Luis Hernández Navarro
Fuerte suena el silencio. Quienes, siguiendo al antropólogo David Stoll, han criticado durante los últimos meses a la premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, por la "falta de veracidad" de su testimonio autobiográfico (Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia), no han dicho una sola palabra ante la pretensión de juzgarla en Guatemala por los delitos de traición a la patria, omisión de denuncia y violación de la Constitución, como represalia por la acusación que presentó en contra de ocho altos funcionarios de su país natal, ante la Audiencia Nacional de España.
Tampoco se escucharon sus voces cuando los generales
de aquel país perpetraron la matanza de 200 mil personas y la expulsión
de sus comunidades y de su patria de muchos miles más. Y brillaron
una vez más por su ausencia cuando la Consulta Popular del 16 de
mayo de 1999 rechazó la reforma constitucional para reconocer los
derechos indígenas producto de los Acuerdos de Paz firmados entre
la guerrilla y el gobierno guatemaltecos.
Este doble discurso de quienes en México pretenden descalificar a una luchadora por los derechos humanos desacreditando su relato en nombre de la "verdad" histórica pero simultáneamente callan ante el genocidio, no se limita a la premio Nobel de la Paz guatemalteca; abarca a otros personajes y movimientos, particularmente a aquellos identificados con la nueva lucha india y el rechazo a la intervención policiaca como vía para solucionar el conflicto en la UNAM.
Dice Aurelio Asiain: "la división entre izquierda y derecha parece hoy impracticable". La nueva derecha intelectual mexicana se ha convencido a sí misma de que ha dejado de ser impresentable y emprende la tarea de demoler la autoridad político-moral de algunas de las figuras de la intelectualidad progresista en el país (como Samuel Ruiz, Pablo González Casanova, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis) pero también la legitimidad del zapatismo y la nueva lucha india. Rentista tardía de la bonanza planetaria del "pensamiento único", renegada de su identidad, heredera con escrituras de la caída del Muro de Berlín, socia y émula del circuito cultural conservador estadunidense, esta derecha está convencida de que la crítica cultural otorga credenciales suficientes para emitir, sin argumentación, juicios sumarios a sus adversarios en el terreno político.
La izquierda mexicana le estorba y no sólo por cuestiones ideológicas. En principio de cuentas, porque disfruta desde hace décadas de un espacio, una reputación y una influencia en el mundo de la cultura y la academia que la derecha aspira a ocupar. Pero además, porque una parte de la nueva derecha intelectual proviene de las filas de la izquierda y profesa hacia ella el rencor y el desencanto de los conversos. Aunque enmendaron sus pecados de juventud no han podido exorcizar los fantasmas de su permuta doctrinal. En esta ruta caminan bien acompañados --como lo muestran los obituarios y los comederos del poder--, de una parte de la clase política emergente que, habiendo crecido en las filas de la oposición progresista, forma hoy parte destacada del PRI y del PAN. Figuras como Francisco Paoli, Jorge Alcocer y Adolfo Orive --por señalar algunas de las más destacadas y exitosas-- comparten con sus compañeros de la derecha intelectual el rencor y el desprecio hacia sus antiguos camaradas. El pasado los hermana y los marca.
El levantamiento armado de enero de 1994 rompió los consensos sobre la institucionalización de la política existentes en la intelectualidad y resquebrajó la distribución del mercado político-cultural existente entre los principales bloques: uno construido en el marco del derrumbe del socialismo real y el salinismo, sobre los que flotaban su bonanza y buena fortuna. Las simpatías, solidaridad y abierto apoyo que los indígenas rebeldes provocaron en una amplia franja de ilustrados que desempeñan un papel central en la construcción de la legitimidad, se convirtieron en un pesado dique para su pretensión de establecerse como la referencia político-moral del nuevo orden nacional, y lastimaron las fuentes de su poder.
Las primeras acusaciones lanzadas en contra de los insurgentes por la nueva derecha intelectual fueron insuficientes para disminuir la autoridad y reconocimiento que en unos cuantos días conquistaron. Sus críticas iniciales fueron apenas mensajes de sos lanzados infructuosamente al mar de la indignación popular en las botellas de sus trincheras culturales. Sus primeros señalamientos en contra de la emergencia "étnica" (autonomía como sinónimo de reservaciones y aislamiento, derechos colectivos como instrumentos de cacicazgos, mestizaje como estación final) apenas y sirvieron como maniobra de distracción o posible freno al avance de los pueblos indios, pero no para articular un discurso coherente de recambio al viejo indigenismo oficial.
El fracaso inicial supuso, apenas, la derrota de una batalla pero no el fin de la guerra. Una nueva ofensiva, apoyada en sus recursos editoriales, los testimonios de un desertor y el apoyo gubernamental, buscó minar a los rebeldes y a quienes intentaban una salida pacífica al conflicto en uno de sus mayores capitales políticos: la credibilidad. Comenzó entonces a fabricarse una explicación sobre el levantamiento armado en una tesis central: la impostura. En Santa Alianza, Nexos y Letras Libres dedicaron sus empeños a esta tarea, con suerte disímbola. No es casualidad que en la página web de la secretaría de Gobernación sobre Chiapas haya aparecido como liga durante mucho tiempo la página de Letras Libres. Tampoco lo es que la entrevista con Salvador Morales Garibay publicada en el número 2 de Letras Libres --sin mencionar su pertenencia al Ejército federal con grado de capitán segundo-- haya aparecido en tv Azteca durante los días de promoción de la consulta sobre derechos indígenas promovida por el EZLN.
Los nuevos maquillistas decretaron que la historia rebelde era cosmética y procedieron a volver a escribirla, levantando la bandera de la "verdad".
Sus productos son desiguales. Incluyen ensayos sobre el indigenismo, de Luis González de Alba (Nexos 258), que dan pena ajena y no resisten el más mínimo análisis histórico o antropológico, o textos que dan coherencia y un barniz de erudición a los prejuicios y lugares comunes del conservadurismo sobre el obispo Samuel Ruiz, como el publicado por Enrique Krauze (Letras Libres 1). También han publicado un par de best sellers o mantienen la pretensión absurda de explicar al ezln como una guerrilla maoísta, como lo hiciera Henri Favre.
No siempre les sale bien. La cruzada en contra de la "distorsión histórica" emprendida por Aurelio Asiain contra Elena Poniatowska, Rigoberta Menchú y el reconocido intelectual palestino Edward Said en la revista Paréntesis provocó la renuncia de nada menos que el traductor al inglés de Octavio Paz, Eliot Weinberger, al consejo editorial de la publicación por alinearse con "quienes promueven la estupidez y el odio"(Proceso 1216, 20 de febrero de 2000, página 68).
A pesar de reivindicar los principios del liberalismo, la nueva derecha --tal y como lo ha hecho con el genocidio en Guatemala-- guarda silencio sobre la situación de los derechos humanos en nuestro país, acerca de la militarización en Chiapas o respecto a la matanza de Acteal. Temas tan escabrosos y comprometedores no están en su programa. Su afán por borrar los maquillajes de la historia desfallece ante asuntos tan incómodos como éstos. Sin paréntesis, la libertad de sus letras llega hasta donde comienzan sus nexos con el poder.