La Jornada Semanal, 22 de noviembre de 1998


Ana Rosa Domenella

Un clásico marginal


Hoy se cumplen 10 años de la muerte de Josefina Vicens. Desde su primera edición, El libro vacío se ha reeditado en varias oportunidades y fue traducido por Alaíde Foppa y Dominique Eluard al francés. La autora de Los años falsos, del relato ``Petrita'' y de los guiones de las inolvidables ``hermanitas Vivanco'', ha sido estudiada y releída casi exclusivamente por mujeres. Pero no siempre fue así. Aquí, Ana Rosa Domenella se refiere a la opinión de Octavio Paz sobre El libro vacío, el tema de éste, surgido de una anécdota de Juan Soriano sobre sí mismo y a la necesidad de volver a una de nuestras más grandes narradoras.

La literatura, ese angustioso placer con el que nunca se queda uno conforme.
Josefina Vicens

Cuando le ofrecieron sus amigos a la Peque un homenaje en el Palacio de Minería por sus 75 años y la publicación en un solo volumen de sus dos únicas novelas, a ella le pareció excesiva la palabra homenaje y con su proverbial modestia lo convirtió en ``caricias al corazón de Josefina Vicens''. Las crónicas del evento rescatan la feliz sustitución en los encabezados. Por eso, en este mes que se inicia con aroma de incienso y copal, esplendor de cempasúchil y sabores de calaveras de azúcar y mazapán se conmemoran tanto su natalicio como su muerte, acaecidas en Villahermosa el 23 de noviembre de 1911 y en la ciudad de México el 22 de noviembre de 1988, respectivamente; la sepultaron el día en que hubiese cumplido 77 años de una vida intensa y apasionada.

Recordemos, brevemente, algunos de los datos biográficos que configuran su quehacer y su personalidad:

- Autodidacta (sólo cursó la escuela primaria y una carrera corta de comercio). Fue una lectora voraz y una trabajadora constante; su primer trabajo lo obtuvo a los 14 años en una empresa de transporte.

- Activista política. Trabajó en la Cámara de Diputados y en la de Senadores y ejerció cargos directivos en la Confederación Nacional Campesina durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas.

- Activista sindical. Fue electa para diversos cargos y, finalmente, para la presidencia del Sindicato de Ciencias y Artes Cinematográficas.

- Guionista cinematográfica. Fue autora de un centenar de argumentos para cine, entre los que destacan, Las Vivanco, Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. En esta actividad, junto al reconocimiento gremial de sus compañeros, mereció premios como el Ariel, el Heraldo y La Diosa de Plata.

- Periodista. Escribió crónicas taurinas bajo el seudónimo de Pepe Faroles y dirigió su propia revista, Torerías. Como comentarista política firmaba Diógenes García.

Sólo dos libros son suficientes, como en el caso de Nellie Campobello y Juan Rulfo, para asegurarle un sitio imprescindible en las letras mexicanas: El libro vacío (1958) y Los años falsos (1983).

El libro vacío recibe el Premio Villaurrutia en el año de su publicación; fue el tercero que se otorgara y los anteriores lo recibieron Paz y Rulfo. La primera novela de Vicens compite ese año de 1958 con otros textos que pasarán a convertirse en ``clásicos'' de la narrativa mexicana, como La región más transparente, de Carlos Fuentes y Polvos de arroz, de Sergio Galindo. Por cierto, se han realizado merecidos festejos por los cuarenta años de la aparición de la citada novela de Fuentes sin mencionarse el hecho de que el premio de los escritores a la mejor obra publicada en ese año fue otorgado a El libro vacío. La novela de Josefina Vicens recibe elogios unánimes en el momento de su publicación y una carta de Octavio Paz, desde Europa, que se incluirá, a manera de prólogo, en la edición francesa traducida por Alaíde Foppa y Dominique Eluard (Julliard, 1964); también aparece como ``carta-prefacio'' en la edición mexicana de Transición (1978). Paz no retacea su admiración por la novela: ``Simple y concentrada, a un tiempo llena de secreta piedad e inflexible y rigurosa. Es admirable que con un tema como el de la `nada'[...] hayas podido escribir un libro tan vivo y tan tierno.'' Luego confiesa su coincidencia con la angustia que expresa el protagonista José García entre ``la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir'', para afirmar el sentido de la vida. Años más tarde, en 1988, cuando los periodistas lo interrogan con motivo de la muerte de Vicens, Paz dirá que El libro vacío es un texto heterodoxo dentro de nuestra tradición, ``una introspección en el alma, en la conciencia del escritor''. En las entrevistas también incluye a la autora en una tradición de escritores de obra ``reducida aunque no limitada, escasa pero profunda'' y cita a Juan Rulfo junto a dos poetas, Villaurrutia y Gorostiza; podría añadirse a tan prestigiada lista el nombre de Julio Torri.

Veinticinco años más tarde, cuando la autora contaba con 67 años de edad, se publica Los años falsos (1983), que recibe el Premio Juchimán de Plata en su tierra, o en su ``agua'', como solía llamar Carlos Pellicer a Tabasco. ¿Qué hizo la escritora en ese cuarto de siglo? Simplemente vivir y, como ella misma afirmaba, ``cuando vivo me olvido de escribir''; vivió siempre en ``llamas'' por algún sobrino, algún amigo o por problemas sindicales. Eso nos contó personalmente a un grupo de investigadoras que la visitamos en su casona de Colonia del Valle en 1985, por parte del Taller de Narrativa Femenina Mexicana del PIEM (El Colegio de México). Agobiada por su parcial ceguera, no perdía cierto tono de picardía ni su sentido del humor al contarnos anécdotas de su niñez y juventud. Su madre, tabasqueña, recordaba con orgullo haber recibido clases de Pellicer; su padre, comerciante de origen español, como el progenitor de Elena Garro, no hizo fortuna. Josefina resultó la única rebelde en una familia de cinco mujeres y siempre fue la preocupación de sus padres, desde sus campeonatos de balero, su pasión por la fiesta brava y su trabajo ejidal. ``Ay, mi hijita, tú acabarás en la cárcel'', repetían sus padres, según cuenta en una entrevista realizada por Gabriela Cano y Verena Radkau para su volumen de historias de vida femeninas, titulado Ganando espacios (UAMI, 1989). En esa y otras ocasiones la Peque afirmaba con fuerza: ``Soy de izquierda, soy sindicalista, ¡esa es mi ideología!''

En este décimo aniversario de su desaparición física, debemos recordar que Josefina cultivó, amorosamente, su necrofilia pues sentía una genuina atracción por la muerte. En una entrevista con Elena Poniatowska le contaba que advertía a sus amigos que si llegara a suicidarse no sería por problemas amorosos, económicos o existenciales, sino ``simple y llanamente por curiosidad''; sus amigos le respondían: ``espérate tantito, de todos modos lo vas a ver''.

La muerte es estructurante en su segunda novela Los años falsos y en su único relato publicado, ``Petrita''.

En el cuento, la muerte está presente como génesis del relato y como reflexión y anticipo de la propia muerte y su insoluble misterio. La narradora en primera persona -única voz femenina en su obra- inicia la historia con una remembranza: ``Una tarde, de esto hace muchos años, mi amigo Juan la llevó a la casa.'' Extratextualmente corresponde al cuadro La niña muerta, pintado por Juan Soriano y que perteneció a la escritora. Intratextualmente -o sea dentro del universo narrativo de la autora- se enlaza con El libro vacío por la imposibilidad de la creación y el ansia de realizarla. Confiesa la narradora de ``Petrita'': ``La pintura es mi idioma, un extraño idioma que no puedo hablar.'' El drama de la esterilidad artística hermana a este personaje con José García, el burócrata que lleva dos cuadernos para escribir su obra, en el primero anota ideas y vivencias, como una especie de diario, y el segundo, finalmente, quedará ``vacío'' por ser el definitivo. La narradora del cuento afirma: ``Y cuántas veces a solas he violentado, he torturado a mi mano para que produzca una línea armoniosa, un pequeño y ágil trazo. Pero hay manos que no vuelan, que no pueden desprenderse de la tierra.'' No puede pintar pero desea comunicarse con esa niña ``cortada, arrancada, cosechada prematuramente''. La relación con su segunda novela es por la presencia temática y estructurante de la muerte en la historia del adolescente ante la tumba de su padre; cada duelo remite a duelos anteriores, a otras ausencias entrañables. En este caso que hoy recordamos, el de la propia Josefina Vicens quien ya cumplió con tener -como su protagonista Luis Alfonso Fernández- su propia tumba, su propio alambrón y sus propias bugambilias. En Los años falsos, la obsesión por la escritura de José García en la primera novela se transforma en la obsesiva búsqueda de una identidad propia, no heredada con el nombre del padre. El recurso de la primera persona de El libro vacío se complejiza con el desdoblamiento en un tú, el padre presente e implícito, dentro del monólogo del adolescente, ante la tumba de Poncho Fernández, típico ``macho'' mexicano, en su cuarto aniversario luctuoso. El primogénito de 19 años reflexiona, recuerda y cuestiona su vida ``prestada'' mientras las anónimas mujeres de la familia cumplen con los ritos fúnebres. La idea de escribir esta historia, de cómo le ``roban'' la vida a un joven, obligándole a vivir la del padre muerto, le surgió a Vicens a partir de una anécdota que le contara su amigo Juan Soriano sobre sí mismo; único varón de una familia con mayoría de mujeres cuando su padre, político, muere en Guadalajara, se negó a recibir a los amigos de éste por temor a que le ofrecieran el puesto del padre, cuando él ya había decidido seguir su vocación artística. Las novelas de Josefina Vicens resultan, como bien lo afirmaba Elena Poniatowska, ``profundamente morales'', además de ejemplares por su calidad literaria. Sin embargo, a diez años de su muerte, sus libros no se consiguen por estar agotadas las ediciones, incluso la de Lecturas Mexicanas de El libro vacío y la edición conjunta de sus dos novelas de la Casa de Cultura de Tabasco en coedición con la UNAM.

Esperemos que pronto podamos contar con nuevas ediciones de esta escritora que se puede considerar como un clásico marginal.

Leerla es también una forma de recordar -en esta época de los ``demasiados libros'' al decir de Gabriel Zaid- que ella privilegiaba el placer de la lectura sobre la tortura de escribir: ``Es una delicia -decía- leer buenos libros, pero una tortura escribirlos.''



Aline Petterson

Mi recuerdo de Peque

``Mi interés principal ha sido vivir, más que escribir'', declaró Josefina Vicens a La Jornada en una entrevista, poco antes de morir. Pero la mayor parte de sus conversaciones giraban en torno a la vida, al proceso de creación, a la muerte: es decir, a la literatura. Aline Pettersson tuvo el privilegio de compartir una amistad tan intensa, profunda y comprometida con la palabra como la propia Peque. Aquí recuerda algunos de esos momentos a manera de homenaje.

Pasaron muchos años para que yo me atreviera a hablarle. Un cierto pudor, un cierto miedo al rechazo, un cierto sentido de intrusión en una vida tan lejana a la mía. Pero un buen día no pude más y marqué su teléfono. Claro, lo hice a esa hora en la que, por lo general, nadie se encuentra en casa. Y, claro también, que nadie contestó.

El caso es que Josefina Vicens se me había convertido en una obsesión. En ese desasosiego que altera el alma. Aquel ser que tenía en sus manos el otro lado de mi historia. Sí, mediaron muchos años entre que me propuse conocerla, y que Sergio Fernández me diera su número de teléfono, que yo hablara con ella, que la viera en persona.

Por aquel tiempo yo asistía en la UNAM a un taller de novela que impartía el doctor Fernández. Y nunca olvidaré el rostro alborozado del maestro y, en su mano, el fajo de galeras de su novela Segundo sueño. Los métodos de producción editorial han cambiado mucho desde entonces. Pero ver al autor con ese montón gruesísimo de angostos papeles compartiendo con sus alumnos el placer -ya tangible- de la inminente aparición de su libro, es algo que siempre recordaré. ``Se retrasó la publicación porque leyó mi texto y me hizo ciertos comentarios una de las pocas gentes en el mundo cuyo juicio yo respeto: Josefina Vicens, la Peque.'' O algo así dijo.

Casi no pude esperar el final de la sesión para abordarlo de inmediato pidiéndole el número de teléfono, temerosa de que Sergio se negara, cosa que no hizo, y que nunca le agradeceré de sobra. Sin embargo, del momento en que, por fin, obtuve el ansiado número, a que me atreví a marcarlo, a que escuchara su timbre grave, debió pasar mucho tiempo.

Finalmente, una voz seca y ronca se puso al habla mientras yo temblaba del otro lado del aparato. Primero le lancé el nombre mágico de Sergio Fernández y acto seguido le dije que yo era la sobrina de Pepe Ferrel y que quería conocerla. Tardó un momento en responderme, estaba -me lo confesó después- desconcertada. Y es que ella se había casado fugazmente con mi tío antes de mi nacimiento. Y los testigos de la boda habían sido Genaro Estrada y Luis Cardoza y Aragón. El matrimonio apenas sobrevivió unos meses, pero amigos permanecieron siempre.

Nos conocimos en un café cerca del Sindicato de Cinematografistas donde ella trabajaba. Yo le llevé el manuscrito de mi primera novela y ella la primera edición de El libro vacío. ``Para Aline un bello encuentro que espero sea una entrañable amistad''. No creo que ni ella ni yo esa tarde pudimos imaginar hasta qué punto sus palabras fueron proféticas.

En ese entonces la Peque estaba llena de una vitalidad huracanada que la hacía comprometerse en múltiples proyectos. Y con la misma fuerza, el mismo entusiasmo, hablaba de algún guión cinematográfico sujeto a su dictamen, como de libros, o películas, o de teatro, de la vida, pues. Cuando ya fue una costumbre telefonearnos, irrumpir entre una y otra de sus llamadas era casi un milagro. Y es que la Peque se entregaba a sus amigos de tal forma, que uno tenía la impresión de que no había nada más importante para ella que esa charla. Sabía escuchar en silencio, apenas roto por alguna mínima palabraÊque acotara lo dicho. Sabía ponerse en situación, ``¿para qué ir a una terapia?, para eso es la amistad''.

Y sin embargo, al perder la vista paulatinamente, al dolerle cada uno de sus huesos, fue perdiendo también su vida turbulenta. Y si la lectura, el cine, el teatro fueron sus pasiones, tuvo que irse retirando de éstos sin remedio. Además, junto con su alejamiento del mundo de la vista, se le fueron alejando los amigos.

Mientras ella vivió y hasta su muerte, hace diez años, leyó hoja por hoja todos mis libros. Y fue entusiasta cuando así lo creyó y fue implacable de la misma manera. Primero, al reunirnos, yo le daba un fajo de cuartillas, que ella iba a devolverme a los pocos días. Después -ya ciega- yo le leía palabra por palabra. Y Peque era dueña de una memoria prodigiosa para recordar los cambios, para retener el texto.

Josefina Vicens hubo de trabajar desde los catorce años, así que educación formal no tuvo. Sin embargo, brillante como era, se supo rodear de gente y de libros que llenaron con creces la falta de escuela. Fue amiga de escritores, dramaturgos, actores y actrices, pintores, políticos. Siempre tenía una palabra amable e interesada para con el otro. Aunque esto no quiere decir que fuera apacible; iracunda sería un mejor adjetivo. Se encrespaba como gallo de pelea para defender sus puntos de vista. A mí me tocó presenciar, por ejemplo, una muy airada discusión en casa de Luis Alcoriza con el inolvidable ``Perro'' Estrada. Pero después volvía a reinar la concordia.

Escritora de obra tan sólida como escasa, dos novelas: El libro vacío y Los años falsos y un cuento muy hermoso ``Petrita'', Josefina Vicens inauguró en nuestro país, con su primer libro, una nueva manera de narrar. La anécdota sí, y muy bien trabada, pero la reflexión en cuanto al acto mismo de escribir. El libro vacío está siempre a punto de ser llenado de nuevo por el lector que lo abra. Sus reflexiones se inscriben en lo atemporal, porque tratan de esas preguntas, sin respuesta, sobre la vida, sobre el acto de creación. Así, el libro sigue tan joven y tan campante como siempre. Como joven se mantuvo su autora casi hasta el final.

La Peque era -como ya dije- una gran conversadora, y es una pena grande que muchas de sus historias se me hayan esfumado en la memoria. Lo que sí sé es que cuando yo la busqué queriendo saber de mí, al escarbar en los recuerdos de mi tío, nunca supuse que ella acabaría convirtiéndose en algo así como una madre. Madre en mi proceso literario, madre en mis propias aflicciones, que por esos días eran muchas.

Escucharla narrar de las mil peripecias del cabaret ``Leda'', oírla relatar de cómo Ferrel la introdujo con el grupo de ``Contemporáneos''; de sus estrecheces en un cuarto de azotea; de su cercana amistad con Frida Kahlo; de cómo llegó a tocarle la puerta, en la madrugada, Juan Rulfo, después de haber visto ``Talpa'' en el cine; de la historia de una calavera llamada Lorenzo; de cómo se fue por dos semanas a Europa y se quedó un año, donde hasta cantó flamenco para sacar unos centavos; de su pasión mórbida por los panteones y de su gran amor a la vida, hacía al tiempo adquirir un ritmo amable.

Cuando llegué a ella, pasaba yo por una etapa muy dura y jugaba con la idea de irme, apoyada en el suicidio de mi tío -su marido- que mi hermano y yo -niños- descubrimos. Ella decía que me recordaba de la mano de mi madre entonces. Sin embargo, pasaron muchos años para que yo supiera de ese efímero matrimonio. Pero desesperada, como llegué a estar, quise conocerla, quería saber del porqué de ese suicidio, quería saber del ansia de escribir que me embargaba,Êquería entender antes de morirme.

Fueron sus palabras sabias, entrañables, airadas si hablaba yo de muerte, las que en gran medida me sostuvieron. Y es que Peque, tan curiosa por la muerte, lo era mucho más por la vida. ``Siempre vendrá algo inesperado que alterará las cosas, morirse antes de tiempo no vale la pena, llegará cuando sea su tiempo. Tú no sabes cómo me enojé con Pepe cuando me avisaron de su muerte, total, al día siguiente parece que llegó la carta que lo hubiera salvado.'' Y aunque ya hacía mucho tiempo que quizá ni se vieran, de alguna forma, frecuentaban los mismos círculos, y eso me hacía interrogarla con tanta curiosidad como pasión.

La libertad grande que da el ser autodidacta hizo que las lecturas y aficiones de Josefina Vicens fueran heterogéneas, lo mismo se fascinaba con Virginia Woolf que con Simone Weil que, por cierto, estaba -es un decir- releyendo al tiempo de su muerte junto con Mishima. Porque, perdida en un mundo de sombras, alguien iba a leerle casi todos los días para que su horizonte no se redujera más. Y ya inmersa entre las páginas, ella volvía a fulgurar, a entusiasmarse, a soñar, tal vez. Y es que Peque cayó desde muy joven perdidamente enamorada de la palabra, de la palabra seca, escueta, la que prescinde de adornos, aquella que José García, el personaje de El libro vacío, busca sin hallar, la que ella atesoró avara y sabiamente. Y contenida como lo fue en su escritura, desbordada lo fue para echarse a vivir. ``Lánzate a tu vida desnudo, inexperto, inocente. Y sal de ella maltrecho o victorioso. Eso, al fin y al cabo, es igual. Lo importante es la pasión que hayas puesto en vivirla'' dice Josefina que dice José. Y así fue.