se inspiran y al traducir, recrean, construyen nuevos poemas. Si Pushkin afirma que el poeta ``vive para el sonido, de su oración'', podemos parafrasearlo al afirmar que el traductor existe para que ese sonido se perpetúe y extienda en otras lenguas.
Héctor Anaya,
Vida y
Milagros,
Editorial Patria,
México, 1999.
En la actualidad, algunos escritores latinoamericanos muestran la tendencia a orientar hacia la historia los sillones en donde reposa su erudición. Es común que en esta época ciertos intelectuales giren sobre sus espaldas y obtengan, para sus tareas de creación, una perspectiva sobre la amplia gama de sucesos que han precedido al hombre, que lo han determinado y que explican su ``por qué''. Aunque con variantes, esta actitud se observó ya durante las décadas de los treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta en el viejo continente. Los escritores, sobre todo los franceses, sustrajeron y adoptaron como propios muchos mitos helénicos -Sísifo, Electra, Prometeo, Edipo-, con el propósito de elaborar ensayos, piezas teatrales y novelas, que reflejaran y explicaran, a un tiempo, la condición humana... Rememorar para crear: esa parece ser, también ahora, la máxima.
Vida y
Milagros toma como punta de lanza para su asegurado porvenir el
relato, falso y exagerado hasta la irritación, de una ``venerable''
anciana llamada Milagros Falacio y Mendaz. El solo nombre contiene la
esencia del juego de artificio que el personaje construye,
infranqueable, alrededor suyo para mantenerse a distancia de los
cuestionamientos lógicos o con argumento.
Según se revela en la novela, el tiempo y el espacio en que se desenvuelve la trama son reales: 1987 y, después, 1999, en la colonia Roma de la Ciudad de México. La gran mujer recién estrena su centenario de vida y, fiel a su costumbrismo, convoca a sus familiares y amigos más allegados (para no adjetivarlos como paleros) a las sesiones que imparte de manera unilateral en su hogar. Leitmotiv de la señora: entretener y agradar al auditorio, siempre con la plática y nunca con halagos, para ser así objeto de culto y alabanza.
De carácter reacio, docta en el arte de la ironía y el sarcasmo, respaldados éstos por una agilidad mental sin precedentes para una mujer de edad tan avanzada, Milagros Falacio y Mendaz es capaz de lanzar dardos envenenados a manera de juicios sin perder el temple que poseen las damas refinadas y cultas y, además, no aparenta esa intensa carga de años que asegura haber vivido. Por ningún motivo esta ``cacica'' debe ser refutada o contrariada, o de lo contrario el osado tiene, por fuerza, que cumplir con la condena del exilio perpetuo.
Gracias a todos estos atributos, y a uno que otro defecto que la anciana hace pasar como virtud según su propio evangelio, es como Milagros ha logrado estar presente en (casi) todos los acontecimientos decisivos de la historia mundial: cuando Francisco I. Madero redactó el Plan de San Luis con su valiosa ayuda; cuando conoció a Alfonso Reyes, siendo ella una de sus más grandiosas inspiraciones para la composición de exquisitos poemas; cuando participó, como activista, en el movimiento estudiantil mexicano de 1968; cuando el presidente Manuel Avila Camacho declaró la guerra a los países del Eje durante la segunda guerra mundial, tomando ella parte como piloto en el Escuadrón 201; cuando Mijail Gorbachov ideó la Perestroika (Milagrostroika, según ella); cuando estuvo a punto de salvar a sus entrañables amigos Alvaro Obregón y Luis Donaldo Colosio de morir asesinados; etcétera.
La construcción tanto de la historia como del personaje de doña Milagros Falacio denota una confrontación permanente entre realidad y fantasía, lo que desemboca, a su vez, en senderos inverosímiles por donde se conduce la novela en su totalidad. En el caso de la gran dama inventada se trata de la vida ideal y, por tanto, imposible: ella decidió, y no se cansa de recalcarlo, ser parte de los sucesos críticos, estar donde se gestaba la historia (por otra parte, parece olvidar que la historia y el instante que transcurre no son exclusivos de unos cuantos); a lo largo de su existencia ``ningún exceso le pareció declinable y ningún protagonismo aplazable''. En cada exposición de su itinerario de vida, que hace ante un público complaciente y pasivo, despotrica profiriendo lo mismo maldiciones que comentarios halagüeños en contra de los hacedores de la historia y de la historia misma. Pero como un reverendo monumento a la impertinencia, a pesar de saberse guardar siempre de no evocar pasajes inexistentes, enrarece la atmósfera de lo existente y miente por imposición.
En un sentido menor, y sin considerar en absoluto la coherencia cronológica de la cual carece, Vida y Milagros es un libro que repudia a todas luces la secuencia narrativa lógica inherente a toda obra de ilustración (y que quede claro que lo lógico no es, de ninguna manera, lo predecible o lo tedioso).
Si bien es cierto que Vida y Milagros no es una novela histórica, sí trata sobre la historia. Aparte de contadas curiosidades que difícilmente se hallan en la ortodoxia de los libros de texto, documentales o de tesis (como las que se cuentan en los capítulos 4 y 9), el contenido del libro de Héctor Anaya se puede cotejar consultando un libro de historia propiamente dicha. Claro está que su estructura, es decir los diálogos y los personajes que convergen aquí, ayudan en la diferenciación de especie (``novela teatral''), aunque no tanto en la de género (histórico). En este sentido, el comentario general sobre la propuesta que aquí se nos presenta se deberá, en gran medida, a la aportación original que el autor realiza sobre el tema que expone. Si no aporta algo, entonces se proseguiráÊa intuir que sólo se trata de un cliché adaptado a la época o, para decirlo de una buena vez, de una moda falaz que aspira el aire de un rancio modernismo; el motivo que basta es el recuento apresurado del siglo xx en el momento preciso en que éste dejó de existir.
Fiel a sus conocimientos de escritor y periodista forjado con el paso del tiempo y a raíz de su experiencia, Héctor Anaya sabe que observando las reglas del lenguaje y otorgando su importancia al estilo y a la originalidad, puede interesarse a un público amplio. Pero, al igual que sucede cuando se pone una nueva novela en manos de un crítico, la historia no se condensa, aunque a veces se resuma
Ethel Krauze,
El secreto de la
infidelidad,
Alfaguara,
México, 2000.
Ethel Krauze, la
escritora mexicana que lo mismo ha incursionado en la narrativa
(Intermedio para mujeres), que en la poesía (Ha venido a
buscarte), y en el ensayo (Cómo acercarse a la poesía)
aborda el desamor en su nuevo libro de relatos, El secreto de la
infidelidad, compuesto por catorce narraciones en las que la
autora atisba la intimidad, las emociones y la fragilidad de sus
personajes en el acto de amarse, desamarse y, tal como se indica en el
título, engañarse.
``Desiguales'' es el relato que abre este libro. En él encontramos una historia de desamor narrada desde el punto de vistaÊde los protagonistas. El segundo relato es sin duda el más logrado de todos los que componen el libro; ``El secreto de la infidelidad'' -título que engloba a las catorce narraciones-, es un cuento en el que Ethel Krauze nos propone a un marido que va mucho más allá de perdonar las infidelidades de su esposa; es un relato redondo, en el que se puede reconocer como escenario al puerto de Veracruz, con su mar y su gente, que constituyen el marco ideal para esta historia en la que se revela el dominio que se adquiere con las horas de vuelo, con la experiencia, eso que se llama madurez, y que se disfruta en el lento paladear de este cuento, al que no le falta ni le sobra nada.
En ``La decisión'', una pareja logra superar el enamoramiento fortuito de la esposa de un joven poeta. Lejos del melodrama, la autora resuelve su relato a partir de sentimientos como la compasión, el amor y la comprensión, para dejar a los esposos en el difícil principio del perdón. ``Por ejemplo'' es la crónica del desamor, de la ruptura previa al desencuentro.
¿Cuánto dura un
segundo, cuánto tiempo se necesita para dejar de amar? ``Lo que dura
un segundo'' continúa la reflexión de los sentimientos que se rompen,
de los amantes que se miran como desconocidos, un poco más cada día,
hasta que al final se han convertido en un par de extraños incapaces
de reconocerse.
``La voz'' es un relato que nos propone una mirada a la vida de una mujer ya muerta, que nació sin un brazo, y a la que la escribana le ha dado un espacio para contar su historia de mujer judía. ``La pera cocida'' resulta el menos logrado de los cuentos propuestos en este volumen: una pera cocida narra en primera persona la disputa de la que ha sido causa entre una pareja; el pasaje en el que la pera cocida desearía no seguir presenciado ``su proceso de aprendizaje para comunicarse como pareja, aunque supongo que es la única manera de avanzar entre los humanos'', es una muestra inquietante de humor involuntario, eso sí, lleno de buenas intenciones. En ``La lista'' somos testigos de un posible encuentro; en ``El ángel de la simpleza'' asistimos a la intervención de un grupo de ángeles en las tribulaciones de una pareja que está de vacaciones. Los relatos de la tercera parte, ``El milagro'', ``Soñando con Eliseo'', ``El caso de alguien'', ``El árbol de las gotas secas'' y ``Amadas en la noche'', son cuentos fantásticos, llenos de imágenes bien construidas, de referencias míticas, de erotismo; destacan por su buena factura ``Soñando con Eliseo'' y ``Amada en la noche''. A pesar de que en el libro predomina el tema del desamor, su lectura es como un remanso de paz, en la que las y los lectores podrán encontrar un refugio acogedor.
Peter Handke,
El año que pasé en la
bahía de nadie
(un cuento de la época actual),
Alianza
Editorial,
Madrid, 1999.
Al parecer, esta
nueva novela de Peter Handke es una simple sucesión de hechos a lo
largo de sus casi seiscientas páginas. Esa sería una primera
impresión. Pero este narrador austriaco sabe contar muy bien los
cambios interiores que, a final de cuentas, construyen una novela. Y
ese es el valor de El año que pasé en la bahía de nadie, donde
encontramos hechos, historias, situaciones, súbitas iluminaciones que
se acumulan junto a la descripción de este paisaje del suburbio
parisino donde el héroe encontró un remanso para escribir, se separó
de su mujer, la catalana, sintió los efectos de un terremoto, la
erupción de un volcán apagado y la guerra fraterna que se llevó a uno
de sus amigos.
¿Qué es lo que tanto nos atrae, aquello que nos fascina de las obras de Handke? Quizá sea, antes que nada, la ruptura con el género. En algunas de sus novelas, como en Ensayo sobre el jukebox o Ensayo sobre el día logrado y aun Desgracia empeorable -un texto lúcido y doloroso sobre la muerte de su madre-, el escritor mezcla la reflexión personal y el diario con la descripción fría de ciertos hechos: en el primero de estos textos recorre Soria, un pueblo de la meseta castellana con ruinas romanas y donde alguna vez vivió Antonio Machado, mientras trata de explicarse la conexión que existe entre su escritura, la rockola o jukebox y la soledad. Y en algunas de sus novelas, como en Carta breve para un largo adiós o La mujer zurda, el sentido del viaje y de la pérdida, del desasosiego, permea todas las historias. Handke es, para sorpresa de muchos de sus lectores, un escritor errante y en ocasiones polémico: baste recordar que, cuando todas las voces se levantan contra Serbia, el autor de El chino del dolor trató de explicar y defender lo que tal vez era injustificable.
En El año que
pasé en la bahía de nadie -quizá su novela más extensa hasta la
fecha-, el protagonista Gregor Keusching, jurista que devino escritor
y cuyas reflexiones lo llevan a narrar su propia vida y la de sus
amigos, pasa más de diez años en una especie de bahía que es, en
realidad, una ciudad de los suburbios. Todo comienza con una de esas
súbitas iluminaciones: una cortada en un dedo redefine la vida de este
escritor y su relación con los demás. Lo que Handke hace es poner al
desnudo las motivaciones del escritor que, quizá, son las de mismo
autor en sus encuentros por los paseos con el bosque, en sus largos
periplos que lo llevan de un lado a otro de Europa, en los
malentendidos con su hijo.
Seres solitarios, los personajes de Handke vagan por la vida con la certeza de ser apátridas o de apenas tener una vaga idea del lugar donde nacieron: el escritor retratado en la novela es de origen eslavo, del centro de Europa y, sin embargo, ha optado por habitar una zona donde puede perderse con facilidad. La prosa de Handke nos transmite esas sensaciones, esos detalles nimios que el ejercicio de vivir produce: el encuentro con otros habitantes de la zona -entre ellos un pequeño profeta-, los ruidos provocados por un vecino, el descubrimiento del caminoÊde las lagartijas o quizá de las salamandras, y aquel que lo conduce a los cadáveres de las abejas de piedra.
Todos estos encuentros y desencuentros -pleitos con su hijo, separaciones con la catalana- llevan a Gregor Keusching a buscar en la escritura el cambio vital: 1997 es el año que pasó en la bahía de nadie y a partir de entonces la escritura transforma la vida del autor, o al menos lo intenta.
El grueso de la novela está constituido por la descripción de los viajes de sus amigos, especialmente de los que transformaron su vida y significaron, para ellos, una ``iluminación'': tanto el constructor de casas que encuentra en Japón el sentido de la vida, como el hijo del narrador, el cantor, el lector y la amiga, cada uno de ellos se transfigura mientras es descrito por Keusching: de alguna manera, el suyo es un viaje iniciático en donde aparentemente no ocurre nada, pero cuyos cambios se viven tanto al nivel de la escritura como de la existencia.
Con este simple material, Handke construye una de sus novelas más sólidas y ambiciosas, en la que conjuga tanto su pasión por el viaje -recuérdense algunas de las películas que Wim Wenders hizo sobre sus guiones, donde un periplo es el motivo central-, como su búsqueda de los objetos y sus significados ocultos. Las cosas que le suceden al protagonista de la novela son únicas porque sólo él repara en esos mínimos hechos que, sin embargo, muy bien pueden significar una transformación total en lo que a la vida se refiere.
Novela sin aristas, sin aspavientos, ejercicio de inteligencia, de búsqueda, El año que pasé en la bahía de nadie es un retrato de la escritura como ejercicio vital: no es una sucesión de historias ni un enigma por resolver; simple y llanamente, transcurre, es. Y sin duda, eso les parecerá aburrido a muchos.
Margarita Peña
La vampiresa de
Dakota,
Benemérita Universidad Autónoma de
Puebla,
México, 2000.
La fatalidad es el adalid de La vampiresa de Dakota, novela que arranca desde un solo acontecimiento y cruza y empuja hacia adelante muchos personajes y sentimientos, aunque nunca toca el miedo supersticioso.
Es casi imposible describirla sin arruinar el recorrido del lector por su historia. Desde la primera escena, el hado, que fija irremediablemente los acontecimientos de quien vive, mezcla las historias de un México obvio con las de un México desconocido por las mayorías: mujeres solas que buscan parejas saltuarias en bares perversamente hogareños, muchachos en fuga, desdichadas alcanzadas bajo los efectos de la cocaína y atrocidades cometidas tomando refrescos, evangelistas perseguidos por el deseo de una normalidad para siempre vedada, policías canallas que son hombres solos, dedos cortados en una cajuela de coche recién comprado, asesinatos perpetrados por muertas, transformaciones, permanencias, amor filial y diferentes tipos de amor carnal.
No hay nada de qué sorprenderse. Imposible criticar el fácil puritanismo que convoca a la muerte de los pecadores después de varias páginas de sexo acariciado, jugoso, entrecortado, repetido, avorazado. Los mismos sentimientos de víctimas, sobrevivientes, victimarios, encarcelados y liberados confluyen en la indefinición de la multiplicidad humana, sus bondades y maldades entremezcladas, las crisis identitarias saludables y mortíferas a la vez, los destinos inevitables enfrentados como si fueran libres elecciones.
Las mujeres y los hombres de esta novela, que se adelanta a los tiempos narrativos para introducir en repetidas ocasiones una misma historia que avanza cronológicamente, viven como hordas urbanas, pues deambulan de un barrio a otro intentando cazar el amor: trofeo, esperanza, alimento; pero en este andar construyen sus propios, irrepetibles, procesos de individuación. Se buscan sin cesar, se traicionan, se matan, se encuentran en el abandono. En nombre de la búsqueda misma rechazan lo socialmente aceptado pero añoran, casi a pesar suyo, la comodidad de la costumbre no cuestionada, de la cual el buscador y la cazadora, como los amantes y las artistas, son excluidos.
La vampiresa de Dakota somete al lector (a) a una serie de sorpresas que se van hilando bajo la guía de lo fatal, en cuanto mortal, fuera de control e inesperado. En este sentido es un cruce entre la novela negra, con sus denuncias sociales y los crímenes que la humanidad comete por culpa de las buenas costumbres y la división de clases y género, y la novela de época, con su obsesión por describir una sociedad en un momento de transición, con varios personajes representativos, en un ámbito histórico detallado con exactitud.
No obstante, es también un relato existencial, como la mayoría de los cuentos escritos anteriormente por Margarita Peña, poblados de personajes altamente identificables, derrotados por la cercanía de la muerte, erotizados, capaces de saltos cualitativos en sentido keirkegaardiano. La paradoja a la que llega la sensual literatura de Peña es que sólo puede percibirse una vida placentera tras cruzar los horrores de la angustia, ese infierno en la tierra que conocemos por lo absurdo y antitético de la mayoría de los acontecimientos que presenciamos con los ojos abiertos y el deseo a flor de piel. Enfrentados a la realidad, los personajes de La vampiresa de Dakota -o de los trece cuentos de El masaje y otras historias de amor- son como cualquiera de nosotros y por lo tanto nos llevan de la mano a la comprensión de esas contradicciones que conforman nuestra existencia.
El pecado, la falta de ética, lo absurdo de la muerte, el horrendo precio por la liberación no nos hablan de la transgresión al precepto de no beber o no fornicar, sino del punto de partida de la vida de personajes entrañables y confusos, todos ellos descritos desde la imposibilidad de encontrar, fuera del amor o de la complicidad entre personas solas, un consuelo o una motivación para llegar al día de mañana.
Con La vampiresa de Dakota, Margarita Peña transgrede los papeles que la escritora puede encarnar -creadora, pero sobre todo controladora-, permitiendo a la fatalidad tejer las historias múltiples del hombre que enfrenta al destino y de la mujer que lo empuja a hacerlo, ambos vividos por ideas o anhelos de un amor que debería compartirse mientras en realidad pertenece a historias ajenas, sin un solo punto en común.
Ensayo
Cultura y desarrollo: una visión plural, Rosa Marta Jasso (coordinadora), Instituto de Cultura de la Ciudad de México/Gobierno del Distrito Federal, México, 2000, 211 pp.
En el umbral del milenio. Cincuenta protagonistas de la cultura nacional, Fernando Díez de Urdanivia (compilador), Col. Lecturas mexicanas, Conaculta, México, 2000, 478 pp.
Ensayo (literario)
Los críticos y la crítica literaria en México, Vicente Francisco Torres, Evodio Escalante, Federico Patán, entre otros, Col. Ensayos núm. 3, Honorable Ayuntamiento de Puebla, Puebla, México, 2000, 123 pp.
Versiones, Juan José Barrientos, Col. Sello Bermejo, Conaculta, México, 2000, 138 pp.
Ensayo (político)
El secuestro de la UNAM, Raúl Trejo Delarbre, Ediciones Cal y Arena, México, 2000, 294 pp.
Entre la revolución y la desconstrucción. El humanismo jurídico de Luc Ferry y Alain Renaut, Eric Herrán, Ed. Biblioteca de Etica, Filosofía del Derecho y Política, 62, México, 1999, 192 pp.
La sucesión presidencial en el año 2000 y su contexto, Ana Lilia Solís de Alba, Enrique García Márquez y Max Ortega (coordinadores), Ed. Itaca, México, 2000, 169 pp.
Filosofía
El libro tibetano de los muertos, Stephen Hodge y Martin Boord, traducción de Elvira Zaiz, Ediciones B, Argentina, 1999, 144 pp.
Historia
175 años de historia del Estado de México y perspectivas para el tercer milenio, Mílada Bazanat (coordinadora), Colegio Mexiquense, México, 1999, 483 pp.
La conquista de México, Federico Navarrete Linares, Tercer Milenio/ Conaculta, México, 2000, 63 pp.
Narrativa
Después del aguacero, Carlos Martín, Col. La hoja murmurante, 342, Ed. La tinta del alcatraz, México, 2000, sin folios.
Jack Maggs, Peter Carey, traducción de Eduardo Chamorro, Col. Modernos y clásicos de Muchnik Editores, Muchnik Editores, Barcelona, España, 2000, 347 pp.
Poesía
Adán sin paraíso, Israel González, Col. Poesía 8, Ed. La otra orilla, México, 2000, 32 pp.
Cánticos nocturnos, Juan Antonio Pacheco May, Col. La hoja murmurante, 341, Ed. La tinta del alcatraz, México, 2000, sin folio.
Catarsis y otros poemas, Emilio Rodríguez Díaz, Edición de autor, México, 1999, 127 pp.
Cuerpo de tierra, Alberto Vega Aguayo, Col. El pez de fuego, Ed. Praxis, México, 1998, 18 pp.
De ásperos bordes, Guillermina Cuevas, Col. El pez de fuego, Ed. Praxis, México, 1998, 22 pp.
En el ojo de un tintero, Becky Rubinstein, Serie José Yurrieta Valdés, UAEM/Editorial La tinta del alcatraz, México, 2000, 61 pp.
En el presente de la pulsación, Nicole Brossard, traducción y prólogo de Sara Cohen y Alicia Genovese, Ed. Botella al mar, Argentina, 139 pp.
La verdad de la poesía, José Homero, Col. Sin remitente, Durandarte Editores, Veracruz, México, 2000, sin folios.
Los caminos de Jordán, Efrén Rodríguez, Col. El pez de fuego, Ed. Praxis, México, 1998, 23 pp.
Navegante, Jorge Vega, Col. El pez de fuego,Ed. Praxis, México, 1998, 22 pp.
Sociología
Los derechos de las mujeres son derechos humanos. Crónica de una movilización mundial, Charlotte Bunch, Claudia Hinojosa, Niamh Reilly (editoras), textos de Maria Celsa da Conceiao, Randa Siniora, Rubina Lai, Rebeca Sevilla, entre otras, Col. Libros para ser libres, Ed. Edamex, México, 2000, 304 pp.
Revistas
Artes de México. Charrería, núm. 50, 2000, textos de Margarita de Orellana, Cristina Palomar Vera, Ignacio M. Altamirano, Tania Carreño King, entre otros, Artes de México, México, 109 pp.
Metapolítica, núm. 15, vol. IV, julio-septiembre del 2000, textos de Andreas Schedler, Juan Enrique Opazo Marmentini, María Marbán Laborde, entre otros, Centro de Estudios de Política Comparada, México, 186 pp.
Teatro
Tres obras de teatro, Fernando Sánchez Mayáns, Col. Lecturas mexicanas, Conaculta, México, 2000, 146 pp.