La Jornada Semanal, 30 de abril del 2000
Arseni Tarkovski fue un poeta barroco extraviado en un tiempo extraño. Aunque su obra no es muy extensa, siempre vivió para la poesía. La cultivó, la padeció, la veneró, la disfrutó: miró con atención las cosas del mundo. Quienquiera que haya visto el cine de Andréi Tarkovski, sabe de la influencia poética que ejerció Arseni en varias de las espléndidas películas de su hijo: en El espejo se incluyen algunos poemas del padre, lo mismo que en Nostalgia, y en el documental El sacrificio el cineasta Andréi realiza extensos monólogos sobre la poesía, con una inspiración que indudablemente recibió desde la infancia. Ante la grisura de tiempos míseros, el poeta se refugió durante largos años en la traducción de la poesía oriental: tradujo a poetas turcos, armenios, georgianos y árabes. Su propia poesía se fue dando lentamente, sin premuras, en perfecto diálogo entre el silencio y la pasión por la escritura. Estuvo condenado a escribir o no escribir y se sometió sólo a su propio ritmo interior, con largas pausas entre poema y poema, obedeciendo únicamente a una intensa necesidad interna. Pensaba sólo en alcanzar, de la mejor manera posible, los objetivos estéticos que él mismo se planteaba, y no en complacer a nadie: ni a los lectores potenciales, ni al régimen, ni a la ideología imperante. El vanguardismo, el constructivismo, la literatura por requerimiento social, todos los ``ismos'' fueron ajenos a su musa desde el principio. No se manifestó, en fin, como un poeta soviético, sino como un poeta ruso.
Arseni Tarkovski nació el 25 de junio de 1907 en Elizavetgrado. Su padre, Alexander Tarkovski (1862-1924), fue funcionario de un banco de esa ciudad y colaborador de algunos periódicos de provincia. Simpatizante de los revolucionarios de finales del siglo XIX, pagó su osadía con cinco años de destierro en Siberia Oriental. Fue el padre el que despertó en Arseni la pasión por la poesía. Cuando contaba apenas con siete años de edad, en 1914, lo llevó a las tertulias de los simbolistas Sologub, Balmont y Severianin. Años después el joven Arseni leyó en Leningrado sus primeros poemas a Sologub. Tras escucharlo, el maestro le lanzó a quemarropa el siguiente juicio: ``Sus poemas son malos, joven, pero no se desanime: escriba y escriba, quizás algo resulte después.'' Tarkovski no se desanimó y se inscribió en los Cursos Superiores de Literatura de la Unión de Poetas. Por esa época frecuentó con otros jóvenes poetas a Osip Mandelstam y se ganó la vida escribiendo crónicas judiciales para un periódico, folletines políticos para una revista y trabajando para la radio estatal de la URSS.
En 1940 conoció a Marina Tsvetáieva y tras el suicidio de la poeta escribió un ciclo de poemas en su memoria: ``Dónde está tu retumbante ola,/ Ola marina y sofocante,/ Estrella fugaz, alada amiga,/ ¿Qué fue lo que te sucedió?'' Durante la segunda guerra mundial o la Gran Guerra Patria, como suelen llamarla los rusos, fue corresponsal en el frente, recibió el grado de capitán y, como un Apollinaire de las estepas, escribió poemas bajo el zumbido de los combates. Herido gravemente, sufrió la amputación de una pierna. Después de la guerra trató a Anna Ajmátova, continuó traduciendo y se aisló con exasperación del medio literario. Tras varios intentos frustrados publicó, por fin, su primer libro: Ante la nieve, en 1962, a los cincuenta y cinco años de edad (casualmente, el mismo año en que su hijo Andréi recibe el Gran Premio del Festival de Venecia por su película La infancia de Iván).
Entre 1966 y 1987 aparecieron La tierra para el terrestre, El mensajero, La montaña encantada, Un día de invierno, De la juventud a la niñez y Estar con uno mismo. Estos libros son consecuencia inequívoca de su estilo singular y contienen los elementos que delinean su poesía: estrofas reguladas, laconismo, y un claro y bien articulado lenguaje. Su poética es inflexible, un tanto áspera y lapidaria, y en ello radica su peculiaridad, su dramatismo esencial: ``Tu verso es una copa de veneno,/ pecaminoso, como la vida,/ y gracias a él yo vivo/ aunque ya no se pueda respirar.''
Los contemporáneos tempranos de Tarkovski sufrieron durante años la represión, la censura, el envenenamiento y hasta la desaparición física, pero la gente que los rodeaba sabía que eran poetas, los reconocía y se acercaba a ellos. Desde su juventud cada uno de ellos conoció, en mayor o menor grado, la fama y la satisfacción de verse publicados, de encontrarse con los lectores agradecidos y compartir con ellos su poesía. A Tarkovski, en gran medida, le fue negado todo esto: su poesía se conformó, creció y existió sin un diálogo con el medio. Pero él, como otros tantos poetas rusos, gozó -sin embargo- del privilegio del extrañamiento: de ver, oír y decir con extrañeza en un país insólito. Esa es una de las claves para acceder a las maravillas que encierra la poesía rusa del siglo XX, desde los poetas del siglo de plata hasta los hijos de la ya lejana perestroika que decían sus poemas en medio de la ventisca, en la legendaria calle Arbat.
Una observación final. Al traducir algunos de los poemas de Tarkovski, pensé sin poder evitarlo, no sé por qué, en ciertos textos de Macedonio Fernández. Hay algo en el espíritu de estos dos poetas que extrañamente los aproxima. Al menos ciertos versos. Tarkovski escribió: ``No existe la muerte,/ la vida es eterna.../ sólo hay vida y luz,/ ni oscuridad ni muerte hay en este mundo'', y como si fuera un eco, Macedonio propone: ``La muerte no es la nada, sino que nada es./ No hay lo opuesto a la vida; su contrario no hay.''
Arseni Tarkovski murió el 27 de mayo de 1989, en Moscú. Junto a su tumba en Peredílkino, la aldea de los escritores, aún hay un lugar para su hijo Andréi, que está enterrado en París. Cuando regrese, tal vez la poesía, como en la película El espejo, flote para siempre sobre sus miradas imposibles.
No creo en presentimientos, ni temo
A los agueros. Acepto el
veneno,
La calumnia. No existe la muerte,
La vida es eterna. No
hay que temer
A la muerte ni a los diecisiete,
Ni a los
setenta. Sólo hay vida y luz,
Ni oscuridad, ni muerte hay en este
mundo.
Todos estamos a la orilla del mar
Y soy de los que eligen
la red
Cuando la eternidad pasa de largo.
Soñé esto alguna vez, lo sueño ahora,
Allá, lejos de nosotros, lejos del mundo,
No necesito fechas: fui, soy y seré,
Sé que lo volveré a soñar de
nuevo,
Todo se repetirá, todo reencarnará,
Y usted soñará todo
lo que yo soñé.
La ola una y otra vez
golpea la orilla
Y en ella hay estrellas, personas,
pájaros,
Realidad, sueño y muerte... en la ola eterna.
La vida es el mayor de los
milagros.
Solo, como un huérfano, en él yo vivo.
Solo, entre
espejos, cercado por reflejos
De mares y ciudades, vivo en la
embriaguez.
Y la madre llorando toma al niño en el regazo.
Demolieron la casa de enfrente.
Llevando consigo sofás, ollas, flores,
El viejo miró la casa desde el camión,
Todo se quedó así para siempre.
Un polvo seco comenzó a brillar
En la casa quedaron sueños, recuerdos,
Demolieron todo, se llevaron los troncos.
De ahí no se alejaron ni un paso
Bebieron vino blanco en las bodas,
Trasladaban ataúdes en toallas,
Dormían en colchones de bruma
Mientras la áspera encía de la máquina
Y en una pata, como sobre una ``T'',
Los inquilinos se fueron
contentos.
Espejos torcidos y
gatos.
Y sintió que el tiempo lo
atrapaba,
Entonces surgió el
descontento,
Lento mientras caía la noche.
Esperanzas perdidas y
deseos.
Pero los fantasmas del
pasado
Y le cantaron de nuevo al
cerezo.
Iban al trabajo y al cine.
Se prestaban, unos a otros,
dinero,
Y arrullaban a sus
primogénitos,
Lamía sus arcillas
roñosas,
La grúa giraba y giraba.
Como hace cuarenta años,
Palpitaciones y ruidos
De pasos, una
casa y un jardín,
Una vela, la mirada miope,
Que no exige ni
juramento,
Ni caución. Bullicio en la ciudad.
Amanece. Llueve y
una oscura
Y empapada vid silvestre
Se enrolla a la pared,
huérfana,
Como hace cuarenta años.
En el último mes del otoño,
Al final
De la amarga
vida,
Colmado de tristeza,
Yo entré
A un bosque sin nombre y
sin hojas.
Lo cubría por completo
El blanco cristal
Lechoso
de la niebla.
Por las ramas claras
Lágrimas limpias
caían
Como de
çrboles que lloran en la víspera
De este
invierno vacío de color.
Y ahí sucedió un milagro:
Al
atardecer
El azul brilló en las nubes
Y un rayo vivo, como en
junio, atravesó
Desde los días futuros mi pasado.
Y lloraron los
árboles la víspera
Del trabajo noble y la abundancia,
De la
ventisca alegre que aletea en el azul.
Los pájaros guiaban la
ronda,
Como las manos que por el teclado
Urdían los acordes más
sublimes.