La Jornada Semanal, 24 de octubre de 1999



Antonio Carosi

Beatificación de Antoni Gaudí

¿Cuáles son los elementos para que el Opus Dei trabaje arduamente en la beatificación de Antoni Gaudí, el delirante arquitecto de la interminable Sagrada Familia, en Barcelona? La castidad (nunca tuvo mujer aunque no se sabe si la probó), el ascetismo y una obra producida por un loco divino que afirmaba: ``las bóvedas paraloides hiperbólicas son un ejemplo magnífico de la Santísima Trinidad'', y que Jean Cocteau resumió mejor, viendo en esas dementes arborescencias ``un vértigo inmóvil''. Sin embargo, los extremos se tocan más fácilmente: Gaudí está más cercano a Picasso y a Joseph Roth que a San Francisco de Asís.

La leyenda del santo constructor

Gaudí murió por error, como mueren los puros, y con la modalidad de una comedia negra. Fue atropellado por un tranvía de Barcelona el 7 de junio de 1926, cuando se dirigía al Oratorio de San Felipe Neri. Con una barba de ermitaño, los trajes harapientos y sucios y nada en los bolsillos. Lo llevaron al hospital de la Santa Cruz, como persona desconocida. Necesitaron dos días para identificarlo. La sorpresa fue enorme pero inútil, porque al tercer día murió. Cuando el féretro desfiló hacia la Sagrada Familia, ``su'' catedral -la no terminada, la interminable, la delirante-, miles de barceloneses se inclinaban, se persignaban, tocaban el ataúd murmurando: ``Era un santo.'' Así nació la leyenda del ``arquitecto de Dios''. La leyenda del santo constructor.

Enero de 1999: la noticia es oficial. La comisión histórica y teológica nombrada desde el pasado octubre por el arzobispo de Barcelona, cardenal Riccard María Carles, catalán nacionalista, ya está trabajando. Representa la primera etapa del proceso de beatificación de Antoni Gaudí y Cornet, gloria de Cataluña. El audacísimo ``goticizante'', el anticipador de la Barcelona modernista. Uno de los grandes inspiradores de la arquitectura del siglo XX.

Una beatificación es un iter muy largo -la historia de la Iglesia lo comprueba- que puede durar decenios, hasta siglos. Por lo tanto, estamos al inicio del comienzo. La comisión tendrá que sopesar los elementos biográficos. La de los teólogos, de acuerdo con la Congregación para los procesos de los santos, determinará si en los escritos de Gaudí y en los testimonios que le conciernen no hay elementos contrarios a la fe y a las buenas costumbres. El objetivo es obtener de Roma el nihil obstat para constituir el tribunal diocesano y garantizar la continuidad del proceso de beatificación. Salvo omisiones (no entra en la categoría, si convenimos que en el siglo duodécimo Bernardo de Clairvaut estableció el modelo organizativo de los monasterios cistercenses), sería la primera vez que esta gracia toca a un arquitecto, un colega de Palladio y de Frank Lloyd Wright.

La Barcelona laica de estos últimos quince años, la de los escritores, artistas, arquitectos, autores de su formidable renacimiento internacional, disiente con firmeza. La objeción es: Gaudí es un gran artista catalán pero su obra es patrimonio cultural de Europa, pertenece a todos. La Iglesia no tiene ningún derecho de apropiárselo. El escritor Manuel Vázquez Montalbán sostiene esta tesis con fuerza. Y pronto estalla un debate encendido acerca de la compatibilidad con la doctrina de la Iglesia de un artista tan audaz y visionario como esquivo y, en la edad madura y vejez, de un ascetismo cercano a la patología mental. En suma, sobre Gaudí se ha reabierto la vieja querella de la ambigua relación entre genio y locura, o entre locura y ascesis, o entre ascesis y santidad, que ha caracterizado a tantos irregulares y visionarios de la primera modernidad: desde Nietzsche a Weininger, desde Artaud a Wittgenstein, y otros más.

¿Quién está detrás de esta iniciativa que a muchos parece extravagante o puro instrumento de una segunda finalidad? ¿Y cuáles son los obstáculos en la vida y la obra del maestro que parecen impedir la piadosa iniciativa del cardenal Carles?

Todo empieza en 1922, con la actividad de cinco personajes cercanos al Opus Dei que fundan la Asociación Pro-beatificación de Antoni Gaudí, cuyo presidente es el arquitecto José Manuel Almuzara. Entre los cinco se encuentra el escultor japonés Etsuro Sotoo, que se convirtió al catolicismo después de haber trabajado en las figuras evangélicas para la fachada de la Natividad de la Sagrada Familia, que en Barcelona es algo así como el Big Ben en Londres: símbolo inmarcesible. El escultor Sotoo fue bautizado allí, en 1921, y la conversión (milagrosa) es un elemento central de la buena causa. Ya otro japonés, el arquitecto Kenji Imai, se había vuelto católico luego de un encuentro fulgurante con Gaudí, en el lejano 1916. De hecho, paulatinamente, con la intervención de sectores tradicionalistas de la Iglesia catalana, los promotores llegaron al cardenal Carles. Éste es conocido en Italia por haber sido objeto de una rogatoria internacional por parte de Torre Annunziata (Nápoles), bajo sospecha de reciclaje de dinero relacionado con tráfico de oro y joyas (el ministro de la Justicia española nunca dio la autorización para que se le interrogara).

Ahora bien, se necesitan fuertes elementos para canonizar a un arquitecto como el autor del caleidoscópico Parque Guell y de la sinuosa Casa Milá, meta de peregrinaje de todo el mundo. Y hay un problema: los Gaudí, dicen sus biógrafos, son por lo menos dos. Hay el Gaudí de los últimos años, el hombre del fervor religioso y extraño a las cosas mundanas que en 1906 elige vivir en riguroso celibato, con su anciano padre y una sobrina, en un pequeño jardín que él mismo había construido, y que luego de la muerte de sus familiares se retira como un ermitaño al interior de la catedral en construcción, en absoluta pobreza, alimentado con sopa y legumbres por dos monjas del cercano convento de las Carmelitas.

Este es el Gaudí monástico, huraño hasta la irascibilidad, ajeno a las convenciones sociales, devoto del diseño visionario de su templo expiatorio que ha quedado incumplido (los dibujos originales se quemaron en un incendio causado por un disturbio popular en 1936). Es el artista que se consagró a una existencia fuera de norma, al cual se atribuyen frases enigmáticas como esta: ``Las bóvedas paraboloides hiperbólicas son un ejemplo magnífico de la Santísima Trinidad.'' O como esta otra, interpretada de cien modos diferentes: ``Originalidad es regresar a los orígenes.''

Sin embargo, hay otro Gaudí, el de la juventud. Es el hijo de Reus, su ciudad nativa, laica y trabajadora, en las cercanías de Tarragona. A final del siglo XIX, Reus era un importante centro de caldereros y de destiladores de alcohol. El padre de Gaudí precisamente fabricaba alambiques. El joven Antoni creció con un cierto conocimiento de la realidad obrera y de los ambientes nacionalistas y masones. Una vez trasladado a Barcelona, trabajó por un tiempo para la Obrera Maratonense, una cooperativa inspirada en ideales anarco-progresistas. En los ochenta del siglo pasado, el brillante proyectista que ya había realizado construcciones importantes y estupendas como la casa Vicens y la propiedad Guell, se vestía de manera rebuscada, con bombín y flor en el ojal, fumaba puros de calidad, frecuentaba los mejores restaurantes, montaba a caballo. Josep María Carandell, estudioso de Gaudí, recuerda que ``riqueza, catolicismo y masonería le facilitaron el acceso en sociedad, especialmente de los marqueses de Comillas y de los Guell, que en aquel entonces eran de las primeras fortunas de Cataluña y de España, hasta abrirle la puerta de la familia real española''.

Paradójicamente, Gaudí se hizo de una clientela perteneciente a la sociedad católica tradicionalista y la burguesía emprendedora masona. Sobre todo los Guell, pero también los Milá, los Calvet, los Battló fueron sus clientes y en parte mecenas, quienes contribuyeron a modificar el rostro urbano de la metrópoli catalana y se relacionaron con el Gaudí más secular. De todas formas, de esto no resulta que él, antes de la elección de la pobreza, se haya ligado con alguna mujer, inclinándose más bien a una castidad total. Alguien ha señalado que hay en su arquitectura, de cierta manera muy sensual, un gran impulso de sublimación de la libido. Jean Cocteau veía poéticamente, en esos paraboloides, en esas locas arborescencias, un ``vértigo inmóvil''. Y Salvador Dalí, desvariando sobre sus aspectos oníricos y eróticos, veía en el arquitecto a un precursor del surrealismo. A estas alturas es legítima la pregunta: ¿puede un hombre, un artista semejante, ser proclamado beato?

Daniel Giralt-Miracle, historiador de arte y director del Espacio Gaudí, explica que ``la suya ha sido una religiosidad profunda'', pero que ``no hay un solo texto en el que comente problemas teológicos; no existen diarios espirituales. Lo poco que se vislumbra sobre el tema está presente en las conversaciones reconstruidas por sus discípulos. Su vida estuvo enteramente consagrada a la arquitectura. Tuvo una obsesión enorme por el trabajo como ética de la existencia y sublimación del amor carnal. Al final, fue un hombre con una particular componente calvinista''.

¿Los sostenedores de la beatificación pertenecen entonces a una minoría? ¿La Iglesia tradicionalista quiere aprovechar la nueva apertura de procesos de canonización iniciada por el papa Wojtyla? ¿O, más bien, es la curia barcelonesa la que trata de resolver los insolubles problemas financieros ligados a la construcción de la Sagrada Familia? Lo cierto es que nadie de la inteligencia barcelonesa más relevante apoya la causa. Ni Pascal Maragall, ex síndico actualmente de gira para alcanzar la presidencia de Cataluña, ni los astros de la arquitectura como Ricardo Bofil, Oriol Bohigas y Enric Miralles. Tampoco los artistas gráficos y diseñadores como Javier Mariscal. Giralt-Miracle añade: ``Yo tampoco apoyo la iniciativa. El fenómeno Gaudí es de relevancia mundial: ocho de diez visitantes vienen a Barcelona para ver sus obras. Su figura no puede verse en clave nacionalista ni limitada a una causa de propaganda de una minoría católica. Por creatividad y estilo de vida, Gaudí está más cerca de Picasso que de un santo.''

Permanece pues sin solución el momento clave de la existencia del ``arquitecto de Dios''. Es decir, cuándo y por qué se consagró al ascetismo. Algunos biógrafos sostienen que ya antes de 1900 Gaudí se había acercado a San Francisco de Asís, al último Tolstoi y al joven Gandhi. Pero Gaudí no fue gran lector de libros doctrinales. Otros sitúan su crisis en 1911, cuando se enfermó de fiebre de Malta y, al regreso de un tratamiento en los Pirineos, abandonó todo proyecto de arquitectura civil para dedicarse exclusivamente a su catedral. Otros más ven en él no a un exégeta de los evangelistas sino a un espíritu panteísta basado en una religiosidad autoconstruida. Y hay también quien tiende a interpretar en clave masona su fascinación obsesiva por el templo, el culto, el ritual.

El enigma Gaudí permanece. Y tiene que permanecer. El, que como artista y arquitecto no sabía nada del mundo (apenas conocía la Francia de los Pirineos, sólo una vez fue a Marruecos y nada más), se convirtió en un precursor del modernismo del siglo XX. Cuando en 1922 Louis Sullivan, celebrado arquitecto de la Escuela de Chicago, fue a Barcelona para ver los palacios florales del gran catalán, sentenció: ``La mejor arquitectura de los últimos veinticinco años.'' Y Le Corbusier, en un análogo peregrinaje de 1928, afirmó: ``Este hombre puede hacer con la piedra lo que quiere.''

No pudo hacerlo con su propia vida. Por otro lado, los mejores enigmas terminan encarnando en otros. Trece años después de su muerte, en 1939, el árbol que cayó en una avenida de París mató a Joseph Roth, el estrujante narrador danubiano, judío errante y apátrida. Curiosa analogía, ¿verdad?. Gaudí bajo un tranvía, Roth bajo un árbol: ambos inocentes. Un santo bebedor, un santo constructor. La ferocidad del caso no protege a nadie. No conoce fronteras ni divinidades, no perdona a los santos ni a los beatos.

Traducción de Annunziata Rossi