Sentarse
a escribir sobre el VIII Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe
(Juan Dolio, República Dominicana, 21-25 de noviembre de 1999), tras
haber leído cómo millares de personas de organizaciones comunitarias,
estudiantiles, de producción, ecologistas, de defensa de los derechos
de las y los trabajadores declararon con sus manifestaciones callejeras
el repudio de la humanidad contra las medidas neoliberales de la Organización
Mundial de Comercio en Seattle, es como hablar del agua tibia después
de haber experimentado la fuerza limpiadora del agua hirviente.
¿Por qué entonces escribir sobre un encuentro tan mal organizado que
podría pensarse que lo fue para desmovilizarnos antes que para reunirnos?
Por qué Eli Bartra pudo decir ahí que es ridículo hablar tan politicaly
correct como para no entender de qué se está hablando, cuando nadie
es correcto en política y las feministas francesas e italianas obtuvieron
el derecho al aborto llamándolo como tal mientras en 20 años de enmascararlo
tras conceptos como maternidad voluntaria y derechos reproductivos,
las feministas mexicanas no han obtenido el menor reconocimiento a su
derecho de ejercer o no la maternidad.
Porque a mitad de una plenaria -en un salón de hotel rentado por dos
horas, en la que se leían "informes" de talleres interesantes, deseadamente
corporales y reflexivos, y de grupos de reflexión acerca de los viejos
y nuevos modelos de dominación y del feminismo como movimiento social-
la delegación haitiana, en su isla, con su Francés de tono afrocaribeño
y en nombre de las angloparlantes del Caribe, tuvo que denunciar que
las feministas latinoamericanas seguimos sin hablar entre nosotras,
sin hacer el menor esfuerzo para comunicarnos, sin cuestionar la lengua
de la colonia y exigió que el español no fuera ya el vehículo de una
dictadura lingüística; además desprestigiado por las otras dictaduras
lingüísticas : la del inglés norteamericano y el francés sorboniano.
Porque me urge preguntar por qué frente a nuestra dispersión en cuatro
hoteles de muchas estrellas en una playa turística en la que animadores
sofocaban -con sus falsos merengues- las dinámicas de los talleres y
los diálogos de las feministas latinoamericanas, ninguna de nosotras
fue capaz de convertir el espacio ajeno en propio mediante un acto de
rebeldía y presencia: un gesto de creación, una canción, una fiesta,
un minuto de silencio.
El VIII Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe fue, como se
repitió estúpida y machaconamente, el último del milenio. ¿Y qué? Dispersas,
sin fuerza de retomar el debate abierto en El Salvador y ahondado en
Chile sobre las finalidades de un movimiento político que transformó
a mediados de este siglo las formas de hacer y de ver la política, la
cultura y la definición de humanidad partiendo de la práctica de la
autonomía de las instituciones vigentes, temerosas de repetir las dinámicas
violentas del VII Encuentro, la mayoría de nosotras sólo se encontró
con sus amigas.
La marcha de las poco menos de mil feministas que acudimos a Dominicana
(aunque dijeron que esperaban a 2 mil, en realidad las organizadoras
del encuentro -financiado en un 80 por ciento- no hubieran sabido solucionar
las necesidades de quinientas), el 25 de noviembre, día latinoamericano
de la no violencia hacia las mujeres, por las calles de un Santo Domingo
que fue testigo de la vida y la muerte, el 25 de noviembre de 1960 de
las hermanas Maribal por la dictadura de Trujillo, y día en que se reafirman
los presidentes del mundo en desarrollo a pocos metros de nosotras,
fue sin lugar a duda impactante.
Hasta las monjas de un convento de la más antigua ciudad española de
América salieron a saludarnos desde sus balcones.
Denuncias y música, deseos y arte, explicitación del racismo en las
migraciones y hermandad con las mujeres de Afganistán, madres relatando
cómo el machismo sigue matando a sus hijas por medio de una violencia
intrafamiliar solapada por la economía y la estructura familiar y jóvenes
relatando cómo se han liberado de las cadenas del matrimonio y la familia,
se unieron para que la Plaza de España se convirtiera en el escenario
de una fiesta. Una fiesta que sustituyó al encuentro.
Amalia Fischer, organizadora, participante e historiadora de los Encuentros
Feministas Latinoamericanos, afirmó que éstos no fueron nunca espacios
donde ahondar los puntos teóricos y las formas del feminismo latinoamericano,
pero que de cada uno de ellos las mujeres salieron con ganas y con ideas
para profundizar en sus respectivos países, colectivas, regiones.
En realidad, yo recuerdo en Taxco a las centroamericanas debatir sobre
la validez de la lucha armada, las revoluciones y la autonomía feminista;
en Argentina, a las feministas de todo el continente afirmar su derecho
al aborto y a su representación corporal; en El Salvador, definir los
derechos humanos de las mujeres y la responsabilidad individual en la
participación en los organismos financiados desde el poder patriarcal;
en Chile, resignificar el patriarcado.
Probablemente de Dominicana recordaré la figura de las mujeres haitianas
por la incomprensión del valor de la comunicación y del racismo inherente
a nuestras seguridades lingüísticas. Por suerte, las mujeres negras
se vieron, porque las indígenas brillaron por su ausencia. Sin embargo,
hubo feministas que afirmaron que la presencia de las negras era un
hecho secundario, ligado a la composición étnica del país anfitrión,
que el feminismo es un conjunto de ideas con que justificar la presencia
de las mujeres en los espacios de los poderes públicos.
Parece increíble que estas palabras salieran de bocas (aisladas pero
no cuestionadas) de un movimiento que ha reivindicado el cuerpo como
instrumento para tocar la realidad y la diferencia sexual como toque
de desconstrucción de la cultura unívoca de hombre-falo-razón.
La diferencia sexual es sobre todo presencia de los cuerpos y sus representaciones,
presencia viva y activa en la confrontación de las culturas. Ser negra,
ser lesbiana, ser india es tan importante para ella como ser mujer.
Según Norma Mogrovejo, desde el II Encuentro, en Lima, en 1983, las
lesbianas se apropiaron de los debates entre las feministas, dando visibilidad
a su sector. En Chile, el lesbianismo fue un eje fundamental de discusión.
En Dominicana sin embargo, fue un tema ausente, pues el temor y la desconfianza
del feminismo dominicano a las lesbianas se manifestó como ocultamiento.
Como siempre cuando se escribe acerca de un suceso tan cercano, no pude
medirse sus efectos ni analizar sus facetas. Tampoco las agresiones
que sufrió por la evidente "fuga" de las feministas monopólicas, que
fingieron no saber que se efectuaba (salvo Gina Vargas no fue ninguna
"institucional" famosa).
Puede ser que el encuentro haya iniciado cuando el Encuentro concluyó,
como afirmaron amigas que se quedaron a dialogar entre sí.
Sólo me queda la duda si disgregarnos a la hora de las comidas; descentralizarnos
en las playas turísticas, desconcentrarnos en la falta de espacios y
referencias comunes, no fue más bien un plan de desmovilización del
feminismo latinoamericano, ahora demasiado crítico con las instancias
de financiamiento de las tecnologías de género.
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