La Jornada lunes 1 de mayo de 2000

Hermann Bellinghausen
Posada en la cámara

Dignatarios y demás, reunidos por la costumbre de sus gestiones más patricias, alzaron manos y se pusieron guapos, creyéndose no observados. Casi aciertan. Siempre casi, ya mero siempre, de panzazo y dedo. Mas nunca faltan inoportunos aires despiadados.

De las montañas circundantes bajaba el frío viento de las carcajadas. Metiéndose entre chapas y bisagras, infiltraba los sillares serenos de academias, parlamentos, palacios de gobierno y embajadas, así como los plebeyos banquillos de los separos y los ingenuos pupitres escolares. Cosas de la risa, que no aprendió a sentarse.

Cuando los dientes van pegados, uno sabe que es la carne que los muestra la que ríe. Si en cambio las quijadas se atrabancan y repican, no queda sino asumir que también la calavera , encarnada o no, se carcajea por algún irresistible algo.

La ocasión de marras el fenómeno acontecía a nivel de hueso, que suele ser el primero, o mineral, de las estructuras animales, las cuales sólo en su tercer nivel, y eso si acaso, anidan pensamientos y otras gracias.

Reían los vivos, pero sobre todo reían, y cuánto, los inquietos muertos, que cuando ríen no paran hasta reducirse al polvo de los años.

Aquel viento de contagio esparcía un gas hilarante y extraño. Calcio y osamenta sublimaban un atronador ja-ja-já que inundaba de saliva, sudor y lágrimas la atmósfera.

Ya ves que los ataques de risa exprimen por el lado del lagrimal, y los cuerpos sudan el esfuerzo.

Nada da más risa que la risa burlada. La expansión gozosa del ridículo espectáculo servía de antídoto al saque de onda. Las palabrotas de los cenotafios poseen poder, mas no portento, y entonces sí que su abuela las respete.

En la vía pública la gente, al enterarse, se agarraba la barriga.

Algunos apoyaban el lomo en postes y paredes para no caerse, y en la parranda de los cementerios las calacas ostentaban sus encías vacías.

Un hombre de palabra coagulada desfiló desnudo, pese a su edad, por los bulevares. Eso y no el viento infeccioso parecía la causa del relajo. Discurseaba, queriendo creer que la risa era con él y no a costillas de la maltrecha marimba que le encubría el corazón.

El viento de las montañas contagiaba sin piedad. ƑQué sentido tenía hablar de piedad ante una desnudez tan cruda y tan, pero tan vaciada? Y perdonando la expresión, si perdonar es la palabra, cagados de risa iban los vivos. Y los muertos, también cagados, le daban vuelo al vacilón.

A que las calacas, que nomás ríen cuando ya nada les queda por perder salvo los dientes. En algún radio de transistores se oía la voz cantante del Piporro: "Qué risa me da la risa que tengo de reirme tanto". ƑO era "anda, putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo"? En este huesudo caso no será lo mismo, pero es igual. Nadie dirá que la cogieron desprevenida, a la carcajada, Ƒverdad?